Mundo ficciónIniciar sesiónSeraphina
El silencio era mi santuario.
Aquí, entre los pasillos interminables de la biblioteca, el mundo exterior se desvanecía. Los ruidos de la ciudad —sirenas, bocinas, el murmullo de la multitud— morían en las pesadas puertas de roble. Dentro, solo quedaba el susurro de las páginas, el suave crujido de la madera del suelo y el olor. Ese olor a papel viejo, a pegamento de encuadernación y a polvo, era el único perfume que usaba.
Me movía entre las estanterías como un fantasma, una figura más en el paisaje silencioso. Mi uniforme era simple: una falda larga, una blusa abotonada hasta el cuello y un cárdigan gris. Mi cabello, recogido en un moño apretado en la nuca. Todo en mí estaba diseñado para pasar desapercibida, para no llamar la atención. Para ser invisible.
«Seraphina Castillo no existe», me recordaba a mí misma. «Es una cáscara. Una sombra». Elena Wilson, la niña que corrió de una casa en llamas, estaba enterrada bajo capas de identidades falsas y años de entrenamiento. Seraphina era la última y más perfecta creación. Era dócil, asustadiza y completamente sola.
Una anciana con gafas gruesas se me acercó, sosteniendo un libro con manos temblorosas.
—Disculpe, señorita. No encuentro la sección de historia medieval.
Le ofrecí una pequeña sonrisa, una que había practicado cientos de veces frente al espejo hasta que pareció genuina.
—Por supuesto. Es en el pasillo siete, a la derecha. Déjeme acompañarla.
Caminé despacio, ajustando mi paso al suyo. La ayudé a encontrar el libro que buscaba y le agradeció con una calidez que no merecía. Yo no era amable. La amabilidad era una debilidad, una emoción que me habían arrancado hacía mucho tiempo. Todo lo que hacía era una actuación. Cada sonrisa, cada palabra suave, cada gesto de ayuda era una mentira calculada.
Durante diecisiete años, mi vida había sido una misión singular. Desde que escapé de ese infierno, cada decisión, cada sacrificio, me había llevado a esta ciudad. A Chicago. El corazón del imperio Rossi.
Pasé años investigando, siguiendo sus negocios, sus conexiones, su árbol genealógico manchado de sangre. Gabriel Rossi, el hombre que ordenó la muerte de mi familia, había muerto de un ataque al corazón hacía una década. Una muerte demasiado pacífica para un monstruo como él. Pero había dejado un heredero. Un hijo que ahora llevaba la corona.
Alessandro Rossi.
Su nombre era una leyenda en el inframundo. Un estratega brillante y un asesino despiadado, incluso más temido que su padre. Era invisible, intocable. No había fotos claras de él, no había registros públicos que no estuvieran impecablemente limpios. Para el mundo, era un inversor solitario y multimillonario. Para quienes conocían la verdad, era el rey.
Y era mi objetivo final.
Había pasado los últimos dos años construyendo la vida de Seraphina Castillo, plantando las semillas de su existencia solitaria y endeudada, esperando. Esperando la oportunidad perfecta. Sabía que acercarme a un hombre como él era casi imposible. Necesitaba que él viniera a mí.
Y mi investigación me había dicho que lo haría. Había estudiado sus patrones, sus necesidades. Su imperio crecía, volviéndose más legítimo en la superficie, pero su reputación seguía siendo un ancla. Necesitaba algo. O a alguien. Una pieza que completara su fachada.
Mi corazón no latía más rápido al pensar en él. El miedo era otro lujo que había abandonado. Lo que sentía era una calma fría, una paciencia afilada como el borde de un cuchillo.
El reloj de la pared principal dio las ocho. La hora de cerrar.
Comencé mi rutina de cierre. Recorrí los pasillos, asegurándome de que no quedara nadie rezagado. Apagué las lámparas de lectura una por una, sumiendo las mesas en la penumbra. El silencio se hizo más profundo, más íntimo. En la biblioteca vacía, podía bajar la guardia, aunque fuera solo un poco.
Estaba en la sección de archivos, en el sótano, registrando las devoluciones del día cuando escuché el sonido.
Un clic.
No era el sonido habitual de la biblioteca. No era madera crujiendo ni papel susurrando. Era el sonido metálico y definitivo de la cerradura de la puerta principal echándose. Desde dentro.
Mi cuerpo se congeló. «Ya es la hora del cierre. Debería estar cerrado», pensé, pero el sonido había sido demasiado cercano, demasiado deliberado. No fue el viejo conserje, Héctor. Él siempre hacía un ruido tremendo y silbaba una vieja melodía desafinada.
Esto era diferente. Era un silencio con un propósito.
Dejé el libro que tenía en la mano sobre el mostrador. Mis movimientos eran lentos, controlados. No hice ruido. Mi respiración era superficial, inaudible. Años de entrenamiento tomaron el control. La fachada de Seraphina se desvaneció, y Elena, la superviviente, emergió.
«No estás sola», me dijo una voz interior.
Me deslicé fuera del mostrador y me pegué a la sombra de una de las estanterías de acero. El sótano estaba mal iluminado, lleno de recovecos oscuros. Me convertí en parte de ellos. Escuché.
Pasos.
Arriba, en el piso principal. Lentos, pesados. El sonido de zapatos caros sobre la madera encerada. No era un ladrón. Un ladrón se movería con prisa, con nerviosismo. Estos pasos eran seguros, dominantes. Como si el dueño del lugar estuviera inspeccionando su propiedad.
Mi corazón, esa máquina traicionera que había mantenido bajo control durante tanto tiempo, comenzó a latir con un ritmo pesado y sordo. No era miedo. Era anticipación. Una corriente eléctrica recorrió mis venas, despertando cada nervio.
«Él está aquí».
La certeza me golpeó con la fuerza de un impacto físico. Después de todos estos años. Él había venido a mí. Mi plan, mi cebo, había funcionado.
Escuché los pasos acercándose a la escalera que bajaba al sótano. Me encogí más en la sombra, mis dedos rozando el lomo de un libro viejo. Mi mente trabajaba a toda velocidad, repasando cada detalle de mi personaje. Seraphina debía tener miedo. Debía estar aterrorizada. Debía parecer una presa acorralada.
Los pasos comenzaron a descender.
Contuve la respiración.
Un hombre apareció al final de la escalera. Era solo una silueta contra la luz tenue del piso de arriba. Alto. Ancho de hombros. Vestía un traje oscuro que parecía hecho a medida para él. No podía ver su rostro, pero no lo necesitaba. Podía sentir su presencia. Llenaba el espacio, consumía el aire, imponía su voluntad sobre el silencio.
Se detuvo al pie de la escalera y se quedó inmóvil, observando la oscuridad del sótano. Como un depredador olfateando el aire, buscando a su presa.
Sabía que él sabía que yo estaba aquí.
«Actúa. Ahora», me ordené.
Tomé una respiración temblorosa y deliberadamente hice un ruido. Dejé caer un libro. El sonido resonó en el silencio como un disparo.
La silueta giró la cabeza en mi dirección.
Salí de detrás de la estantería, parpadeando bajo la luz como un ciervo asustado. Me abracé los brazos, haciendo que mi cuerpo pareciera más pequeño, más frágil.
—¿Quién… quién anda ahí? —mi voz salió como un susurro tembloroso, exactamente como la había practicado—. La biblioteca está cerrada.
El hombre no respondió. Simplemente comenzó a caminar hacia mí. Cada paso era lento, medido, implacable. La distancia entre nosotros se acortaba, y con cada metro que él cubría, el aire se volvía más denso, más difícil de respirar.
Finalmente, salió de la sombra y la luz de una bombilla solitaria iluminó su rostro.
Era más joven de lo que esperaba. Y más… perfecto. Rasgos afilados, como tallados en piedra. Una mandíbula fuerte, cabello negro como la tinta y ojos tan oscuros que parecían absorber la luz. No había calor en ellos. Solo una inteligencia fría y calculadora.
Alessandro Rossi. El Fantasma.
Se detuvo a unos metros de mí. Su mirada recorrió mi cuerpo, de mi moño desordenado a mis zapatos sencillos. Fue una evaluación rápida, clínica, como si estuviera inspeccionando un objeto que estaba considerando comprar.
Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas, un tambor de guerra que solo yo podía oír. El momento había llegado.
—Seraphina Castillo —dijo.
No era una pregunta. Era una declaración. Su voz era grave, tranquila, y llevaba un peso que parecía hacer vibrar el aire. Era la voz de un hombre acostumbrado a que lo obedecieran.
Tragué saliva, el gesto de miedo perfectamente ejecutado.
—¿Cómo… cómo sabe mi nombre?







