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Elena
El último recuerdo feliz que tengo huele a limón y madera vieja.
Tenía diez años y debía estar en mi cama. En lugar de eso, estaba acurrucada en la parte superior de las escaleras, con las rodillas pegadas al pecho, espiando a mi familia a través de los barrotes de la barandilla. La luz del salón pintaba rayas doradas sobre mi pijama.
Abajo, mi padre, Andrei, reía. Era un sonido grave y cálido que hacía vibrar el suelo. Tenía a mi hermano pequeño, Luca, medio dormido sobre su regazo. Luca solo tenía cuatro años y su cabeza rubia se apoyaba en el pecho de papá como si fuera la almohada más segura del mundo.
Mi madre, Katerina, se acercó y le quitó a papá el vaso de whisky de la mano.
—Ya es suficiente, Andrei —dijo en voz baja, pero su sonrisa delataba que no estaba enfadada—. Tienes que llevar a este pequeño a la cama.
Mi padre atrapó su mano y la besó.
—Solo un momento más, Kat. Hoy cerramos el trato. Merecemos celebrar.
—Lo sé. Estoy orgullosa de ti. —Mamá se inclinó y besó la frente de Luca, y luego la de papá. Su perfume, una mezcla de gardenias y algo que solo olía a ella, subió hasta mi escondite.
Me sentí segura. El mundo era el sonido de la risa de mi padre, el olor del perfume de mi madre y el peso imaginario de la cabeza de mi hermano. Era un universo pequeño y perfecto contenido entre las paredes de nuestra casa.
De repente, los perros en el jardín dejaron de ladrar.
No se calmaron poco a poco. Se callaron de golpe. Un silencio antinatural cayó sobre la noche, tan pesado que pareció apagar la luz del salón.
Vi cómo la espalda de mi padre se tensaba. Su sonrisa desapareció. Miró a mi madre y en sus ojos vi algo que nunca antes había visto: miedo.
—Katerina —dijo, y su voz ya no era cálida. Era afilada como un trozo de hielo—. Coge a Luca. Llévalo a su habitación. Y a Elena también. Cierren la puerta con llave y no hagan ruido.
—¿Andrei? ¿Qué pasa?
No respondió. Se levantó con cuidado, depositó a Luca en los brazos de mi madre y caminó hacia la gran ventana que daba al jardín. Sus hombros anchos bloqueaban la vista.
—Ahora, Kat.
Mamá no discutió más. Me miró directamente, sus ojos encontraron los míos en la penumbra de las escaleras. No me regañó por estar despierta. Solo asintió una vez, un movimiento brusco y aterrado. Se giró y subió corriendo las escaleras, con Luca aferrado a su cuello.
Me agarró de la mano. Su piel estaba fría.
—Elena, vamos. A tu habitación.
Pero yo estaba paralizada. Mis ojos estaban fijos en la figura de mi padre, una silueta oscura contra la noche.
Un golpe seco y metálico sonó en la puerta principal. Luego otro, más fuerte. La madera se astilló.
—¡Métete en el armario! —me susurró mamá con urgencia, empujándome hacia mi cuarto—. ¡Ahora, Elena! ¡No salgas por nada del mundo!
Me empujó dentro del armario ropero, entre sus abrigos de invierno que olían a naftalina y a su perfume. El corazón me latía tan fuerte que dolía.
Abajo, el sonido de la puerta principal reventando fue como un trueno.
Mamá cerró la puerta de mi armario, dejándome en una oscuridad casi total. Apenas un hilo de luz se colaba por el borde. Escuché cómo arrastraba mi cómoda para bloquear la puerta de mi habitación. Escuché el llanto asustado de Luca desde el otro lado del pasillo.
Luego, escuché las botas pesadas en el piso de abajo. Hombres. Más de uno. Sus voces eran ásperas, extrañas.
Me tapé la boca con las dos manos para ahogar mi propia respiración. El frío me subía por las piernas, congelando mis músculos. Me hice un ovillo en el suelo del armario, temblando entre la ropa de mi madre, y recé.
—¿Dónde está? —gritó una de las voces de abajo. Sonaba como si tuviera la garganta llena de grava—. Wilson, sabemos que estás aquí. No hagas esto más difícil.
Escuché la voz de mi padre. No era su risa cálida y profunda. Era dura, fría.
—Váyanse de mi casa.
Un golpe. Un ruido sordo, como el de un cuerpo cayendo contra un mueble. Contuve un grito que me quemó la garganta. Escuché a mi madre ahogar un sollozo desde el otro lado de la pared. El llanto de Luca se hizo más fuerte.
«Cállate, Luca, por favor, cállate», rogué en mi mente. «Nos van a encontrar».
—El trato era con Gabriel Rossi —dijo la voz de grava—. Y tú lo rompiste. El dinero o la mercancía. ¿Dónde están?
—No sé de qué hablas.
Otro golpe, seguido del sonido de cristales rompiéndose.
Y entonces, un disparo.
El sonido fue tan fuerte que me dolió físicamente. Retumbó a través del suelo de madera y se me metió en los huesos. Un zumbido agudo llenó mis oídos. En la oscuridad del armario, mi mundo entero se redujo a ese eco.
Después, silencio.
Un silencio terrible, absoluto. El silencio que quedaba donde antes estaba la voz de mi padre. Ya no había más golpes. Ya no había más preguntas.
Sabía lo que significaba. Con la certeza aplastante que solo un niño puede tener, supe que mi padre se había ido.
Las lágrimas corrían por mis mejillas, calientes y silenciosas. Mi cuerpo entero se sacudía sin hacer ruido.
Y entonces, el sonido que más temía: las botas pesadas en la escalera.
Subían despacio, con una calma aterradora. Cada peldaño era una sentencia. Escuché cómo la puerta de mi habitación se abría de una patada, la madera astillándose y la cómoda que mi madre había puesto cayendo al suelo con un estruendo.
A través de la rendija de la puerta del armario, vi pasar una sombra. Un hombre alto, vestido de oscuro. Olía a cigarrillos y a algo metálico, como la sangre.
Se detuvo.
Mi respiración se atoró en mi pecho. «No me veas. Por favor, no me veas».
Pero no estaba mirando hacia el armario. Estaba mirando hacia la puerta del cuarto de mis padres. Desde el pasillo, el llanto de Luca era ahora un chillido de puro terror.
El hombre salió de mi habitación. Escuché a mi madre gritar mi nombre.
—¡Elena! ¡Corre!
Otro hombre se unió al primero. Sus voces eran murmullos bajos y crueles.
—Encontramos al resto.
—El jefe dijo que nadie quedara vivo. Sin testigos.
La puerta de la habitación de mis padres se abrió con violencia.
El grito de mi madre fue lo último que escuché de ella. Un sonido desgarrador que se cortó de golpe. Luego dos disparos más, tan juntos que sonaron como uno solo. El llanto de Luca se detuvo.
Todo se detuvo.
El silencio que vino después era diferente. Estaba vacío. Muerto. Me quedé allí, en la oscuridad, temblando, con el olor a pólvora colándose bajo la puerta.
—¿Estás seguro de que son todos? —dijo uno de los hombres en el pasillo. Su voz estaba justo fuera de mi puerta.
—El padre, la madre y el niño. Como nos dijeron. La casa está vacía. Quémalo todo. No dejes nada. Gabriel Rossi quiere que este lugar desaparezca del mapa.
Rossi.
El nombre se clavó en mi cerebro. No era solo un nombre. Era un veredicto. Era el principio y el fin de todo.
Escuché sus pasos alejándose, bajando las escaleras. Unos minutos después, un olor a químico inundó la casa, seguido por el aroma acre del humo.
Esperé. No sé cuánto tiempo. Podrían haber sido minutos u horas. Mi cuerpo estaba rígido, mis músculos eran piedras. El humo se hacía más espeso, me picaba en los ojos y me hacía toser. El calor empezó a sentirse a través de la madera de la puerta.
El fuego me obligó a moverme.
Empujé la puerta del armario. Estaba atascada. Empujé con más fuerza, usando todo mi pequeño cuerpo. Cedió con un crujido.
Mi habitación estaba llena de un humo anaranjado y denso. El fuego ya trepaba por las cortinas. La puerta de mi cuarto estaba destrozada. Salí al pasillo.
Y los vi.
No quise mirar, pero no pude evitarlo. Estaban allí, en la puerta de su habitación. Mamá y Luca. Juntos en el suelo. Inmóviles. El mundo se inclinó y un ruido sordo llenó mis oídos.
No grité. El grito se había muerto dentro de mí.
El calor en mi espalda me recordó que tenía que moverme. Bajé las escaleras, saltando sobre el cuerpo de mi padre sin mirar. Salí por la puerta trasera de la cocina y corrí hacia el bosque que rodeaba nuestra casa.
No paré de correr hasta que mis pulmones ardieron y mis piernas cedieron. Caí al suelo del bosque, entre las hojas húmedas y la tierra fría. Desde allí, me giré y observé cómo las llamas se comían mi casa, mi vida, mi pasado.
El fuego iluminaba el cielo nocturno, borrando las estrellas.
Tenía diez años. Estaba sola. Y en las cenizas de mi mundo, hice una promesa.
El hombre que había ordenado esto, Gabriel Rossi, o cualquiera que llevara su sangre, pagaría. Lo encontraría. No importaba cuánto tiempo tomara. No importaba en quién tuviera que convertirme.
Yo sería el fantasma que vendría a cazar a los suyos.







