Natalia Pereyra Iraola siempre supo que el amor, en su mundo, era un lujo prohibido. Criada entre silencios elegantes y obediencias disfrazadas de virtud, aprendió desde niña a no desear demasiado. Pero desear, deseó. Y su deseo tenía nombre: Alejandro Gutiérrez. Un joven policía de mirada limpia y manos firmes, ajeno a los salones dorados de la aristocracia, pero dueño de un corazón más valiente que cualquier apellido. Su historia pudo haber sido otra. Pero los cuentos de hadas no sobreviven cuando el lobo viste traje, lleva el apellido Alzaga y camina de la mano del poder. Obligada a casarse con Leonardo, un hombre cruel, manipulador y acostumbrado a obtener lo que quiere, Natalia vio su destino transformarse en una prisión de encajes y amenazas. El día de la boda, mientras los invitados brindaban y la iglesia rebosaba de flores blancas, Natalia corrió. Corrió bajo la lluvia, descalza, con el alma hecha jirones, buscando una salida al infierno que se le imponía. Al mismo tiempo, en un hospital cercado por mentiras, Alejandro yacía esposado a una cama, traicionado, silenciado, vencido… pero no destruido. Solo el padre Aurelio, un hombre de fe con la conciencia despierta, parece dispuesto a desafiar el orden establecido. Y ahora, mientras los secretos se agitan bajo la superficie de un pueblo que prefiere callar, Natalia deberá tomar una decisión que marcará su destino: ¿callar para sobrevivir… o luchar para liberarse, aún si eso significa incendiarlo todo? Porque hay tormentas que limpian, pero otras solo anuncian que lo peor está por comenzar.
Ler maisFranco Della Croze se despertó bañado en sudor. Otra vez había soñado con aquel maldito bosque y ese tragico día. Otra vez no había podido salvar a la joven. Habían pasado diez años desde ese día, y aún así, esa imagen lo perseguía cada noche. Con un suspiro cansado, se incorporó en la cama justo cuando alguien golpeó la puerta.—Adelante —dijo con voz ronca.La puerta se abrió suavemente y apareció la enfermera, una mujer de mediana edad, eficiente y serena, con una sonrisa amable.—Buenos días, señor Della Croze —saludó ella mientras entraba con el tensiómetro y el termómetro en mano.—Buenos días —respondió él, extendiendo el brazo sin protestar.Ella tomó sus signos vitales con la destreza de quien repite ese gesto todos los días. Apuntó los datos en la ficha médica sin dejar de sonreír.—¿Cómo amaneció hoy? —preguntó mientras guardaba los instrumentos.—Con algo de apetito —admitió Franco, casi como una confesión.—Eso es una buena señal —respondió ella, animada—. Enseguida le tr
El día siguiente amaneció con un cielo denso, cargado de nubes grises. Genoveva peinaba y maquillaba a su hija frente al espejo del tocador, con movimientos precisos y una sonrisa satisfecha.—Deberías sonreír un poco, Natalia —comentó mientras alisaba un mechón rebelde del cabello de la joven.Natalia no respondió. La imagen que la devolvía el espejo no era la de una novia feliz. Sus ojos verdes, opacos, no tenían brillo. Su boca apenas era una línea tensa.—Voy al baño —dijo, en voz baja.—Con la puerta abierta —ordenó Genoveva sin mirarla directamente—. No me mires así. Tú te lo buscaste.Natalia obedeció sin discutir. Se alejó arrastrando la cola del vestido. Su paso era lento, casi arrastrado, como si pesara más con cada minuto que pasaba.Todo estaba listo. La iglesia, decorada con flores blancas y velas encendidas, rebosaba de invitados. El murmullo era constante, apenas silenciado por los acordes del cuarteto de cuerdas. En el altar, el novio esperaba con impaciencia, ajustánd
El sonido de los pasos resonó en el mármol con un ritmo arrogante y seguro. Leonardo cruzó el vestíbulo como si fuera el dueño del mundo, con las manos en los bolsillos y la sonrisa torcida instalada en su rostro. La camisa blanca abierta en el cuello, la chaqueta colgando con descuido sobre un hombro; parecía salido de una fiesta en la que todos bailaban al ritmo que él dictaba. Natalia lo esperaba en la galería, los brazos cruzados y el rostro pálido. Se habia vestido y peinado, borrado los restos de llanto, pero sus ojos seguían apagados. Leonardo se detuvo frente a ella y ladeó la cabeza con una sonrisa burlona. —Me enteré que el metiche del cura estuvo aquí. —Su voz rezumaba veneno. Natalia negó con la cabeza, con un gesto sereno, contenido. —Respeta al padre Aurelio —respondió con firmeza—. No te mande a llamar por eso. Tenemos que hablar. Leonardo alzó una ceja, divertido, y dio un paso hacia ella, obligándola a retroceder hasta que su espalda rozó la pared de piedra. Sus
El padre Aurelio se presentó frente a la antigua casona de los Pereyra Iraola pasadas las cinco de la tarde, conocia a Natalia desde que era una niña de cinco años. La veía siempre en misa y los dias que solía ir a limpiar la iglesia. El sol comenzaba a ocultarse detrás de los árboles centenarios. Las rejas de hierro forjado estaban cerradas y, para su sorpresa, dos hombres armados custodiaban el portón principal. El sacerdote frunció el ceño y se acercó con paso decidido, levantando levemente los brazos en señal de paz. —Soy el padre Aurelio —dijo con tono firme pero sereno—. Vengo a hablar con la señora Genoveva. Es un asunto pastoral... y urgente. Uno de los hombres, con aspecto adusto y gesto desconfiado, alzó la mano para que se detuviera. —No se puede pasar sin autorización. —Le repito —insistió el cura, mirándolo con autoridad—, soy sacerdote de esta comunidad desde hace veinte años. Conozco a Genoveva desde que era una niña. No pienso marcharme hasta hablar con ella. El
Mientras se dirigía a la iglesia, el padre Aurelio recordó su conversación con Alejandro sobre Leonardo, tenia demasiadas dudas sobre lo.que estaba ocurriendo. Natalia cayo al barro con su vestido de novia penso en su último paseo con Alejandro había pasado a buscar a Natalia para ir juntos a la laguna. Era un día soleado y cálido, ideal para escaparse un rato de la rutina. Natalia se puso una bikini celeste que dejaba ver su silueta esbelta y sus piernas largas. Él la miró con admiración, no podía evitar sentirse embobado cada vez que la veía sonreír. Jugaban en la orilla, ella le salpicaba agua riendo, hasta que notaron que tres figuras se acercaban por el sendero de tierra. —Pero miren quién está aquí… la bella Natalia —dijo Leonardo con su tono burlón, acompañado por sus inseparables amigos Pedro y Benjamin. —Y no está sola —añadió Alejandro poniéndose de pie, desafiante. —¿No deberías estar lustrando tus botas para el operativo de esta noche? —le lanzó Leonardo con una son
Natalia miró hacia el cielo, la tempestad se había desatado. En ese húmedo bosque sintió el calor de los recuerdos. Natalia salía del colegio como todos los días, con su uniforme algo arrugado por las horas y el cabello recogido en una trenza suelta. Al cruzar el portón principal, lo vio esperándola como siempre, apoyado en su bicicleta. Alejandro tenía esa sonrisa serena que la hacía sentirse segura, como si nada malo pudiera pasarle mientras estuviera junto a él. Ella corrió hasta él. —¡Hola, amor! —exclamó con dulzura—. Te extrañé, mi bombón. —Hola, mi vida —respondió él, tomándola suavemente de la cintura—. ¿Cómo estuvo tu día? Alejandro tenía 22 años, era su novio desde hacía un año, era policía y el hijo menor del comisario del pueblo, él había decidido seguir la tradición familiar: era policía, como su padre, como su abuelo. —Muy bien —dijo ella, soltando un suspiro contento—. ¿Iremos mañana a la fiesta del pueblo? —Claro que sí —contestó él con una sonrisa traviesa—. Y
Todo estaba listo. La iglesia, decorada con flores blancas, rebosaba de invitados. El novio ya aguardaba en el altar. Hacía calor. Una tormenta se avecinaba. Vestida de blanco, Natalia rezaba en la sacristía. El padre entró. —Hace mucho calor aquí, hija. Abriré la puerta trasera, entrará algo de aire. En diez minutos comenzamos. —Gracias, padre Benito —dijo ella, sin levantar la vista. Todo transcurrió en una nebulosa — Mírate eres una jodida reina, la tomó de la muñeca y serás mía para siempre. Hasta que la muerte nos separe.Natalia lo miro en silencio, el se dio la vuelta. Pero cuando vio la puerta abierta, lo comprendió. Esa era la respuesta a su plegaria. Sin pensarlo, corrió. Corrió con todas sus fuerzas por el campo, bajo las primeras gotas de lluvia. El cielo rugía. El vestido ondeaba como una bandera rota. Sus zapatos quedaron atrás. Ella corrió. Descalza, empapada, con el vestido enlodado. Miró hacia el cielo. — De verdad lo siento no puedo con esto. Miró hacia do