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Capítulo 3: La Adquisición

Alessandro

Ella me miró con ojos muy abiertos, una mezcla perfecta de miedo y confusión. Era exactamente como Isaac la había descrito. Frágil. Insignificante. El tipo de mujer que se quiebra bajo presión.

«Perfecto», pensé.

Di un paso más cerca, invadiendo su espacio personal. El pasillo del sótano era estrecho, flanqueado por altas estanterías de acero llenas de libros olvidados. No tenía a dónde huir. Vi el sutil temblor en sus manos mientras se abrazaba con más fuerza. Bien. El miedo era una herramienta útil.

—Sé muchas cosas sobre ti, Seraphina —dije, mi voz intencionadamente baja—. Sé dónde vives. Sé cuánto ganas. Sé que la deuda de tus préstamos estudiantiles es una soga alrededor de tu cuello. Sé que estás sola.

Cada frase era un golpe calculado, diseñado para despojarla de cualquier sensación de seguridad. Quería que entendiera desde el principio que yo tenía el control absoluto. Su vida, con todos sus detalles monótonos, era un libro abierto para mí.

Ella retrocedió un paso, pero su espalda chocó contra la estantería. El metal vibró con el impacto. Se quedó atrapada.

—No entiendo… ¿Qué quiere de mí?

—Quiero hacerte una oferta. Una proposición de negocios.

Levanté una mano y, lentamente, aparté un mechón de cabello que había escapado de su moño y había caído sobre su mejilla. Su piel era suave, pero fría al tacto. Se estremeció, pero no se apartó. Su quietud era… interesante. La mayoría de la gente se encogía o se rebelaba. Ella simplemente se quedó allí, como una estatua de hielo.

—Vas a casarte conmigo —dije, sin rodeos. No había necesidad de adornarlo. Esto no era un cortejo; era una adquisición.

Sus ojos, de un color avellana que no había apreciado en la fotografía, se abrieron aún más. Una pequeña risa nerviosa escapó de sus labios, un sonido hueco en el silencio del sótano.

—¿Casarme… con usted? Debe ser una broma. Ni siquiera lo conozco.

—El conocimiento es irrelevante. Esto no tiene nada que ver con el afecto o el romance. Es un contrato. Un acuerdo de un año. Te convertirás en mi esposa a los ojos del mundo. Vivirás en mi casa. Me acompañarás a eventos sociales. Sonreirás cuando te lo diga y permanecerás en silencio cuando sea necesario. Serás la imagen de una esposa devota y obediente.

—¿Y… y por qué haría yo algo así?

Este era el momento clave. El anzuelo.

—Porque a cambio, todas tus deudas desaparecerán. Cada centavo. Y al final del año, cuando nuestro acuerdo concluya y nos divorciemos discretamente, recibirás una suma de dinero que te permitirá vivir el resto de tu vida sin volver a preocuparte por nada.

Serás libre.

Vi el conflicto en su rostro. La incredulidad luchando contra la tentación. La libertad era un cebo poderoso para alguien que vivía en una jaula de deudas y soledad. Sus ojos se desviaron por un segundo, mirando hacia la oscuridad del pasillo como si buscara una salida.

«No hay salida», pensé. Me aseguré de eso.

Di otro paso, cerrando el último espacio entre nosotros. Ahora estaba tan cerca que podía sentir el leve calor que emanaba de su cuerpo. Olía a papel y a algo más, algo limpio y sutil, como la lluvia. Puse una mano en la estantería junto a su cabeza, atrapándola por completo.

—No tienes que fingir que lo estás considerando, Seraphina. Ambos sabemos que no tienes otra opción.

Ella levantó la barbilla. Un pequeño gesto de desafío que me tomó por sorpresa. Por un instante, el miedo en sus ojos fue reemplazado por algo más. Algo duro. Fugazmente, vi una chispa de acero bajo la fachada de porcelana. Luego desapareció, tan rápido como había llegado, y volvió a ser la mujer asustada atrapada en un sótano.

«Interesante», pensé. Quizás no era tan simple como parecía. Eso hacía las cosas menos aburridas.

—Tengo una opción —dijo, su voz apenas un susurro, pero firme—. Puedo decir que no. Puedo gritar.

Apoyé mi otra mano en la estantería, al otro lado de su cabeza. Ahora estaba completamente enjaulada entre mis brazos. Me incliné hacia ella, mi rostro a centímetros del suyo. Su respiración se aceleró, pequeñas nubes de vaho en el aire frío del sótano.

—Puedes gritar —concedí, mi voz ahora un murmullo—. Pero no hay nadie para oírte. Compré este edificio hace dos horas. El personal se ha ido a casa. La biblioteca está vacía. Estamos solos. Y en cuanto a decir que no… —hice una pausa, dejando que la amenaza flotara en el aire—. Digamos que no te recomiendo esa opción. Considera esta propuesta como la única alternativa a una situación mucho… menos agradable.

El color desapareció de su rostro. La comprensión finalmente la golpeó. Esto no era una oferta que pudiera rechazar. Era una orden. Una sentencia. La verdad de su impotencia se reflejó en sus ojos, y esta vez, el miedo era real. Podía olerlo.

«Ahí está», pensé. «La sumisión que necesito».

Me aparté, dándole espacio para respirar. Crucé los brazos sobre mi pecho y la observé, dándole un momento para procesar la inevitabilidad de su situación. Era una táctica que siempre funcionaba. La presión seguida de un breve respiro a menudo rompía la voluntad de la gente más rápido que la violencia continua.

Ella se quedó en silencio durante un largo minuto, con la mirada perdida en el suelo polvoriento. Sus manos se aferraban a sus propios brazos como si fueran los únicos objetos sólidos en un mundo que se desmoronaba. Podía ver el engranaje de su mente trabajando, sopesando la prisión dorada que le ofrecía contra la ruina que le impondría si se negaba.

Finalmente, levantó la vista. Sus ojos estaban oscuros, ilegibles. Las lágrimas que esperaba ver no estaban allí. Su rostro estaba pálido, pero compuesto.

—¿Por qué yo? —preguntó, su voz desprovista de la emoción temblorosa de antes. Ahora era plana, hueca—. De todas las mujeres del mundo, ¿por qué yo?

—Porque eres exactamente lo que necesito —respondí con sinceridad—. Eres invisible. Una página en blanco. No tienes a nadie que haga preguntas. No tienes nada que perder y todo que ganar. Eres el peón perfecto.

La palabra "peón" pareció golpearla. Un músculo se contrajo en su mandíbula. Bien. Necesitaba que entendiera su lugar en este juego.

—No tienes que decidir ahora —mentí—. Tienes hasta mañana por la mañana. Uno de mis hombres estará esperando fuera de tu apartamento a las siete en punto. Si entras en el coche, significará que aceptas mis términos. Se te llevará a firmar el contrato.

Me giré para irme. No había nada más que decir. Le había presentado la jaula. Ahora solo tenía que esperar a que entrara por su propia voluntad.

—Y si no entro en el coche… —dijo a mi espalda.

Me detuve, pero no me volví para mirarla.

—Entonces tu vida, tal como la conoces, se acabará de todos modos. Y te aseguro que la alternativa que he preparado para ti no incluye una fortuna al final del año.

Sin más, subí las escaleras y la dejé sola en la oscuridad del sótano, atrapada entre estanterías de historias olvidadas.

Sabía que entraría en ese coche. La gente como ella, la gente sin nada, siempre se aferraba a la única oportunidad que se les ofrecía.

Aunque fuera una mentira. Aunque fuera una jaula.

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