Natalia miró hacia el cielo, la tempestad se había desatado. En ese húmedo bosque sintió el calor de los recuerdos.
Natalia salía del colegio como todos los días, con su uniforme algo arrugado por las horas y el cabello recogido en una trenza suelta. Al cruzar el portón principal, lo vio esperándola como siempre, apoyado en su bicicleta. Alejandro tenía esa sonrisa serena que la hacía sentirse segura, como si nada malo pudiera pasarle mientras estuviera junto a él. Ella corrió hasta él. —¡Hola, amor! —exclamó con dulzura—. Te extrañé, mi bombón. —Hola, mi vida —respondió él, tomándola suavemente de la cintura—. ¿Cómo estuvo tu día? Alejandro tenía 22 años, era su novio desde hacía un año, era policía y el hijo menor del comisario del pueblo, él había decidido seguir la tradición familiar: era policía, como su padre, como su abuelo. —Muy bien —dijo ella, soltando un suspiro contento—. ¿Iremos mañana a la fiesta del pueblo? —Claro que sí —contestó él con una sonrisa traviesa—. Y quiero que estrenes un vestido nuevo. Así que ahora mismo vamos a elegir uno. Natalia se iluminó por completo. Esa simple promesa le bastaba para ser feliz. Fueron juntos a una tienda modesta del centro y eligieron un vestido azul cielo que hacía resaltar sus ojos. Ella lo sostuvo frente al espejo, girando sobre sí misma como si ya estuviera en la fiesta. —No veo la hora de estar con vos... de ser tu esposa —susurró, mirándolo con ilusión. —En cuanto cumplas los 18, te llevo conmigo. Y tu madre no podrá evitarlo —respondió Alejandro, firme, decidido. —Sé que algún día te aceptará... Verá el hombre maravilloso que sos —dijo ella, con la esperanza aún brillando en su corazón. Pero él sabía que eso no pasaría. La madre de Natalia era una mujer fría, de sentimientos oscuros. Genoveva solo pensaba en dinero, en poder. Cosas que había perdido con la muerte de su esposo y que ahora ansiaba recuperar. Y él... él nunca podría darle eso. Era solo un oficial de policía, y siempre lo sería. Alejandro la llevo como siempre en el caño de la bicicleta. A Natalia le encantaba andar así, abrazada a él, con el viento en la cara y el corazón lleno. —¡Mamá, llegué! —gritó al entrar, feliz. Genoveva apareció en la sala, con una copa de vino en la mano y el ceño fruncido. —¿Dónde demonios estabas? —Fui a comprar un vestido con Alejandro —respondió Natalia, sacando la prenda de la bolsa con una sonrisa—. ¿No es lindo? Me lo regaló él. —¿Ese muerto de hambre te compró esta porquería? ¡Despertá, nena! ¡Estoy harta de decirte que dejes de perder el tiempo con ese pobre infeliz! —No hables así, mamá... El es un gran hombre, además ni que nosotras fuéramos ricas, ya ni para comer hay. La bofetada fue rápida y seca. —¡No me hables así! ¡Poné vos los pies en la tierra! Ese tipo es un pobre oficial de policía, jamás estará a tu nivel. ¡Sos una Pereyra Iraola!. Heredera de la estirpe fundacional del pueblo. Estamos pasando un mal momento, sí, pero eso cambiaría si te fijaras en Leonardo Alzaga. Está interesado en vos. Es el sobrino del Gobernador. ¡Es abogado, tiene una gran fortuna!, dueño de media provincia, en unos años será Gobernador —Y es un bueno para nada, una basura que vive desgraciándole la vida a cada mujer que se cruza. No voy a ser una más en su lista. No me gusta. Ni siquiera me agrada. ¡Entiendelo! —Está bien, cambiemos de tema —dijo Genoveva, girando la copa entre los dedos—. Me llamó la chismosa Gainza . ¿Por qué no te anotaste en el concurso para reina del pueblo? Sos la muchacha más linda de Pereyra . —No vamos a discutir eso otra vez. No me interesa. No es lo que quiero para mi vida. —¿Y qué querés? ¿Llenarte de hijos de ese muerto de hambre? Natalia sintió que algo se quebraba dentro de ella. Tomó el vestido y subió a su cuarto sin decir una palabra. —¡Volvé acá, mocosa! ¡Te estoy hablando! ¡Soy tu madre! ¡Sé lo que es mejor para vos! Pero Natalia ya había cerrado la puerta con llave y había puesto música fuerte. Se sentó en la cama con las mejillas ardiendo y los ojos vidriosos. —¿Por qué no podés quererme, mamá...? —susurró. Se quitó el uniforme del colegio y se puso un short, una remera blanca y sus viejas zapatillas. Era viernes, y tenía que ir a trabajar. Tomó su bandolera y salió. Natalia se limpió las lágrimas, no soportaba tanto dolor. Mientras tanto, en otra parte del pueblo, Rafael Gutiérrez observaba a su hijo esposado a la cama. La acusación era grave: proveer drogas a una menor. Rafael, quien había sido comisario por más de veinte años, había sido destituido de su cargo. La vergüenza lo carcomía, pero más aún la sospecha de que todo eso no era más que una jugada sucia. El padre Aurelio entró al hospital con paso firme, aunque su mirada delataba preocupación. El ambiente estaba cargado de tensión, con médicos moviéndose rápido y oficiales apostados en ciertas puertas. La habitación donde yacía Alejandro estaba custodiada. Un joven con respirador, inconsciente y con las muñecas esposadas a la camilla, era una imagen que golpeaba el alma. En la sala de espera, Rafael Gutiérrez permanecía sentado, con el rostro hundido entre sus manos. Ya no llevaba su uniforme de comisario. Era un padre destruido. Cuando sintió la presencia del sacerdote, levantó la vista. Sus ojos estaban inyectados de rabia y dolor , su semblante, ojeroso. —Padre Aurelio... —susurró con voz ronca. —Rafael —respondió el sacerdote, sentándose junto a él—. ¿Cómo está? —Como si me hubieran vaciado por dentro. Dicen que Alejandro sigue estable... pero no despierta. Y lo tienen detenido, padre. Como si fuera un criminal. Como si hubiera querido hacerle daño a esa muchacha y a ella poco le importa esta casandose... —¿A Natalia? Rafael asintió lentamente. Se frotó la cara con ambas manos, luego las dejó caer sobre sus rodillas. —Mi hijo adora a esa chica. La ha querido desde que era una cria, llevan dos años juntos y siempre la ha respetado. Sería incapaz de hacerle daño. Y menos drogarla... ¡por Dios! ¿Qué clase de monstruo creen que es? —¿Quién lo acusa? —El pueblo entero. Las amigos de Alzaga, los chismes, los cobardes que repiten lo que escuchan. Dicen que ella terminó inconsiente por algo que Alejandro le dio... pero eso no tiene sentido. Él no es así. Jamás usaría la fuerza ni abusaria de alguien. No es de esa clase de hombres. El padre Aurelio lo observó en silencio, midiendo cada palabra. —¿Y Natalia? ¿Has podido hablar con ella? —No. Dicen que está en su casa, pero no contesta. La madre cerró filas. No quiere hablar. Es como si la culpa ya estuviera echada sobre Alejandro sin que nadie se pregunte qué ocurrió de verdad. Ni siquiera sé si ella ha dicho algo. Si lo acusa... si lo defiende... —su voz se quebró—. No saber... es peor. —El silencio también habla, Rafael. A veces grita más que las palabras. Iré a verla. —¿Usted cree que ella...? —No lo sé. Pero voy a buscarla. Voy a mirarla a los ojos. Quizás... aún haya tiempo de que la verdad salga a la luz. —Mi hijo no es un santo, padre. Lo sé. Ha cometido errores, como todos. Pero esto no. Esto no. El padre Aurelio colocó su mano sobre el hombro de Rafael, con firmeza. —Voy a ayudarte, Rafael. Voy a buscar a Natalia y a Dios también, porque lo vamos a necesitar. La justicia de los hombres es frágil... pero aún podemos luchar por la verdad. Rafael lo miró, y por un instante, sus ojos brillaron con una chispa de esperanza. —Gracias, padre. Porque yo... ya no sé en qué creer. —Cree en tu hijo. Y mientras él respire, no te rindas. El padre Aurelio se presentó frente a la antigua casona de los Pereyra Iraola pasadas las cinco de la tarde. El sol comenzaba a ocultarse detrás de los árboles centenarios. Las rejas de hierro forjado estaban cerradas y, para su sorpresa, dos hombres armados custodiaban el portón principal.