Charlotte Darclen, la hija consentida de un magnate corrupto, lo pierde todo cuando su esposo, Frederick Lancaster, revela en pleno juicio que su matrimonio fue solo una venganza orquestada. Con su padre en prisión y su apellido manchado, Charlotte se ve obligada a sobrevivir en las sombras, hasta que un año después, una crisis médica la lleva de vuelta a las garras de Frederick. Enferma, sola y arruinada, Charlotte recibe una oferta que no puede rechazar: Convertirse en su amante secreta. A cambio, él le dará acceso al único tratamiento que puede salvarle la vida. En medio de juegos perversos, silencios venenosos y una atracción que se niega a morir, el corazón de Charlotte se confunde ante el hombre capaz de humillarla con una mano y acariciarla con la misma intensidad con la otra. Porque nadie conoce a Charlotte como Frederick… ni lastima a Frederick como Charlotte.
Leer más“Culpable”
El veredicto del juez me cayó como un balde de agua fría. Observé como mi padre fue sacado del tribunal esposado, insultando a los presentes que celebraban su caída. Las lágrimas recorrieron mis mejillas y me vi obligada a salir del lugar con la cabeza baja, evitando a la muchedumbre.
«Necesitaba salir de aquí. No podía respirar».
La tristeza abarcaba mi pecho, pero no solo por el dolor de ver a mi padre condenado a prisión, era por la pieza definitiva que había llevado a dictar ese veredicto. Mi propio esposo, Frederick Lancaster; se había atrevido a testificar en contra de mi padre. Y no solo eso, él se encargó de recopilar pruebas para la fiscalía.
Era doloroso saber que mi padre era un criminal, pero era aún peor enterarse que el hombre que amaba se casó conmigo con el único objetivo de destruir a mi progenitor, que el amor que le entregué con las manos fue pisoteado bajo sus costosos zapatos.
Caminé con prisa, sintiendo que me asfixiaba.
Al salir del tribunal, fui rodeada por una cantidad de reporteros absurda. Los flashes de las cámaras me cegaban y varias manos colocaron los micrófonos en toda mi cara. Los gritos, las voces, las preguntas; era abrumador.
Estaba siendo grabada en cadena nacional, fotografiada sin consentimiento. Las figuras públicas solo somos juguetes sin derechos, con un único propósito: entretener a la audiencia, ya sea para apoyarnos o para hundirnos. En mi caso, era la segunda opción.
—Señora Charlotte Darclen, ¿cómo se siente con el veredicto de su padre? —preguntó una reportera.
¿En serio me acaban de hacer esa pregunta? Es como si le preguntarás a un enfermo si se siente bien.
—¿Usted sabía qué su padre malversaba fondos? —preguntó otro.
—¿Es cierto qué está casada con el CEO misterioso de la empresa de inversión más importante en el país y que este declaró contra su padre? —Un hombre colocó su cámara a milímetros de mi nariz y me vi obligado a apartarlo—. Los televidentes están muy sorprendidos, ya que siempre fue una empresa anónima, nadie había visto el rostro del dueño y su primera aparición pública donde reveló su verdadera identidad fue durante el juicio de su padre.
—¿Cómo se siente al saber que su esposo declaró contra su padre?
Me abrí pasó entre los reporteros, sintiendo que me aplastaban el esternón en el proceso. Ningún policía de la corte me ayudó a despejar el camino. Sentí como me jalaban de distintas partes del cuerpos, incluso del cabello. No sabía quienes eran, habían muchas manos y estaban por todos lados.
Logré llegar al coche e introducirme. Me seguían hostigando, rodeando mi vehículo. No me dejaban avanzar.
—¡Quítense! —grité, tocando el claxon, pero era inútil.
Las preguntas continuaban y me tapé los oídos, no podía soportarlo más. Quería que el ruido del mundo desapareciera.
Todas las preguntas que me hacían era verdad y eso me pesaba en el corazón.
Mi esposo, quién creí que era un hombre humilde y me casé por amor, resultó ser el CEO de una poderosa empresa de inversión cuyo dueño era anónimo, hasta el día de hoy. Pero, durante el juicio, admitió que en su niñez si vivió en la pobreza, por culpa de mi padre, quién poseía una empresa de seguro que desviaba fondos. Y su familia fue una víctima de la situación después de perder su hogar por el huracán Samanta, donde la empresa de seguro no se hizo responsable.
Ellos no fueron los únicos afectados, muchas familias perdieron sus casas, sus carros, propiedades, inclusive adquirieron deudas millonarias en los hospitales. Y la empresa de seguro ha estado operando de esa manera todos estos años, dañando a innumerables personas.
Yo ni siquiera sabía que mi padre hacia esas atrocidades, que jugaba de esa manera con las vidas y el futuro de las personas. En el momento que fue declarado culpable, una parte del amor que sentía por él comenzó a morir.
Miré a mi alrededor, detallando a los buitres que buscaban arrancarme los ojos como si yo fuera culpable de las acciones de mi padre.
Arranqué el vehículo y tomé el volante con fuerza, pisando el acelerador. Los reporteros alcanzaron a quitarse. No me detuve hasta llegar a la mansión de mi padre.
Agrandé los ojos al ver como hombres desconocidos sacaban las cosas de la mansión, desde muebles hasta cuadros y adornos.
—¿Qué creen que hacen? —pregunté a la nada, esperando que algunos de los presentes que se encontraban cargando la mesa del comedor me respondieran, pero me ignoraron.
—¡Señora Charlotte, gracias a Dios que llegó! —Fátima corrió en mi dirección, con su traje de sirvienta—. Esta gente se está llevando la mansión entera. Dicen que tienen orden de confiscar todo.
—¡¿Todo?!
Observé como otro empleado salió de la mansión con un retrato de mi madre, la cual había muerto cuando me dio a luz.
—¡No pueden llevarse eso, es mío! ¡Esa es mi madre! —Fui a donde estaba el joven y agarré el retrato, pero él se negaba a soltarlo—. ¡Ese retrato estaba en mi habitación!
—¡Señora, déjeme hacer mi trabajo! —Forcejeamos hasta que me empujó.
Caí al suelo, raspándome las rodillas. Miré al piso mientras recibía los insultos del trabajador. Las lágrimas caían sobre el reverso de mis manos. Jamás me había sentido tan impotente en mi vida, tan débil.
Una mano fuerte se cerró en mi brazo y fui levantada del suelo con facilidad.
—Yo me quedaré con el retrato —dijo una voz gruesa con matices de autoridad.
Reconocí aquella voz antes de siquiera subir la mirada. Esa voz era mi adicción número uno. Me encantaba escucharla cuando me levantaba, antes de acostarme, cuando me hacía el amor.
Frederick Lancaster.
Unos ojos azules me miraron con intensidad, me quedé perdida en aquel océano que me fascinaba.
Escuché al hombre que me empujó dar una respuesta afirmativa y alejarse, pero no me molesté en verlo, no cuando tenía en frente al hombre que le había arrancado las alas a las mariposas que revoloteaban en mi estómago.
Me percaté de su agarre y me aparté con prisa, sintiendo como el lugar donde había tocado se sentía cálido. Y me odié por sentir eso.
Este hombre había jugado con mi corazón, lo había usado para sus planes. El amor que le ofrecí fue tirado a la basura desde que dijimos “acepto” en el altar, mientras que yo pensaba que lo estaba guardando en un lugar preciado.
—Parece que ya todas las piezas están cayendo en su lugar —dijo mi esposo con indiferencia, observando como dejaban la mansión sin el más mínimo objeto.
—¿Estás feliz con lo qué lograste? ¿Estás feliz con lo qué me hiciste? —hablé, tratando de controlar mi voz lastimera—. ¿No sientes pena por destruirme de esta manera?
—Pobre princesita, vivió su vida entera con dinero bañado en desgracias ajenas —Me miró con desprecio, como nunca había hecho antes—. Y ahora, todo se le fue arrebatado, porque ni el vestido que llevas puesto en estos momentos fue comprado con dinero honesto.
—Yo ni siquiera sabía lo que mi padre hacía. No tengo nada que ver con la empresa —Negué con la cabeza, incrédula ante lo que estaba escuchando.
—¿Crees qué no tienes culpa? —Tomó mi mentón, manteniéndome la mirada—. Eres tan culpable como él, porque te lucraste con ese dinero, viviste en una burbuja de privilegios gracias a el. Mientras que personas como yo tuvieron que romperse las uñas para conseguir el éxito. Es hora de que veas el mundo desde otra perspectiva.
Unas lágrimas traicioneras abandonaron mis ojos.
—Frederick, ¿cómo puedes decirme eso? —Estaba haciendo lo posible para evitar sollozar, pero la tarea me resultó difícil—. Todo lo que vivimos juntos, ¿no significó nada para ti?
Resopló, como si la conversación fuera un desperdicio de tiempo para él.
—La única razón por la que me casé contigo fue para hundir a tu padre, Charlotte. Nada más.
Sentí como mi corazón se iba desmoronando, hasta que los escombros impactaron contra el suelo. Cerré los ojos, tratando de digerir sus palabras.
Al volverlos abrir, lo miré con determinación, sin importarme las lágrimas que seguían brotando.
—¿Sabes lo más gracioso, Frederick? —hablé con una sonrisa triste—. Si me hubieras contado en cualquier momento de nuestro matrimonio o un día antes del juicio, lo que hacía mi padre y el plan que estuviste elaborando a costa de mi ingenuidad, yo te habría ayudado. O al menos, te habría apoyado. No sólo porque te amaba, sino también porque era lo correcto. Un juez sentenció a mi padre por sus crímenes y tú me sentenciaste a mí por los crímenes de mi padre.
Observé el anillo de matrimonio que adornaba mi dedo. Era la última vez que lo vería.
Me lo quité del dedo, dejándolo caer al suelo.
—Ya no quiero volver a saber nada de ti, Frederick Lancaster. Quiero el divorcio.
Ese día perdí a mi padre y a mi esposo.
El mundo se redujo al sonido del seguro del arma siendo retirado. Un clic metálico, seco que cortó la atmósfera cargada de la habitación como un cuchillo. Charles se paralizó, su mano pecaminosa suspendida en el aire a centímetros de mi rostro. El horror en sus ojos era real, palpable.Yo seguí la dirección de su mirada, mi corazón golpeando mi pecho con tanta fuerza que sentía que iba a romperme las costillas.Allí, en el marco de la puerta, estaba mi padre.Klifor Darclen. Su rostro estaba descompuesto por una rabia que nunca antes le había visto. Una furia primitiva y protectora que hacía que sus facciones, usualmente serenas y calculadoras, parecieran las de un extraño. En su mano firme, sostenía un arma. La punta del cañón apuntaba directamente al centro de la frente de Charles.—Papá… —Logré susurrar, pero el sonido se perdió en la tensión que llenaba la habitación.Charles se recuperó lentamente, bajando la mano. Una sonrisa tensa, nerviosa, se dibujó en sus labios.—Klifor, am
••Narra Charlotte•• Las cuerdas mordían mis muñecas, pero el dolor físico era nada comparado con la rabia y la traición que ardía dentro de mí. Desde la cama donde estaba atada, veía a mi padre y a Charles discutiendo en voz baja pero con ferocidad al otro lado de la habitación. —Tenemos que irnos ya, Klifor —gruñía Charles, su impaciencia palpable en el espeso aire de esta casa vieja—. Cada minuto aquí es un riesgo. Ve por el maldito dinero. Tu contacto tiene que entregártelo ahora. Fruncí el ceño, sin entender la conversación. ¿Qué dinero? ¿Quién lo tiene? Klifor arrugó la frente, pasándose una mano por el rostro cansado. —Está bien. Iré. Pero —añadió, clavando una mirada intensa en Charles—. No la toques. No le hagas daño. ¿Entendido? Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Por qué decía eso? ¿Qué podría hacerme Charles y por qué razón? Charles esbozó una sonrisa fría, casi un gesto de fastidio. —Solo date prisa. Klifor me lanzó una última mirada, un extraño cóctel de pr
El aire en la corte era denso, cargado con el olor metálico de la sangre. El guardia, un tipo joven llamado Ben, estaba atado a una silla, su uniforme desgarrado y un hilillo de sangre escapando de su labio partido. La luz fluorescente parpadeaba sobre nosotros, iluminando una escena de pesadilla que yo mismo estaba dirigiendo. —¡Una vez más, Ben! —rugí, agarrándolo por el cuello de la camisa—. ¿Dónde está mi esposa? —¡Ya se lo he dicho! —gimió, escupiendo un diente roto—. ¡No lo sé! ¡Solo me pagaron por soltar a Darclen! ¡Nada más! Un puñetazo de Arturo, seco y preciso, impactó en su costado. Ben jadeó, doblando el cuerpo hacia adelante. Julián, de pie junto a la puerta con los brazos cruzados, observaba con una frialdad que me recordaba a mí mismo en mis peores días. No había lugar para la compasión. No cuando se trataba de Charlotte. —Mientes —espeté, acercando mi rostro al suyo—. Eres participe de lo que está ocurriendo, debes saber algo. Te usaron. Te dieron una orden. ¿Adónd
••Narra Frederick••La sala de seguridad del juzgado olía a sudor frío y restos de un incendio menor, cenizas y hojas quemadas. Las pantallas iluminaban mi rostro con un resplandor azulado, reflejando la tormenta de furia e impotencia que rugía dentro de mí. Arturo, a mi lado, era una estatua de tensión contenida.—Retrocede otra vez la cámara del pasillo oeste —ordené, y mi voz sonó como el filo de una navaja.El técnico de seguridad, temblando, obedeció. Las imágenes granulosas volvieron a reproducirse. Allí estaba. La figura masculina traía una mascarilla negra y una gorra, era alto delgado, con la elegancia cruel que solo Charles Can podía proyectar incluso oculto. Estaba saliendo del baño de mujeres. No cargaba a Charlotte, pero la tenía sujeta con una fuerza brutal, su brazo enlazado al de ella, apretándola contra su cuerpo como un tesoro robado.Ella… Dios, ella se veía destrozada. Tambaleándose, la cabeza cayendo sin fuerza sobre el hombro, las piernas apenas respondiendo. Par
El mundo se había reducido a una sola imagen imposible: la de mi padre, de pie frente a mí, en este lugar de pesadilla. Su rostro, pálido y marcado por una guerra interna que no comprendía, era el centro de todo mi universo desmoronado. La confusión era un agujero negro que me succionaba. ¿Por qué? ¿Por qué él estaba aquí? ¿Por qué sus manos, las mismas que me mecieron de niña, habían sido las que me sujetaron en la furgoneta? Mi mente, nublada por el terror y los efectos del químico, no podía procesarlo. La cabeza me dolía una barbaridad. Ellos se odiaban. Charles había arruinado a mi padre. Mi padre culpaba a Charles… ¿Era todo una mentira? ¿Una farsa monumental? Un sollozo tembloroso escapó de mi garganta, ahogado por la mordaza. Las lágrimas, calientes e incontrolables, comenzaron a rodar por mis mejillas, limpiando caminos en la suciedad y el miedo. Era demasiado. Demasiada traición, demasiado dolor. Charles, que observaba desde un rincón con los brazos cruzados, frunció e
••Narra Charlotte•• Intenté abrir los ojos, pero solo encontré una oscuridad absoluta, áspera contra mis párpados. Un trozo de tela gruesa me cubría los ojos, vendándome la vista. Intenté gritar, pero otro pedazo de tela, seco y áspero, me llenaba la boca, ahogando cualquier sonido. El pánico, instantáneo y cegador, me electrocuto. Forcé a mi pesado cuerpo a moverse, percatándome de las ataduras que pellizcaban mis muñecas, mis piernas si estaban libres, pero eso no era de mucha ayuda. ¡Mis ojos estaban vendados, mi boca tapada y mis manos atadas! Mi respiración se aceleró, al ritmo de los latidos de mi corazón. La realidad cayó sobre mí, ahogándome. ¡Estaba secuestrada! Lo último que recordaba era estar en el baño y ahora… No sé dónde carajos estaba. En un vehículo, obviamente, estilo furgoneta por el espacio. Pero me refería, ¿A dónde carajos me estaba llevando y quien era? En medio del forcejeo y una mala cueva, me fui de lado, pero no llegué a tocar el suelo de la fur
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