Mientras se dirigía a la iglesia, el padre Aurelio recordó su conversación con Alejandro sobre Leonardo, tenia demasiadas dudas sobre lo.que estaba ocurriendo.
Natalia cayo al barro con su vestido de novia penso en su último paseo con Alejandro había pasado a buscar a Natalia para ir juntos a la laguna. Era un día soleado y cálido, ideal para escaparse un rato de la rutina. Natalia se puso una bikini celeste que dejaba ver su silueta esbelta y sus piernas largas. Él la miró con admiración, no podía evitar sentirse embobado cada vez que la veía sonreír. Jugaban en la orilla, ella le salpicaba agua riendo, hasta que notaron que tres figuras se acercaban por el sendero de tierra. —Pero miren quién está aquí… la bella Natalia —dijo Leonardo con su tono burlón, acompañado por sus inseparables amigos Pedro y Benjamin. —Y no está sola —añadió Alejandro poniéndose de pie, desafiante. —¿No deberías estar lustrando tus botas para el operativo de esta noche? —le lanzó Leonardo con una sonrisa sarcástica. Alejandro se contuvo. Sabía que cualquier provocación venía con segundas intenciones. Miró a Natalia. —Ven, Nati. Te llevo a tu casa —dijo, extendiéndole la mano. Ella tomó sus cosas sin responder y caminó junto a él. Pero Leonardo no se quedaba callado tan fácilmente. —Tienes un lindo trasero,Nati. Deberías presentarte al reinado —soltó con una sonrisa cínica. Alejandro se giró de golpe, con la mandíbula tensa. —¿Querés que te parta la cabeza? —le preguntó, furioso. —¡Alejandro , por favor! —dijo Natalia, tironeando de su brazo, intentando calmarlo. Leonardo los observó alejarse, la mirada oscura, obsesiva. Para él, Natalia era un trofeo que aún no había ganado. Y nadie, ni siquiera Alejandro Gutierrez , le impediría reclamarla algún día. —No deberías seguirle el juego. Lo hace a propósito —susurró ella, mientras se alejaban. Alejandro no dijo nada por un momento. Seguía con el ceño fruncido. —No quiero que vuelvas a ponerte esa bikini—espetó finalmente. Ella abrió la boca, dispuesta a protestar, pero el tono con el que lo dijo era tan duro que prefirió guardar silencio. —¿Iremos a la fiesta esta noche? —preguntó ella, buscando desviar la tensión. —Sí. Paso por vos a las siete. Esa noche, Natalia estaba radiante con el vestido rojo que él le había comprado. Su madre, la miró con preocupación antes de dejarla salir. —Quiero que regreses temprano —dijo con tono serio. —Está bien, mamá —respondió Natalia con dulzura. En la fiesta del pueblo bailaron, rieron, y estaban por cenar cuando el celular de Alejandro sonó. Era su padre. —Papá, estábamos por comer. Hasta pagué la comida —dijo Alejandro , molesto. —Escuchame —respondió su padre del otro lado—. Dejá que ella se quede un rato más. A las diez puedes volver a buscarla y la llevas a la casa. Pero te necesito ahora. Alejandro apretó los dientes. Miró a Natalia, que aún sonreía sin saber lo que ocurría. —Está bien —dijo con resignación—. Me tengo que ir, pero volvere a buscarte. Le explicó la situación a Natalia y, aunque decepcionada, ella le dio un beso en la mejilla. —No tardes en volver —susurró con una sonrisa. Natalia pidió que empacaran la comida de Alejandro para llevar. La bebida le había dejado un sabor extraño. Un leve mareo comenzó a afectarla, pero pensó que era solo el calor. —¿Natalia? ¿Estás bien? —preguntó una voz a su lado. Leonardo. —Estoy bien, déjame tranquila —dijo ella, algo desorientada. —Vamos, vení. Tenés que sentarte, te vas a sentir mejor —dijo, tomándola del brazo con insistencia. —¡Soltame! —protestó ella, pero él insistió en llevarla hacia su auto. En ese instante, una voz retumbó a lo lejos. —¡Natalia! —Alejandro había vuelto. Venía corriendo entre la multitud. —¡Soltala, hijo de puta! —rugió, empujando a Leonardo. La gente se giró, alarmada. Natalia se tambaleó hacia atrás, mientras los dos hombres se enzarzaban en una violenta pelea. Alejandro lanzó el primer golpe, y Leonardo respondió con fiereza. Entre gritos, empujones y amenazas, varios vecinos intentaron separarlos. —¡Basta ya! —gritó uno de los camareros, metiéndose entre ambos. Natalia, aún mareada, se apoyó contra una de las mesas. Alejandro corrió hacia ella y la sostuvo antes de que cayera. —¿Estás bien? ¿Qué tienes? —preguntó preocupado. Ella negó con la cabeza, la vista nublada. —Creo que... creo que no se —susurró con voz débil. —Tranquila, ya pasó. Estoy acá —le aseguró, abrazándola con fuerza. Leonardo se limpió la sangre del labio y los miró con odio. —Esto no termina acá, Gutierrez. —Te quiero lejos de ella, Alzaga. No voy a repetirlo —advirtió Alejandro . Sin decir más, alzó a Natalia en brazos y se la llevó, dejando atrás la fiesta, la tensión, y las miradas curiosas. Alejandro conducía en silencio, con la mandíbula tensa y la mirada fija en el camino. Natalia, sentada a su lado, aún tenía el rostro pálido y los ojos vidriosos. No había dicho una palabra desde que se alejaron de la fiesta. Él apretaba el volante con fuerza, maldiciendo por dentro, preguntándose cómo había sido tan estúpido como para dejarla sola, siquiera un minuto. —Ya falta poco, amor. Ya estás a salvo —murmuró, más para convencerse a sí mismo que a ella. Pero de pronto, unas luces encandilaron el camino. Un todoterreno negro se cruzó frente a ellos a toda velocidad, obligándolo a frenar bruscamente. Las ruedas chirriaron sobre el asfalto y el auto se sacudió. Alejandro se incorporó, listo para bajar. —¡Maldita sea! —espetó, al ver la silueta inconfundible de Leonardo acercándose con dos de sus hombres. Natalia, con un hilo de lucidez, apoyó una mano sobre el pecho de Alejandro. —No vayas… —susurró, con voz temblorosa. Alejandro la miró. Había miedo en sus ojos grises, pero también determinación. Apretó los dientes, buscó una salida visual por los espejos, pero no había forma de seguir: los habían rodeado. —Tengo que hacerlo —dijo con tono grave. Le acarició la mano, como si fuera la última vez. Abrió la puerta y bajó. —¿Qué carajo querés ahora, Alzaga? —espetó, caminando hacia él. Leonardo sonrió, arrogante. —¿En serio creías que ibas a llevártela así, como si nada? —dijo, deteniéndose a un metro de él—. Ya hablaban de vos y la mucamita en el pueblo. Pero si yo me la llevo… ahí sí se arma el escándalo, ¿no? Alejandro lo fulminó con la mirada. —Ella no quiere saber nada de ti. ¿No te queda claro? —No me importa lo que ella quiera —replicó , y de inmediato uno de sus hombres golpeó a Alejandro en el rostro con fuerza. Alejandro intentó defenderse, pero eran cuatro contra uno. Lo redujeron en segundos, lo tiraron al suelo y comenzaron a golpearlo salvajemente: puños, patadas, insultos. Natalia, al ver la escena, gritó y bajó tambaleándose del auto. Sus piernas flaquearon, cayó de rodillas, pero intentó arrastrarse hasta él. —¡Déjenlo! ¡Déjenlo en paz! —gritó desesperada. Leonardo la miró, se limpió las manos con un pañuelo de lino como si la escena fuera apenas una molestia menor, y sonrió. —Ay, mi bello tormento… Siempre tan valiente —dijo con tono burlón mientras se agachaba junto a ella—. Dame la jeringa. Uno de los hombres le alcanzó un pequeño estuche de cuero. Natalia abrió los ojos con espanto, retrocedió unos centímetros por el suelo, pero Leonardo la tomó del brazo. —No… no me toques… —susurró ella, intentando resistirse, pero apenas tenía fuerzas. —Shhh… —la calló con un dedo sobre los labios—. Es una mezcla especial. Te va a hacer volar, y te prometo… lo vas a disfrutar. Ella luchaba con su cuerpo, que no respondía. Sentía el pulso acelerado y la visión nublada. La sustancia que le habían dado en la fiesta aún le recorría las venas. Leonardo destapó la jeringa. Un líquido ámbar brilló bajo la luz de los faros. —No, por favor… —suplicó ella. Leonardo sostuvo su brazo con firmeza mientras uno de sus hombres la sujetaba, buscó la vena y hundió la aguja sin vacilar. —Es una mezcla especial… Te va a hacer olvidar todo. Lo vas a disfrutar —susurró, como si le estuviera prometiendo un sueño. La oscuridad la envolvió antes de que pudiera alejarse. Despertó al día siguiente con la cabeza pesada y un sabor metálico en la boca. El techo blanco de su habitación le resultó extrañamente lejano, como si no perteneciera a ese lugar. Tardó varios segundos en reconocer las paredes, los muebles. Estaba en su casa. Se incorporó con dificultad. El cuerpo le dolía, tenía la piel helada y los recuerdos… los recuerdos eran jirones inconexos. Música, risas distorsionadas, el rostro de Alejandro cubierto de sangre, la risa de Leonardo. Y entonces lo vio acostado a su lado salio de la cama envolviendose en la manta y como si las cosas pudieran ser mas extrañas. La puerta se abrió con brusquedad. —¡Natalia! La voz de Genoveva cortó el aire como un látigo. Natalia, envuelta en la manta, dio un salto instintivo hacia atrás. La cabeza aún le zumbaba, el cuerpo le dolía como si hubiese sido golpeada. La habitación giraba un poco. Leonardo se removió entre las sábanas, desnudo, y levantó la cabeza con una sonrisa lánguida, satisfecha. —Buenos días, señora —dijo, sin pudor alguno. —¿Qué… qué es esto? —espetó, avanzando como una fiera hacia Natalia—. ¡¿Qué hiciste?! ¡Eres una golfa!, la cachetada resonó con fuerza. Natalia dio un paso atrás, trastabillando. El estómago le dio un vuelco. Algo no encajaba. No recordaba haberse acostado. No recordaba haberlo permitido. Su piel estaba fría, la boca seca. Un sabor metálico le quemaba la lengua. —Yo… no sé qué pasó. Mamá, te juro que no… no fue… ‐Tranquila, Genoveva —dijo Leonardo, incorporándose, ahora vestido con solo sus pantalones, el torso al descubierto y una calma escalofriante en los ojos—. No tienes por qué alarmarte. Fue una noche mágica, ¿no es cierto, Nati? Ella giró hacia él con los ojos muy abiertos. La sangre le bajó al estómago. —¿Qué? —Me lo pediste tú —continuó él, acercándose a su madre—. Dijiste que querías que fuera especial. Que ya estabas harta de imbécil. Que querías demostrarme que estabas lista para ser mía. Natalia negó con la cabeza, furiosa. —¡Mentís! ¡Eso es mentira! ¡Yo no… no recuerdo nada!...