SeraphinaEl silencio era mi santuario.Aquí, entre los pasillos interminables de la biblioteca, el mundo exterior se desvanecía. Los ruidos de la ciudad —sirenas, bocinas, el murmullo de la multitud— morían en las pesadas puertas de roble. Dentro, solo quedaba el susurro de las páginas, el suave crujido de la madera del suelo y el olor. Ese olor a papel viejo, a pegamento de encuadernación y a polvo, era el único perfume que usaba.Me movía entre las estanterías como un fantasma, una figura más en el paisaje silencioso. Mi uniforme era simple: una falda larga, una blusa abotonada hasta el cuello y un cárdigan gris. Mi cabello, recogido en un moño apretado en la nuca. Todo en mí estaba diseñado para pasar desapercibida, para no llamar la atención. Para ser invisible.«Seraphina Castillo no existe», me recordaba a mí misma. «Es una cáscara. Una sombra». Elena Wilson, la niña que corrió de una casa en llamas, estaba enterrada bajo capas de identidades falsas y años de entrenamiento. Ser
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