Capítulo 3. Mía

Alejandro Cross

No fue necesario que alguien anunciara nuestra llegada. En el instante en que cruzamos el umbral del salón principal, un silencio sepulcral se apoderó del lugar. Era como si el aire mismo, denso y cargado de expectación, se hubiera contenido, ahogando cualquier sonido al vernos aparecer. El estallido de los flashes fue automático, un frenesí luminoso que inundó el ambiente. No eran para mí, desde luego. Ya estaba acostumbrado a ese respeto teñido de temor que mi presencia inspiraba. No, esta vez la razón de esa repentina agitación era ella.

Ivy.

Vestida como una deidad caída en desgracia, una maldita diosa griega descendida del mismísimo Olimpo con el único propósito de doblegar a los hombres. El vestido, de un gris sutilmente brillante gracias a la pedrería finamente bordada, se adhería a sus curvas con una insolencia exquisita, resaltando cada contorno con una precisión provocadora. Su postura era impecable, la espalda recta y elegante, el cuello descubierto, ofreciendo una visión tentadora de su piel tersa. El cabello castaño oscuro, abundante y sedoso, caía en ondas perfectas sobre un hombro, enmarcando su rostro de una manera que solo aumentaba su aura de misterio.

Sus ojos grises, penetrantes y fríos como el acero, escaneaban la sala con una intensidad que recordaba a armas cargadas, listas para disparar. Esa noche, mi esposa era dinamita pura, una bomba de relojería a punto de estallar.

Y, por supuesto, todos la notaron.

Los socios, los inversionistas, los aliados del cartel... cada uno de ellos, atraídos como polillas a la llama. Incluso Marcus Beltrán, ese imbécil engreído con su sonrisa plástica y mirada lasciva, no podía apartar sus ojos del escote de Ivy. La sangre me hervía en las venas. Sentí un impulso incontrolable de levantarme y partirle la mandíbula allí mismo, de borrar esa sonrisa estúpida de su rostro. Pero me contuve, reprimiendo mi ira con un esfuerzo sobrehumano. En lugar de ceder a la violencia, me limité a tensar la mandíbula y a deslizar mi mano alrededor de la cintura de Ivy, reclamándola sutil, pero inequívocamente como mi propiedad, como el alfa que marca su territorio: un gesto suave en apariencia, pero letal en su significado.

—Están babeando por ti —le murmuré al oído, con voz baja y áspera, ese tono particular que sabía que le resultaba irritante, a pesar de que parecía disfrutarlo en secreto—. Empiezo a pensar que traerte fue un error monumental.

Ella respondió con una sonrisa dulce y venenosa al mismo tiempo, una expresión que me advertía del peligro que entrañaba desafiarla.

—¿No era eso exactamente lo que querías? Mostrarle al mundo entero que sí tenías una esposa de carne y hueso, y no un maniquí inflable escondido en el clóset para evitar el escrutinio público. ¿O es que ya no te gusta presumirme, cariño?

Maldita sea, esa lengua afilada era capaz de cortar más que cualquier cuchillo. Siempre encontraba la forma de dar justo en el blanco, de desafiarme sin que nadie más lo notara.

La cena avanzó lentamente, entre copas de vino caro que apenas probé y conversaciones vacías que me resultaban tediosas. Pero en ningún momento aparté la vista de Ivy. La vigilaba como un halcón, atento a cada movimiento, a cada interacción. Cada vez que alguien se acercaba demasiado a ella o se atrevía a hablarle con una confianza que consideraba inapropiada, mi mano, casi por reflejo, encontraba la suya o se posaba firmemente en su cintura, como un recordatorio silencioso, pero ineludible: ella es mía, no te atrevas a olvidarlo. Pero ella, por supuesto, parecía deleitarse con mi frustración, no hacía más que provocarme con sus risitas socarronas, sus respuestas medidas y ambiguas, sus miradas desafiantes.

Entonces, como si estuviera escrita en el guion de una pesadilla, la pelirroja apareció.

Alexia Monroe. Alta, con una figura que rozaba lo criminal, con curvas peligrosas y un vestido rojo que parecía tejido con pecado, una prenda ceñida que prometía más de lo que revelaba. Caminó directamente hacia mí, ignorando a Ivy como si fuera una figura decorativa, un mueble más en la sala. Se acercó, tocó suavemente mi hombro, me susurró algo al oído, y casi sin darme cuenta, me puse de pie. No era porque lo deseara, ni porque sintiera la menor atracción por ella, sino porque esa mujer poseía información delicada, información que no podía esperar, información que era crucial para mis negocios.

—¿Te molesta si hablo un momento con una antigua amiga? —le pregunté a Ivy, adornando mis palabras con mi mejor sonrisa hipócrita, una máscara de cortesía que apenas ocultaba mi fastidio.

Ella simplemente alzó una ceja, su expresión imperturbable, como si nada de lo que estuviera sucediendo le afectara en lo más mínimo.

—Por supuesto que no, cariño. Diviértete. Pero no tardes demasiado... a menos que planees revolcarte en la alfombra como un perro en celo.

Una sonrisa involuntaria curvó mis labios. Dios, esa mujer iba a matarme algún día, lo presentía en lo más profundo de mi ser.

Caminé con Alexia por el pasillo lateral, alejándonos de las miradas indiscretas y los oídos curiosos. Una vez a salvo de la atención ajena, me entregó lo que traía: una pequeña memoria USB, cargada con información confidencial sobre un posible infiltrado entre mis filas, alguien que estaba traicionando mi confianza. Un negocio rápido, sin rodeos, sin sentimentalismos. Tardamos como unos diez minutos para darle indicaciones de nuestro próximo encuentro con más información.

Pero luego… una idea se gestó como un veneno en mi mente.

—Sal ajustándote el vestido.

—¿Perdón?

—Hazlo —le ordené—. Quiero que mi esposa lo vea.

Ella obedeció, no sin una sonrisa que decía que entendía perfectamente lo que estaba haciendo.

Yo salí después, arreglándome el cinturón. No dije una sola palabra.

Pero vi cómo Ivy me vio.

Cómo se le tensó la mandíbula.

Cómo su pecho subía y bajaba más rápido.

Cómo me maldijo en silencio.

Pero el rubor carmesí que le subió desde el cuello hasta las mejillas, inundando su rostro de una calidez inusual, fue mucho más elocuente que cualquier escena de celos, más revelador que cualquier grito o reproche. Fingía tranquilidad, pero sus dedos apretaban el tenedor con una fuerza descomunal, como si quisiera doblegar el metal a su voluntad... o simplemente, clavarlo por debajo de la mesa directamente en mi miembro más preciado. Sus labios estaban rígidos, tensos, casi blancos, y sus ojos, normalmente tan penetrantes y seguros, estaban clavados en su plato, como si deseara atravesarlo con la mirada, reduciéndolo a polvo.

Me senté de nuevo a su lado, incliné ligeramente la cabeza hacia ella con una media sonrisa en los labios y le murmuré al oído:

—Estás absolutamente preciosa cuando finges que no estás a punto de explotar. —Ella no respondió. Ni una sola palabra. Pero esa rabia contenida, ese fuego furioso que chispeaba peligrosamente en sus ojos grises...

Me tenía completamente obsesionado.

Porque Ivy no era la esposa sumisa y obediente que todos los demás creían que era. Era un demonio envuelto en seda y encaje, una fuerza de la naturaleza vestida de gala. Y yo... yo era el desgraciado imprudente que la había desatado, el idiota que había abierto la jaula y liberado a la bestia.

Sabía que Ivy era hermosa, una belleza que cortaba la respiración.

Sabía que sería el centro de atención, el foco de todas las miradas.

Por eso mismo la había traído.

Por eso la había vestido como una maldita diosa, invirtiendo una fortuna en ese vestido que parecía esculpido directamente sobre su piel.

Para callar bocas, para aplastar rumores, para marcar territorio de forma definitiva, para que todo el puto mundo supiera que la señora Cross no era un mito, ni un fantasma, ni mucho menos una debilidad.

Era mía. Exclusivamente mía.

Pero, a pesar de todo mi conocimiento y mis cálculos, no estaba preparado para esto.

Desde el momento exacto en que bajó del auto, con ese vestido gris abrazando cada curva perfecta que Dios le había concedido —ese trasero maldito y redondo que desafiaba la gravedad, las caderas suaves y sinuosas, su piel pálida brillando bajo las luces como si estuviera bañada en polvo de estrellas— todo se detuvo. El tiempo pareció suspenderse, el aire se volvió más denso, y el mundo se centró únicamente en ella.

Y no solo para mí, aunque me gustaría creer que era el único afectado.

Lo vi. Fui testigo de ello con mis propios ojos.

Las miradas lascivas y admirativas.

Los murmullos ahogados y los suspiros de deseo.

Los hijos de puta con esposas al lado, mujeres hermosas y arregladas, que no podían dejar de mirarla con una codicia descarada, como si Ivy fuera un puto postre exclusivo, una tentación irresistible que estaba prohibida.

Y ella, claro, fingiendo con una maestría que me exasperaba.

La esposa perfecta.

Sonrisa elegante y discreta, la mano apoyada suavemente en mi brazo, esa falsa dulzura que solo yo sabía que ocultaba un veneno letal, una acidez capaz de corroer el acero.

—Estás disfrutando esto demasiado —le susurré entre dientes, apretando la mandíbula mientras posábamos para las cámaras, transmitiendo la imagen de un matrimonio perfecto y feliz.

—¿Y tú no? —me respondió, sin siquiera dignarse a mirarme a los ojos, su tono dulzón ocultando la ironía mordaz, la burla apenas contenida.

Una actriz maldita. Una excelente actriz.

Pero todo empeoró aún más cuando Marcus Beltrán, el rey de los idiotas engreídos, se acercó a nosotros. El muy bastardo no dejaba de verla, de admirarla con una obscenidad que me ponía los nervios de punta. Le hablaba a ella, no a mí. Se dirigía a Ivy como si yo fuera invisible, como si no existiera. Y lo peor de todo es que Ivy se reía. Se reía de sus chistes estúpidos, de sus cumplidos baratos. Se reía.

Y ahí supe, con una certeza implacable, que estaba jugando. Que estaba comenzando una guerra silenciosa, una batalla campal que se libraría bajo la superficie, entre sonrisas y cortesías, entre miradas y silencios.

¿Creíste que tendrías una esposa sumisa y obediente, Alejandro Cross?

Te equivocaste de infierno.

La cena seguía, y yo no dejaba de provocarla.

Le serví, vino, la toqué de más, le susurré en voz baja.

Ella no dijo nada.

Pero el rubor subiendo por su cuello, el brillo rabioso en sus ojos... Dios, eso me estaba volviendo loco.

Esta mujer, esta maldita víbora, era todo lo que nunca supe que necesitaba.

Porque no se rendía.

Porque me hacía querer aplastarla y protegerla, al mismo tiempo.

Entonces, ella se levantó.

—¿A dónde crees que vas? —le dije, sujetando su muñeca.

—¿Me vas a seguir al baño también? —me escupió, altiva, con esa lengua afilada.

Lancé una mirada a uno de mis hombres.

—Acompáñala.

Ella puso los ojos en blanco, como si yo fuera un capricho barato.

La vi desaparecer por el pasillo, pero no aparté la vista.

Pasaron minutos.

Y cuando regresó… el mundo tembló.

Vino caminando como si el infierno la hubiera tocado y le hubiera gustado.

Se limpió las comisuras de los labios con sus dedos, de manera lenta y luego lamió sus labios.

Y, detrás de ella, un cabrón del catering, joven, arreglándose el cierre del pantalón, se disculpó en voz baja… y le sonrió.

Le sonrió.

Yo me congelé.

La furia me subió por la garganta como ácido caliente.

Vi rojo.

Ivy volvió a su asiento con una sonrisa de satisfacción. Una que decía: Esto también puedo hacerlo yo.

Mi yo, el monstruo que soy, despertó con toda su maldita fuerza.

Ella no tenía idea en qué tipo de fuego estaba bailando.

Pero lo sabría.

Muy pronto.

Se sentó con esa maldita sonrisa en los labios.

La vi deslizarse en su asiento como si no acabara de escupirme en la cara. Como si no acabase de salir del pasillo con ese cabrón ajustándose el pantalón. Ivy se arregló el cabello con un movimiento lento, como si quisiera asegurarse de que la viera hacerlo. De nuevo, se pasó la lengua por la comisura de los labios, con una elegancia ensayada.

Mentirosa. Peligrosa. Letal.

—¿Estás bien? —preguntó con esa voz dulce, fingida.

Yo solo asentí, controlando cada músculo del rostro. La mandíbula tan apretada que sentí un pequeño crujido en la sien.

La música empezó, y las parejas se levantaron para el baile protocolario. Mis socios, esos hipócritas hambrientos de escándalos, ya no podían apartar la mirada de Ivy. Uno de ellos, un bastardo italiano sin límites, le levantó la copa desde su mesa y le sonrió.

Ella respondió con una sonrisa.

Me ardieron las entrañas.

—¿Vamos a bailar? —dijo Ivy, girando el rostro hacia mí, con esos ojos grises que ardían de desafío.

—No.

Mi respuesta fue seca, tajante, cortando el aire entre nosotros.

Ella alzó una ceja, una burla contenida en ese gesto mínimo. Se giró al frente, pero pude notar cómo se tensaban sus mejillas. Frustración. ¿Querías mi atención, Ivy? Ya la tenías. Toda. En forma de furia contenida.

Durante la cena, apenas probé bocado. Ivy seguía sonriendo, hablando con los de la mesa como si no estuviera a punto de ser tragada por un infierno que ella misma había provocado. Yo, en silencio, no dejaba de maquinar.

Su risa sonó como un disparo en mi pecho. El tipo a su izquierda le había contado algo gracioso. Tocó su brazo. Ella no se apartó.

Toqué el borde de la copa con el dedo. Mi mirada viajaba desde su cuello, su mandíbula, su boca, hasta los dedos de ese hombre. Quise romperle los dedos. Uno por uno. Con calma.

Finalmente, el evento terminó. Se anunciaron las donaciones, las cámaras giraron hacia nosotros. Todos esperaban la salida triunfal de los Cross. Y la obtuvieron.

Al menos, de cara al público.

Subimos a la camioneta blindada. Mi mano en la espalda baja de Ivy, como debía ser. Sonriente. Impecable. Pero, en cuanto se cerró la puerta, el silencio fue palpable.

El vehículo rodeó el edificio hasta la parte trasera.

Y allí, dejé caer la máscara.

Sin decir palabra, la tomé de la nuca. Firme. Rápido. El sonido de su respiración cortándose me produjo un escalofrío en el pecho.

—¿Recuerdas al hombre al que le hiciste una mamada? —susurré en su oído, sin mirarla, con los ojos fijos en los empleados que seguían trabajando frente a nosotros.

Vi cómo sus pupilas se dilataron. Su cuerpo se tensó como si la electricidad le recorriera los huesos.

—¿Quieres ver lo que hago cuando alguien toca lo que es mío?

Intentó zafarse. No lo permití. Mi agarre era firme. Ella no se movería sin mi permiso.

—Fue una mentira… —susurró con pánico en la voz—. Solo fue una escena, Alejandro. No pasó nada. Quería devolverte lo que tú hiciste con esa pelirroja. Yo no… no le toqué, no hice nada.

Mentía.

O tal vez no.

Ya no importaba.

Conmigo, nadie juega.

Hice una seña con la cabeza.

Mi jefe de seguridad, desde el asiento delantero, giró hacia mí. Conocía ese gesto. Abrió el compartimiento lateral y me ofreció el arma, en obediencia silenciosa.

Ivy palideció al verla.

En medio de la oscuridad del callejón, con los empleados subiendo mesas, loza, y el resto del mobiliario del evento, y la noche devorando la ciudad, ella supo que esa escena que pensó era solo un juego, había terminado.

Y que estaba a punto de pagar el precio.

—Llévensela —murmuré, con un filo en la voz.

Dos de mis hombres bajaron al instante, rodeando la puerta trasera. Ivy intentó resistirse, pero sus tacones no podían competir con las manos de dos tipos entrenados para obedecer sin dudar. La sujetaron con firmeza, pero sin lastimarla aún.

—¡Alejandro, por favor! ¡No lo hagas! —su voz se rompió al ser bajada de la camioneta.

Yo descendí con calma, el arma oculta tras mi saco. Caminé lentamente, como un depredador que ya tiene asegurada su presa. Ivy gritaba mi nombre, desesperada, rompiendo su tono firme. La dejé atrás. Que viera. Que lo grabara en la retina. Que nunca olvidara lo que pasa cuando juega conmigo.

—¡Escúchame! ¡No fue real! ¡Era solo para molestarte! —su voz se volvió más aguda—. ¡Él no hizo nada! ¡El mesero estaba con otra mujer, una mesera! ¡Revísalo! ¡Las cámaras! ¡Solo salimos casi al mismo tiempo, pero no era yo! ¡No lo toqué!

Me detuve, la miré por encima del hombro. Lágrimas en sus ojos, miedo también. Real, crudo.

—¿Y por qué sonrió? —pregunté, apretando los dientes—. ¿Por qué te miró como si compartieran algo?

—¡Era parte del maldito show! ¡Yo… solo aproveché el momento para hacerte lo mismo! —su voz temblaba—. ¡Alejandro, por favor, no…!

Mis pasos continuaron, más lentos, calculados. El callejón oscuro, pero uno de los empleados aún organizaba unas cajas. Era él. El mesero.

Lo vi alzar la mirada. Me reconoció. Todos lo hacían. El miedo en su rostro era como un lienzo en blanco. Intentó erguirse, con la sonrisa que usan los que no saben si saldrán con vida.

—Señor Cross…

—¿Te divertiste esta noche? —pregunté, deteniéndome a unos pasos, el arma aún oculta tras mí.

Él frunció el ceño, confundido. Ivy jadeaba.

—¡Alejandro, no! ¡Te juro que no pasó nada! —Ella se revolvía entre los guardias, desesperada— ¡Revisa las cámaras, por favor!

—Conmigo no se juega, Ivy. —No la miré. No hacía falta. Mi voz era suficiente.

El mesero dio un paso hacia mí, aún confundido, levantando las manos como si eso fuera a salvarlo.

Y entonces, el clic.

El seguro se desactivó. La adrenalina subió como pólvora. Ivy gritó. Un sonido que cortó la noche en dos.

Bang.

El cuerpo del mesero cayó sin gracia, como un saco de basura. Los demás trabajadores desaparecieron en segundos. No hubo gritos. No hubo escándalo.

Todos sabían quién era Alejandro Cross.

Guardé el arma con calma, como siempre. Caminé de regreso a la camioneta, mientras Ivy, con el rostro desencajado, balbuceaba cosas que ya no me interesaban.

Se lo advertí.

Se lo dije muchas veces.

Conmigo, no se juega.

Y ahora, lo había aprendido.

Al llegar a su lado, la miré. Tomé su barbilla y la elevé hacia mí, quería verla a los ojos, intentó soltarse pero presioné mis dedos contra su piel para evitar que desviara su mirada.

—Nadie toca lo que es mío, Ivy Cross. Así que si llega a ver otro evento y quizás decido traerte y, alguien te toca, sea show o no, tendrá el mismo destino. Grábatelo: ERES. MÍA.—Sus ojos grises estaban inundados. Las mejillas empapadas. Pero, más allá del miedo -y debajo de todo- había rabia.

Perfecto.

Porque esto no había terminado.

Solo era el principio.

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