La esposa de Cross
La esposa de Cross
Por: maracaballero
Prólogo

El sudor le corría por la frente en gruesas gotas, resbalando hasta el cuello de su camisa empapada.

Frank Jones temblaba mientras sus dedos, torpes y nerviosos, golpeaban el teclado de su celular con desesperación. Cada segundo contaba. Cada mensaje enviado era una súplica muda al destino, una esperanza rota antes siquiera de nacer.

Levantó la vista hacia la puerta de su despacho, esa enorme pieza de madera maciza que había sido sinónimo de poder y éxito durante años. Ahora, esa misma puerta parecía un verdugo silencioso, esperando el momento exacto para sellar su condena. Su corazón latía tan rápido y fuerte que juraba poder oírlo en sus oídos.

Sabía que Alejandro Cross lo había descubierto.

Sabía que sus pequeños desvíos de dinero, disfrazados de fantasmas invisibles, habían salido a la luz.

Sabía que no había escapatoria.

Por eso había enviado a Ivy lejos.

Su hija, su tesoro, su redención.

Ella no debía ver su cuerpo desplomado sobre el escritorio de caoba, con la sangre manchando la alfombra persa y el aroma metálico de la muerte impregnando el aire.

Había movido hilos, escondido dinero en bancos suizos, dejado pistas cifradas en los cuadros que Ivy expondría pronto en una reconocida galería de Nueva York. Había hecho todo lo que estaba en sus manos para que su niña tuviera una oportunidad. Para que huyera. Para que viviera.

Un ruido seco interrumpió sus pensamientos: la manija de la puerta giró lentamente.

Frank sintió que la sangre se le congelaba en las venas. El miedo lo paralizó, lo encadenó a la silla, lo dejó reducido a un pedazo de carne temblorosa.

La puerta se abrió de golpe, estrellándose contra la pared con un estruendo ensordecedor. Dos hombres irrumpieron, vestidos con chalecos antibalas, cascos de protección y armas automáticas listas para disparar.

—¡No se mueva! —ordenó uno, la voz cortante como un látigo.

Frank levantó las manos en el aire, obedeciendo de inmediato. Estaba pálido, casi traslúcido, con las piernas temblorosas a punto de ceder. Sabía que había llegado su hora. Las deudas que había arrastrado durante años, los secretos, las traiciones, todo lo había llevado hasta este momento.

Ahora, debía pagar con sangre.

Entonces los pasos resonaron, firmes, pesados, cargados de una autoridad que helaba la sangre.

Una figura cruzó el umbral.

Alto, fornido, vestido con un impecable traje de tres piezas que no hacía nada por suavizar su brutalidad innata, Alejandro Cross apareció en escena.

Su mirada era puro hielo.

Pura muerte.

Frank tragó saliva con dificultad y balbuceó:

—Estoy listo para pagar mi traición...

La sonrisa de Alejandro fue apenas una curvatura cruel en sus labios.

—Antes de eso —dijo, su voz, un susurro letal—, quiero que veas cómo te arrebato lo único que realmente amas.

Del pasillo, arrastrada sin compasión, apareció Ivy.

Su rostro bañado en lágrimas, su cuerpo luchando inútilmente contra las manos que la sujetaban, sus ojos grises, enormes, fijos en su padre, con un terror que partía el alma.

La mirada de Cross era de puro triunfo.

De maldad pura.

En un movimiento fluido y rápido, Alejandro sacó el arma que mantenía oculta detrás de su espalda.

Apuntó.

Disparó.

La bala atravesó la sien de Frank Jones con una precisión clínica, como quien liquida una cuenta pendiente sin emoción alguna.

El cuerpo del contador cayó pesadamente sobre el escritorio de caoba, derramando sangre entre los papeles que una vez firmaron imperios y condenaron vidas.

El grito de Ivy desgarró la habitación.

Un lamento crudo, devastador, que rebotó en las paredes y se estrelló contra el corazón del único hombre que ahora dictaría su destino.

Alejandro Cross sonrió.

La deuda había sido saldada.

Y la niña bonita del traidor… ahora era suya.

Para siempre.

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