Ivy Cross
Un año después... la marca del tiempo pesaba como una losa sobre mi alma.
Un año exacto. Trescientos sesenta y cinco malditos días.
Un maldito año infernal desde aquella fatídica noche. La noche en que el tapiz de mi existencia se desgarró, transformándose en un infierno de lujo impostado, barrotes dorados que brillaban con falsedad y cadenas invisibles que aprisionaban mi espíritu.
Estaba perpetuamente encerrada en mi habitación, o más bien, en la suya. En esa mansión fastuosa que jamás, jamás, podría llamar hogar. Desde el momento en que Alejandro Cross me había arrancado sin piedad de Tucson, Arizona, de la calidez de mi hogar compartido con mi padre, había sido desterrada a Nueva York, condenada a vivir como una prisionera elegantemente disfrazada de esposa. Una jaula dorada, eso era.
El estudio adyacente a mi habitación era, paradójicamente, el único santuario donde podía respirar un aire ligeramente menos viciado. Era mi refugio, aunque fuera caótico. Cuadros a medio terminar, espectros de ideas inconclusas acechando sobre los caballetes; lienzos en blanco, inmensos vacíos que reflejaban el mío; otros cubiertos con líneas oscuras y furiosas, trazos violentos que parecían desgarrar el propio tejido de la tela. Era mi grito silencioso, mi catarsis secreta, mi único y mísero acto de rebeldía. La única forma que tenía de arañar la superficie de mi cautiverio.
El abrupto sonido de la puerta abriéndose sin previo aviso, sin la más mínima cortesía, me arrancó una mueca involuntaria de fastidio puro. Rodé los ojos con exasperación, sabiendo perfectamente, sin necesidad de verle, quién era el intruso. No cabía duda.
—¿Sería mucho pedir que, como mínimo, tocaras la puerta antes de irrumpir? —espeté con sarcasmo mordaz, sin dignarme a concederle ni siquiera una mirada fugaz. Mi atención permanecía obstinadamente fija en el lienzo.
Como invariablemente sucedía, Alejandro ignoró olímpicamente mis palabras, demostrando un desprecio absoluto por mi persona. Lo sentí cruzar la espaciosa habitación con una lentitud exasperante, su presencia pesada y opresiva como la inminente llegada de una tormenta eléctrica. Cada paso suyo era una declaración de poder. Se plantó justo detrás de mí, acechante. Instintivamente, mi piel se tensó hasta el punto de doler, mi cuerpo entero se puso en un estado de alerta máxima, listo para una confrontación inevitable.
—Este lugar es un maldito desastre —tronó su voz, fría como el acero, cargada de una desaprobación palpable. El tono era hiriente. Lo hacía a propósito. Era su forma de ejercer control—. Odio contemplarlo en este estado deplorable. Esta es mi casa, Ivy. No un basurero improvisado para satisfacer tus ridículos caprichos artísticos.
Me negué rotundamente a voltearme. No le regalé ni un solo gesto, ni una pizca de reconocimiento. Me mantuve firme, desafiante.
—Entonces, la solución es simple: no entres —murmuré con una indiferencia forzada, intentando aparentar desapego. Mis ojos permanecieron obstinadamente fijos en el lienzo blanco frente a mí, intentando convencerme a mí misma de que Alejandro Cross era menos relevante que la mismísima nada. Un esfuerzo inútil, por supuesto.
Él no toleraba esa actitud. Lo sabía perfectamente. Era una afrenta directa a su ego inflado. Y aun así, disfrutaba con una satisfacción perversa de cada pequeño destello de rabia furiosa que lograba arrancarle con mis provocaciones calculadas. Era la única forma que tenía de sentirme poderosa.
En un movimiento rápido y totalmente inesperado, Alejandro me giró bruscamente en el banquillo, atrapándome en su agarre. Su mano grande y posesiva se apoderó con firmeza de mi barbilla, obligándome a mirarlo de frente. Intenté resistirme, pero su fuerza era abrumadora. Me negué a ceder. Desvié la mirada con obstinación, sabiendo perfectamente el efecto que eso tendría sobre él. Estaba jugando con fuego, pero no me importaba.
El enojo destelló con violencia en sus ojos, un relámpago de furia contenida. La máscara de frialdad se había resquebrajado.
—Hoy se cumple exactamente un año —gruñó con voz ronca, su voz cargada de un rencor profundo y contenido a duras penas—. Un año desde que cobré la deuda miserable que tu maldito padre dejó pendiente. No vuelvas a cometer otra estupidez, ¿me oyes? Olvídate siquiera de intentar escapar de mí.
Me obligué a mantener una expresión impasible, una fachada impenetrable. No iba a darle el placer sádico de verme quebrada, de ver mi espíritu doblegado ante su poder. Me negaba a ser su trofeo.
En la última semana, había intentado huir de esta prisión dorada tres veces. Tres intentos fallidos. En el último, había tenido que interrumpir una reunión de negocios de importancia crucial para venir a atraparme él mismo, como si fuera un animal salvaje que se escapa de su jaula. Había visto el odio brutal y descarnado reflejado en sus ojos oscuros. Cada vez que me rebelaba contra su control, su paciencia, se desgastaba aún más, desmoronándose como arena entre los dedos. Y aun así, a pesar del riesgo, yo no pensaba rendirme. Jamás. La esperanza, por tenue que fuera, era lo único que me mantenía viva.
Alejandro dio un paso cauteloso hacia atrás, respirando hondo como si se estuviera esforzando al máximo para no romper algo. O, más probablemente, a alguien. A mí, probablemente. Era una lucha constante en él.
—Tienes que estar lista a las siete en punto —espetó con sequedad, su tono de voz inflexible, dejando muy claro que no aceptaría un no como respuesta. Era una orden, no una petición—. Iremos juntos a una cena de recaudación de fondos para una de mis muchas empresas. Un evento aburrido y pretencioso al que necesito tu presencia.
Sonreí de lado, ladeando la cabeza con una fingida inocencia que sabía que lo exasperaba. Era mi pequeño juego.
—No voy a ir —dije con toda la calma del mundo, disfrutando del silencio que siguió a mis palabras.
Él no contestó de inmediato. En lugar de recurrir a palabras, optó por la acción, como solía hacer. Me agarró bruscamente del banquillo de un tirón repentino y me lanzó sin delicadeza sobre el centro de la cama. No le importaba si me hacía daño.
Un grito ahogado escapó involuntariamente de mis labios al sentir el colchón ceder bajo mi peso. El impacto me dejó momentáneamente sin aliento. Alejandro cruzó el espacio que nos separaba en dos largas zancadas depredadoras, subiendo encima de mí con una agilidad felina. Era un depredador nato.
Su mano volvió a encontrar mi barbilla, obligándome una vez más a mirarlo a los ojos. No pude evitarlo esta vez. Su peso amenazante sobre mí, su proximidad sofocante, la oscuridad turbulenta que emanaba de sus ojos... me dejaron sin aire en los pulmones.
Una de sus piernas, abrió las mías, e impidió que las cerrara. Un estremecimiento involuntario me recorrió la espalda, un escalofrío que luché desesperadamente por ocultar. No podía permitirle ver mi vulnerabilidad.
Miedo. Eso era lo que tenía que sentir. Solo miedo.
Miedo y odio absoluto. Un odio puro e inquebrantable.
Y, sin embargo, a pesar de mis intentos por negar la verdad, esa mirada intensa y penetrante, la forma en que me dominaba sin siquiera tocarme realmente, despertaba en mi interior algo mucho más aterrador y desconcertante. Algo que no comprendía en absoluto y que me aterraba aún más que su ira. Algo que amenazaba con destruir la fortaleza que había construido con tanto esfuerzo.
Él también lo sentía, lo sabía. Lo vi claramente reflejado en la rigidez tensa de su mandíbula, en la forma en que sus ojos descendieron inevitablemente hacia mis labios antes de obligarse a apartar la mirada con una fuerza de voluntad sobrehumana. Era una batalla interna que se libraba en su rostro.
Sabía perfectamente que no me ha tocado en todo un año. Había estado con otras mujeres, por supuesto. Lo sabía por los susurros y rumores que eran imposibles de evitar en este mundo superficial y despiadado. Pero, por lo que decían, nunca parecía estar realmente satisfecho con ninguna de ellas. Porque, a pesar de todo, lo que realmente quería, lo que verdaderamente deseaba en lo más profundo de su ser, era a mí. Una verdad irrefutable.
Y esa constatación lo enloquecía por completo. Lo frustraba y lo enfurecía hasta el extremo.
Yo era la única persona en el mundo capaz de sacarlo de su maldita compostura de hielo, de perforar su armadura impenetrable. Era la única que conseguía desatar las bestias que mantenía encerradas en su interior.
Y él era el único que conseguía despertar algo oscuro y retorcido en mí, algo que me hacía cuestionar mi propia cordura.
—Eres mi esposa, Ivy —murmuró, su voz tan baja y ronca que se asemejaba más a un gruñido amenazante—. No tienes ninguna opción al respecto. Esta noche me acompañarás a esa estúpida cena... y quizás, solo quizás, finalmente consumamos de una vez por todas lo que inexplicablemente no hemos hecho en todo este infernal tiempo.
El pánico y la furia me golpearon de lleno como una ola gigantesca, dejándome sin aliento. Me sentía ahogada.
Me retorcí con todas mis fuerzas debajo de él, gritando con desesperación:
—¡Revuélcate con cualquiera de tus putas baratas, Alejandro! ¡Conmigo no vas a consumar absolutamente nada, ¿me oyes?! ¡Nada de nada! Prefiero morir.
Una risa seca, cruel y carente de humor escapó de sus labios. Esa maldita risa que hacía que la sangre me hirviera en las venas y me llenaba de un deseo incontrolable de golpearlo hasta hacerlo sangrar.
—No me tientes, Ivy —susurró con burla venenosa antes de apartarse bruscamente de mí, levantándose con una facilidad insultante que evidenciaba su superioridad física—. No tienes la menor idea de cuánto me estoy esforzando para no arrancarte la ropa en este mismo instante y follarte hasta quebrarte en mil pedazos.
Me quedé temblando incontrolablemente sobre la cama, mi respiración entrecortada y desbocada. Lo vi salir de la habitación sin siquiera dignarse a volver a mirarme, dejando tras de sí una estela palpable de ira contenida, deseo reprimido y confusión desoladora. Un torbellino de emociones negativas.
Me llevé las manos temblorosas al rostro, temblando no solo de odio visceral, sino también de algo mucho más oscuro, perturbador e inconfesable.
Entre mis muslos, sentí esa maldita palpitación traicionera. Una señal de mi cuerpo que me horrorizaba.
La misma que jamás, jamás había experimentado con ninguno de mis dos novios anteriores. Era una aberración.
No. Esto no podía, no debía estar pasándome. Era enfermo. Estaba rota por dentro.
¿Cómo era posible que pudiera sentir siquiera una leve atracción... por el hombre que había asesinado a mi padre, aunque fuera indirectamente? ¿Cómo podía traicionar así su memoria?
No podía permitir que esto siguiera sucediendo. No debía.
Me obligué a recordar mi promesa solemne. A recordar el insoportable dolor de perderlo, la punzada aguda de la traición, la imagen imborrable de la sangre. Tenía que aferrarme a esos recuerdos. Eran mi única arma.
«Ivy Jones, había jurado algo aquella noche en que Alejandro Cross destruyó su vida.
...Ella vería arder el mundo de Alejandro, así como él hizo arder el de ella.»