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Capítulo 5: Las Cláusulas

Alessandro

La oficina de mi abogado, Arthur Vance, era un reflejo de la mía: minimalista, cara y diseñada para intimidar. Muros de cristal oscuro, un escritorio de mármol negro que parecía un altar de sacrificios y un silencio tan profundo que se podía oír el latido del propio corazón. Arthur, un hombre calvo con gafas sin montura, estaba sentado a un lado del escritorio, perfectamente inmóvil. Era menos un abogado y más una extensión de mi voluntad, una herramienta bien pagada para legalizar lo ilegal.

Yo estaba de pie junto al ventanal, observando el tráfico de la mañana, cuando la puerta se abrió. Mi hombre la escoltó adentro.

Seraphina Castillo entró en la habitación y, por un momento, el espacio pareció encogerse a su alrededor. Llevaba la misma ropa de ayer. Su rostro estaba pálido, con tenues sombras bajo los ojos. Parecía agotada, derrotada. Bien. Era exactamente el estado de ánimo que quería que tuviera.

No me miró. Sus ojos se fijaron en el documento que descansaba en el centro del escritorio de mármol. Un fajo de papel grueso, encuadernado en cuero negro. El contrato.

—Siéntate —dije, mi voz rompiendo el silencio.

Obedeció sin dudarlo, moviéndose con una rigidez que delataba su tensión. Se sentó en la silla de cuero frente al escritorio, sus manos juntas sobre su regazo. Parecía una niña llamada a la oficina del director.

Me acerqué y me senté frente a ella, al otro lado de la vasta extensión de mármol. Arthur deslizó el contrato hacia ella con un movimiento silencioso.

—Este es nuestro acuerdo —dije, mi tono puramente de negocios—. Un acuerdo de confidencialidad y un contrato matrimonial.

Todo lo que veas, oigas o sospeches en mi presencia es confidencial. Romper esa confidencialidad, ahora o en el futuro, tendrá consecuencias graves. ¿Entendido?

Ella asintió, un movimiento apenas perceptible. Sus ojos no dejaban de mirar el documento.

—Antes de que firmes, quiero que entiendas las reglas básicas. Las que no están escritas en la jerga legal. Las mías.

Apoyé los codos en el escritorio y entrelacé mis dedos, observándola fijamente. Quería verla estremecerse. Quería ver el miedo.

—Regla número uno: En público, eres mi esposa. Devota, feliz, completamente enamorada. Tu atención me pertenece solo a mí. Me tocarás cuando yo te lo indique. Sonreirás cuando yo lo necesite. Tu actuación debe ser impecable. Cualquier fallo será castigado.

—Regla número dos: Tu vida anterior ya no existe. No contactarás con nadie de tu pasado, si es que hay alguien. No tendrás amigos que yo no apruebe. Tu teléfono, tu correo, tus movimientos serán monitoreados. No tienes privacidad.

Hice una pausa, dejando que la brutalidad de esas palabras se asentara. Ella tragó saliva, pero su expresión permaneció impasible. Su control era admirable. Demasiado admirable.

—Regla número tres: Vivirás en mi casa, pero tendrás tus propias habitaciones. No compartirás mi cama. Este es un matrimonio de apariencia, no de consumación. No me tocarás en privado a menos que yo lo inicie, y no harás ninguna suposición sobre la naturaleza de nuestra relación. Somos socios comerciales, nada más.

—Regla número cuatro, y la más importante de todas: la lealtad. Me serás absolutamente leal. Cualquier indicio de traición, cualquier mentira, cualquier intento de socavar mi autoridad, y nuestro contrato quedará anulado. Y te aseguro, las cláusulas de penalización por incumplimiento son algo que no quieres experimentar.

Me recliné en mi silla, mi mirada fría fija en ella. A mis treinta y dos años, había aprendido que la confianza era una moneda para los tontos. La lealtad se compraba o se imponía, y yo estaba haciendo ambas cosas. Mi padre confió en gente que no debía. Su error fue mezclar los negocios con los sentimientos. Yo no cometería esa estupidez. A los veintisiete años, Seraphina iba a aprender esa lección de la manera más dura.

—Esas son las reglas fundamentales —concluí—. El resto son detalles legales. Léelo si quieres, aunque no cambiará nada. El resultado es el mismo.

Esperaba preguntas. Esperaba lágrimas. Esperaba alguna forma de protesta.

No obtuve nada.

Ella simplemente extendió una mano temblorosa y tiró del documento hacia ella. Lo abrió en la primera página y comenzó a leer. O al menos, fingió hacerlo. Sus ojos se movían sobre las líneas de texto, pero su rostro estaba en blanco, como si las palabras no tuvieran ningún significado para ella.

El silencio se alargó. Solo el sonido casi inaudible del papel al pasar las páginas rompía la tensión. Arthur estaba tan quieto como una gárgola. Yo la observaba, cada pequeño detalle. La forma en que sus nudillos estaban blancos por la fuerza con que apretaba sus manos. La respiración superficial que levantaba apenas su pecho.

Era como observar a un animal atrapado en una trampa, decidiendo si roer su propia pata para escapar. Pero yo había construido una trampa sin salida.

Finalmente, llegó a la última página. El espacio para su firma estaba vacío, una línea negra esperando sellar su destino.

Levantó la vista, sus ojos encontrando los míos a través del escritorio. Por primera vez desde que entró, había una emoción clara en ellos. No era miedo. Era una resignación helada, tan profunda que parecía absorber todo el calor de la habitación.

—¿Tengo una pregunta? —dijo, su voz era un susurro ronco.

Asentí, indicándole que continuara. La curiosidad me picó. ¿Qué podía preguntar que importara ahora?

—Las… las consecuencias por romper la confidencialidad. Las penalizaciones por incumplimiento. ¿Qué son exactamente?

Arthur se tensó a mi lado, listo para intervenir con alguna evasión legal. Le hice un gesto con la mano para que se quedara quieto. Quería responderle yo mismo. Quería que ella escuchara la verdad de mi boca.

Me incliné hacia adelante, bajando la voz.

—El contrato estipula una multa financiera tan grande que ni tú ni diez generaciones de tu familia podríais pagar. Pero esa es solo la parte legal, la que el mundo vería. Mi penalización es más simple. —Hice una pausa, asegurándome de tener toda su atención—. Si me traicionas, Seraphina, te haré desaparecer. Nadie volverá a oír tu nombre. Te borraré de la existencia tan completamente que será como si nunca hubieras nacido.

Su respiración se detuvo por un segundo. Vi el impacto de mis palabras en el sutil ensanchamiento de sus pupilas. Asintió lentamente.

—Entiendo.

Sin decir nada más, cogió el bolígrafo de plata que Arthur le ofrecía. La punta se cernió sobre la línea de firma por un momento. El mundo pareció contener la respiración.

Y luego, firmó.

"Seraphina Castillo". Su caligrafía era limpia, precisa. Sin florituras, pero sin vacilaciones.

Una vez que terminó, empujó el contrato de vuelta al centro del escritorio. El trato estaba hecho. La tinta estaba fresca.

Era mía.

Me levanté.

—Arthur se encargará de los detalles. Se creará una nueva identidad para ti, una historia de fondo que se alinee con la mía. Se te proporcionará todo lo que necesites. Un coche te llevará a mi casa. Mi ama de llaves, Anna, te mostrará tus habitaciones. No salgas de la propiedad hasta que yo regrese esta noche.

Me di la vuelta para irme. Mi parte en esta transacción había terminado por ahora.

—Señor Rossi —dijo ella.

Me detuve en la puerta y me giré para mirarla. Seguía sentada en la silla, una figura pequeña y solitaria en esa enorme y fría habitación.

—Gracias —dijo en voz baja—. Por esta… oportunidad.

La miré por un largo momento. La gratitud era la última cosa que esperaba. ¿Era tan buena actriz, o su espíritu ya estaba tan roto que veía esta jaula como una salvación?

No importaba.

—No me agradezcas, Seraphina —respondí, mi voz fría—. Todavía no has empezado a ganártelo.

Salí de la oficina y cerré la puerta, dejándola con su nuevo amo: un fajo de papel y la tinta de su propia firma. El primer paso estaba completo. La pieza estaba en el tablero.

Ahora, el juego podía empezar de verdad.

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