Descubrir la verdad.

El padre Aurelio se presentó frente a la antigua casona de los Pereyra Iraola pasadas las cinco de la tarde, conocia a Natalia desde que era una niña de cinco años. La veía siempre en misa y los dias que solía ir a limpiar la iglesia.

El sol comenzaba a ocultarse detrás de los árboles centenarios. Las rejas de hierro forjado estaban cerradas y, para su sorpresa, dos hombres armados custodiaban el portón principal.

El sacerdote frunció el ceño y se acercó con paso decidido, levantando levemente los brazos en señal de paz.

—Soy el padre Aurelio —dijo con tono firme pero sereno—. Vengo a hablar con la señora Genoveva. Es un asunto pastoral... y urgente.

Uno de los hombres, con aspecto adusto y gesto desconfiado, alzó la mano para que se detuviera.

—No se puede pasar sin autorización.

—Le repito —insistió el cura, mirándolo con autoridad—, soy sacerdote de esta comunidad desde hace veinte años. Conozco a Genoveva desde que era una niña. No pienso marcharme hasta hablar con ella.

El segundo guardia dudó. Intercambiaron una mirada rápida y, tras unos segundos, uno de ellos sacó un teléfono y se alejó unos pasos para hacer una llamada. El padre Aurelio permaneció quieto, la cruz colgando sobre su pecho, la frente perlada de sudor y la paciencia desgastándose minuto a minuto.

Finalmente, las puertas de la casona se abrieron. Desde el umbral surgió la figura elegante de Genoveva Pereyra Iraola. Vestía un conjunto de lino blanco impecable, y su cabello rubio, cuidadosamente recogido, no dejaba lugar a debilidad alguna. Sus ojos fríos descendieron por la escalinata con la misma altivez de siempre, pero había algo en su mirada...

—Padre Aurelio —dijo con voz neutra—. No esperaba su visita.

—Y yo no esperaba encontrar su casa custodiada como si se tratara de una prisión —replicó, con una leve inclinación de cabeza.

Genoveva hizo un gesto con la mano. Los guardias se apartaron del portón.

—Déjenos solos —ordenó con firmeza. Luego, dirigiéndose al sacerdote—. Acompáñeme, si es tan amable. Podemos hablar en la biblioteca.

El padre Aurelio cruzó el umbral de la mansión, con un peso en el pecho que crecía con cada paso. Las paredes altas, las arañas de cristal, los retratos antiguos... todo lucía igual que siempre, pero el ambiente era otro. Tenso. Hermético.

Lo condujo a una sala revestida en madera oscura, con estanterías repletas de libros y cortinas gruesas que apenas dejaban entrar la luz del atardecer. Genoveva cerró la puerta con delicadeza y se volvió hacia él.

—¿A qué debemos su visita, padre?

—No quiero rodeos, Genoveva. Vengo a hablar de Natalia. Y de Alejandro.

Un leve parpadeo traicionó su compostura. Pero fue solo eso: un parpadeo.

—Mi hija está descansando. Ha pasado por mucho.

—Y sin embargo, el pueblo entero la señala... y también a Alejandro. Él está detenido, esposado en una cama de hospital muriendose. Acusado de haberle hecho daño. Acusado de haberla drogado. ¿Sabe usted lo que eso significa?

—Alejandro está recibiendo atención médica. Lo demás... es asunto de la justicia.

—¿Y Natalia? ¿Qué dice ella? ¿Lo acusa? ¿Lo defiende?

Genoveva desvió la mirada por un instante. Caminó hasta la ventana, sin responder de inmediato.

—Natalia está confundida. Lo que ocurrió anoche... fue traumático. Apenas recuerda detalles.

El padre Aurelio se adelantó un paso.

—Lo conozco, Genoveva. Conozco a Alejandro. Lo he visto crecer. Y si hay algo que tengo claro, es que jamás lastimaría a Natalia. No de esa forma. ¿Quién está detrás de esto?

El silencio se volvió espeso. Finalmente, Genoveva respondió con un suspiro apenas audible:

—A veces... lo que uno sabe no es lo que importa. Lo que se debe hacer... lo que se espera de nosotros... eso es lo que pesa.

—¿Quién la presiona, Genoveva?

Ella se volvió lentamente. Ya no había dureza en su expresión, sino una amargura profunda, enraizada en años de secretos.

—Le he permitido entrar porque respeto su sotana, padre. Pero no meta sus narices donde no debe. No todo se puede detener con oraciones. Hasta que se demuestre lo contrario ese desgraciado intento abusar de mi hija.

El sacerdote la miró con dolor y determinación.

—Por lo mismo hay una muchacha en esta casa que puede estar siendo usada. Y un joven inocente que agoniza por una mentira. Y aunque nadie más hable... yo sí lo haré.

Genoveva bajó la mirada por un instante. Luego se giró hacia la puerta.

—No espere respuestas hoy, padre.

—Dígale a Natalia que quiero verla. Que estoy aquí para ella. Que no está sola. No me ire sin hablar con ella.

Genoveva asintió con un leve gesto, sin palabras.

El padre Aurelio no llevaba más de unos minutos fuera de la biblioteca cuando una criada se le acercó en voz baja:

—La señora dice que la señorita Natalia puede recibirlo ahora.

El sacerdote la siguió por un pasillo largo, silencioso como un sepulcro. Las alfombras apagaban sus pasos y los retratos familiares, colgados en los muros, parecían observarlo con desconfianza. Lo guiaron hasta una sala luminosa, decorada con delicadeza, donde Natalia estaba sentada en un diván. Llevaba un pijama. El maquillaje disimulaba la hinchazón en su mejilla, pero no podía esconder la sombra en su mirada.

Genoveva estaba de pie, apoyada en el marco de la ventana. Su presencia era una advertencia silenciosa.

—Natalia —saludó el padre con voz cálida, acercándose—. Me alegra verte. ¿Cómo te sientes?

La joven levantó la vista lentamente. Tenía los ojos húmedos, pero no lloraba. Su voz salió apenas como un susurro.

—Estoy bien, padre...

—¿De verdad? —preguntó él, sentándose frente a ella—. Porque nadie que haya pasado por lo que dicen que pasaste puede estar "bien". Necesito escucharte a ti, no al pueblo. No a los rumores.

Natalia bajó la vista. Sus dedos se entrelazaban con fuerza, luchando por no temblar.

—No recuerdo —dijo, esquiva—. Fue confuso. Me sentí mal. No sé qué pasó.

—¿Alejandro estaba contigo?

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza.— El ordenó la comida y se fue, tenía que trabajar. Él no me hizo daño ... —titubeó— él no haría eso.

—¿Entonces sabes que no te drogó?

Genoveva intervino de inmediato, su voz seca, precisa:

—Padre, esto no es un interrogatorio. Natalia está sensible. No es momento para presiones.

Aurelio la miró, firme.

—No la estoy presionando, señora. Estoy dándole la oportunidad de hablar. Algo que nadie más parece haberle permitido.

Volvió a mirar a Natalia, esta vez con una dulzura que atravesaba cualquier defensa.

—Tu silencio está arruinando la vida de Alejandro. Lo tienen esposado, como un criminal. ¿Es eso lo que quieres?

Natalia apretó los labios, conteniendo el llanto. Su cuerpo temblaba apenas, pero no respondía. Genoveva se acercó, colocando una mano en su hombro con una suavidad envenenada.

—Mi hija está confundida, padre. Lo mejor es que descanse. Ya hemos hablado con un abogado, y si las autoridades consideran que Alejandro es inocente, se ocuparán de demostrarlo.

—¿Y tú, Natalia? —insistió el sacerdote, sin quitarle la vista—. ¿Crees que él es culpable?

Un largo silencio. Natalia abrió la boca, pero su madre apretó su hombro sutilmente. El gesto no fue agresivo, pero fue claro. Natalia tragó saliva.

—No lo sé...

—Eso no es verdad —replicó Aurelio con firmeza—. Sí lo sabes. Alejandro te ama, y tú lo sabes. Dímelo, hija. ¿Te están obligando a callar?

Los ojos de Natalia se llenaron de lágrimas. El silencio en la habitación se volvió insoportable.

Finalmente, con voz entrecortada, apenas audible, murmuró:

—No me siento bien padre.

Genoveva dio un paso atrás, endureciendo el rostro.

—Esto se terminó.

Pero Aurelio se puso de pie, imponente.

—No, señora. Esto recién comienza.

Luego miró a Natalia una última vez.

—No estás sola. Cuando quieras hablar, sabrás dónde encontrarme.

Y sin esperar respuesta, salió de la habitación.

El silencio regresó a la sala después de que el padre Aurelio se marchara. Genoveva permanecía inmóvil junto a la ventana, con la mandíbula apretada y los ojos clavados en el jardín. Natalia se había quedado sentada, con las manos crispadas sobre el regazo, el corazón golpeándole el pecho como si supiera que algo estaba por romperse.

De pronto, como guiada por un impulso que no pudo contener, se puso de pie. Sus pasos eran lentos, pero decididos. Caminó hacia el pasillo, ignorando la voz suave y venenosa de su madre que la llamaba por detrás.

—Natalia, vuelve aquí. No hagas tonterías.

No respondió. Llegó a la puerta principal y abrió apenas un resquicio. El aire del atardecer le golpeó el rostro con una mezcla de frescura y miedo. Afuera, los dos hombres armados seguían apostados junto al portón de hierro. Al verla, uno de ellos se enderezó de inmediato y colocó una mano sobre el arma que colgaba de su cinturón.

—No puede salir, señorita —advirtió el más alto, con tono grave.

Natalia, sin embargo, no retrocedió. El temblor en su voz no restó filo a sus palabras:—Dígale al perro de su jefe... que venga. Quiero hablar con él.

El otro hombre intercambió una mirada rápida con su compañero.

—¿Se refiere al señor Alzaga?.

— Acaso conoce tiene otro jefe exclamó ella.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP