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Capítulo 1: El Peón Necesario

Alessandro

El hielo chocó contra el cristal de mi vaso. El sonido fue lo único que rompió el silencio en mi oficina. Desde mi silla, a través del ventanal que cubría toda la pared, Chicago se extendía a mis pies como un mapa de luces y sombras. Un reino que me pertenecía.

Sostenía el teléfono contra mi oreja, escuchando la respiración asustada al otro lado de la línea.

—Te di una instrucción simple, Petrov —dije, mi voz tranquila. La calma siempre era más efectiva que los gritos—. El cargamento debía llegar intacto.

—Hubo un problema, señor Rossi. Los hombres de Barinov…

—No me interesan los hombres de Barinov —lo interrumpí, cortando su excusa—. Me interesa mi mercancía. Y mi dinero. Tienes veinticuatro horas para recuperar lo que es mío o para reemplazar su valor.

Silencio. Podía oír el sudor en su voz cuando finalmente habló.

—No tengo esa cantidad.

Giré el vaso en mi mano, observando cómo la luz se refractaba en el líquido ámbar.

—Entonces tienes un problema mucho más grande que Mikhail Barinov. Veinticuatro horas.

Colgué. No esperé una respuesta. No era una negociación.

Dejé el teléfono sobre el escritorio de caoba pulida. No había ni un papel fuera de lugar, ni una mota de polvo. El control no era solo parte de mi negocio; era el aire que respiraba. Cada objeto en esta habitación, cada persona bajo mi mando, existía porque yo lo permitía.

La puerta de mi oficina se abrió sin hacer ruido. Solo una persona entraba sin anunciarse.

Isaac Graves se detuvo en el umbral. Tenía sesenta años, pero se movía con la certeza de un hombre que había sobrevivido a tres generaciones de violencia. Su cabello era gris, su rostro un mapa de arrugas, pero sus ojos eran tan afilados como siempre. Era la única persona en el mundo en la que confiaba.

—Tenemos problemas —dijo, su voz rasposa como el papel de lija.

Levanté una ceja.

—Barinov se está volviendo predecible. Ya me encargué.

Isaac negó con la cabeza y entró, cerrando la puerta a su espalda. Se acercó al escritorio, pero no se sentó. Nunca lo hacía a menos que yo se lo indicara.

—No es la Bratva. Es el gobierno.

Mi mandíbula se tensó. Los federales eran una molestia constante, como moscas zumbando alrededor de un cadáver. Pero siempre estaban un paso por detrás.

—¿Qué quieren ahora?

—No es lo que quieren, es cómo lo están haciendo. Están apretando nuestros negocios legítimos. Hablaron con los directores del consorcio naviero. Están auditando las empresas de construcción. No buscan drogas ni armas. Están buscando una excusa.

«Una excusa», pensé. «Siempre es lo que buscan». No podían probar nada en mi contra porque yo no dejaba rastros. Mis manos estaban limpias. Otras manos hacían el trabajo sucio.

—No encontrarán nada.

—Lo sé. Pero no necesitan encontrar nada. Solo necesitan sembrar la duda. Te están pintando como un animal inestable, un capo solitario y violento. Quieren que tus socios legales te vean como un riesgo.

Me levanté y caminé hacia el ventanal. Las luces de la ciudad parpadeaban abajo. Cada una de esas luces representaba un alma, un peón en un juego que yo controlaba.

—Soy un hombre de negocios. Eso es lo que ven.

—Ven a un fantasma. Eres intocable, sí. Pero no eres respetable. Mi fuente dice que están construyendo un perfil psicológico. Te ven como un depredador sin ataduras. Sin familia, sin esposa, sin debilidades visibles. Y eso, Alessandro, los asusta más que cualquier ejército. Te hace impredecible.

Me giré para mirarlo. Una sensación fría, que no era enojo sino fastidio, se asentó en mi estómago.

—¿A dónde quieres llegar, Isaac?

Isaac me sostuvo la mirada. Su rostro estaba serio, sin rastro de duda.

—Para parecer legítimo, necesitas una vida legítima. Necesitas anclas. Necesitas una fachada que puedan entender. Necesitas algo que te haga parecer estable. Humano.

Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras llenara el silencio.

—Necesitas una esposa.

La palabra colgó en el aire entre nosotros, tan extraña y fuera de lugar en esta oficina como una flor creciendo en el cemento.

Una esposa.

Solté una risa corta y sin humor. El sonido murió rápidamente en la acústica perfecta de la habitación.

—No repitas estupideces, Isaac.

—No es una estupidez. Es estrategia —replicó él, sin inmutarse por mi tono—. Tu padre, Gabriel, lo entendía. Tu madre no solo era su esposa; era su coartada. Era la prueba de que él era un hombre de familia, un pilar de la comunidad, no un monstruo. La gente confiaba en él porque ella estaba a su lado.

El recuerdo de mi padre era una sombra constante. Construyó este imperio con sangre y miedo, pero lo envolvió en el manto de la respetabilidad. Mi madre era la pieza central de esa ilusión. Una mujer elegante, siempre sonriente, que organizaba eventos benéficos mientras mi padre ordenaba ejecuciones.

—Mi madre lo amaba. Era diferente.

—El amor es un lujo que no te puedes permitir. No estoy hablando de amor. Estoy hablando de óptica. De percepción. Imagina las galas, los eventos de caridad. Alessandro Rossi y su encantadora esposa. Un hombre estable. Un hombre con algo que perder. Un hombre con el que se puede hacer negocios.

Odiaba admitirlo, pero Isaac tenía razón. La lógica era impecable, tan fría y afilada como una cuchilla. La guerra no se libraba solo en las calles con armas, sino en las salas de juntas con sonrisas falsas y apretones de manos. Y en ese frente, yo estaba en desventaja.

Volví a mi escritorio y me serví otro trago. El whisky me quemó la gargabra, un calor bienvenido contra el hielo en mis venas.

«Una esposa». La idea era absurda. Una mujer en mi casa. En mi vida. Una vulnerabilidad. Una distracción.

—¿Y de dónde sugieres que saque a esta… esposa? —pregunté, la palabra me sabía a veneno en la boca—. ¿Debería poner un anuncio? Se busca mujer para mentir a mi lado. Debe ser buena actuando y no hacer preguntas.

Isaac se acercó a mi escritorio y colocó una delgada carpeta de color beige sobre la caoba. El contraste era marcado. No era uno de nuestros archivos negros habituales.

—Ya he hecho una investigación preliminar.

Lo miré fijamente, luego bajé la vista a la carpeta. Mi nombre no estaba en ella. La curiosidad, una emoción que raramente me permitía, me picó. La abrí.

Dentro había una sola fotografía y una hoja de papel.

La foto era de una mujer. Estaba de perfil, tomada desde lejos, como si el fotógrafo no hubiera querido ser visto. Estaba en una biblioteca, rodeada de estanterías que se elevaban hacia el techo. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño simple, y vestía un suéter que parecía demasiado grande para su delgada figura. Su rostro estaba concentrado en un libro que tenía en las manos.

No era hermosa en el sentido llamativo que yo asociaba con las mujeres de mi mundo. No llevaba joyas ni maquillaje pesado. Había una quietud en ella, una sencillez que era casi… anónima. Era como una página en blanco.

—Seraphina Castillo —dijo Isaac, su voz llenando el silencio—. Veintisiete años. Huérfana. Sin familia conocida. Trabaja en la Biblioteca Pública de Chicago. Gana lo suficiente para pagar el alquiler de un apartamento diminuto y poco más. Tiene deudas estudiantiles. No tiene amigos cercanos, no tiene pareja. Su vida es un círculo perfecto entre su casa y su trabajo. Es un fantasma.

Nadie la echaría de menos.

Levanté la vista de la foto.

—Un fantasma.

—Exacto. No tiene pasado, ni conexiones que puedan usarse en tu contra. Es limpia. Dócil. Y lo más importante, es maleable. Puedes convertirla en lo que necesites que sea.

Estudié la foto de nuevo. Seraphina Castillo. Incluso su nombre sonaba suave, frágil. Parecía el tipo de mujer que se asustaría de su propia sombra. Perfecta. Demasiado perfecta.

«¿Dócil?», pensé. «Necesito más que docilidad. Necesito sumisión».

—¿Y por qué aceptaría algo así?

—El dinero lo compra todo, Alessandro. Y cuando no es el dinero, es el miedo. En su caso, creo que una combinación de ambos será suficiente.

Cerré la carpeta. La imagen de la mujer se quedó grabada en mi mente. Una pieza en el tablero de ajedrez. Un peón necesario. No era una mujer, era una solución. Una herramienta. Y yo era un maestro artesano.

Me recosté en mi silla, el cuero frío contra mi espalda. La decisión ya estaba tomada. Isaac lo sabía.

—Haz los arreglos. Quiero conocerla.

Isaac asintió una vez, satisfecho.

—Mañana. En su territorio. Será más efectivo.

Cogió la carpeta de mi escritorio. Pero antes de irse, se detuvo en la puerta.

—Solo una cosa, Alessandro.

Esperé.

—Recuerda lo que es. Una herramienta. No la dejes convertirse en nada más.

Lo miré, mi rostro una máscara sin expresión.

—No cometo los errores de mi padre, Isaac.

Él asintió de nuevo y se fue, dejándome solo con mis pensamientos y el rostro de una mujer que estaba a punto de convertirse en la mentira más importante de mi vida. Y en mi propiedad.

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