Epílogo

La brisa del mar acariciaba su rostro mientras sus pies se hundían en la arena húmeda. Ariadna caminaba sola por la playa desierta, envuelta en un abrigo liviano, con los brazos cruzados sobre su pecho. El sol dibujaba reflejos dorados sobre el agua.

De pronto, una sensación le recorrió la espalda. Se giró, con el corazón golpeándole el pecho.

Allí estaba él.

Quitándose lentamente las gafas de sol, alto, moreno, con el cabello negro revuelto por el viento y esa sonrisa que tanto había extrañado. David.

Ariadna no lo pensó. No dudó. Corrió hacia él como si el tiempo no existiera, como si la distancia se deshiciera en ese instante. Se arrojó a sus brazos, hundiéndose en su pecho, aferrándose a su camisa como si temiera que volviera a desvanecerse.

—Belleza… —susurró él con ternura, rodeándola con fuerza—. Veo que me has extrañado.

Le alzó el rostro con suavidad y la besó, un beso largo, profundo. Ariadna cerró los ojos y se perdió en su calor, en su olor, en esa certeza que sólo él podí
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