Seraphina
La puerta principal de la mansión se cerró a mi espalda con un sonido sordo y pesado. El clic de la cerradura automática fue como el de una celda. Me quedé inmóvil en el centro de un vestíbulo tan grande y silencioso que parecía una catedral dedicada a la nada.
El suelo era de mármol blanco y negro, pulido hasta alcanzar un brillo de espejo que reflejaba el techo de doble altura y una araña de cristal que colgaba como una constelación helada. Una escalera monumental se curvaba hacia el segundo piso, cada peldaño una losa de piedra sólida. No había fotos familiares. No había cuadros de colores. Las paredes estaban desnudas, salvo por algunas piezas de arte abstracto, frías y geométricas. Este no era un hogar. Era una declaración de poder.
Alessandro me soltó el codo. Su calor se desvaneció al instante, dejándome fría.
—Anna —dijo, su voz resonando en el vasto espacio.
De una puerta lateral apareció una mujer mayor. Debía tener unos sesenta y tantos años, con el cabello platea