Despedida

El sonido de los pasos resonó en el mármol con un ritmo arrogante y seguro. Leonardo cruzó el vestíbulo como si fuera el dueño del mundo, con las manos en los bolsillos y la sonrisa torcida instalada en su rostro. La camisa blanca abierta en el cuello, la chaqueta colgando con descuido sobre un hombro; parecía salido de una fiesta en la que todos bailaban al ritmo que él dictaba.

Natalia lo esperaba en la galería, los brazos cruzados y el rostro pálido. Se habia vestido y peinado, borrado los restos de llanto, pero sus ojos seguían apagados.

Leonardo se detuvo frente a ella y ladeó la cabeza con una sonrisa burlona.

—Me enteré que el metiche del cura estuvo aquí. —Su voz rezumaba veneno.

Natalia negó con la cabeza, con un gesto sereno, contenido.

—Respeta al padre Aurelio —respondió con firmeza—. No te mande a llamar por eso. Tenemos que hablar.

Leonardo alzó una ceja, divertido, y dio un paso hacia ella, obligándola a retroceder hasta que su espalda rozó la pared de piedra. Sus manos no la tocaban, pero su cercanía era una amenaza.

—¿Y qué es tan urgente que mi futura esposa no puede esperar?

Natalia respiró hondo.

—Quiero que dejes tranquilo a Alejandro. Si lo haces... me casaré contigo.

El silencio fue inmediato. Leonardo la miró como si le hubiese contado un chiste. Luego, su sonrisa se amplió, oscura, peligrosa.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —murmuró, inclinándose apenas—. Igual te casarás conmigo.

—Está muy mal —replicó ella, conteniendo las lágrimas que pugnaban por salir—. Y no es culpable. Lo sabes. Y también sabes que hay gente que no cree ni una palabra de lo que se dice. Eso podría arruinar tus planes... políticos, sociales. Una mancha así no se borra fácilmente, Leonardo.

Él entrecerró los ojos.

—¿Y cuál es tu brillante idea?

—Que tú lo liberes. Que todo esto se disuelva. En público diremos que te elegí porque eres un gran partido. Que fue una elección libre. Una historia bonita. Así todos ganan.

Leonardo se echó a reír, con esa carcajada seca que siempre helaba la sangre.

—Suponiendo que ese imbécil despierte, no creo que lo acepte. No es tan sumiso como tú crees.

—Lo hará —contestó ella, sin titubeos—. Porque a diferencia tuya, Alejandro acepta un no como respuesta. Es un hombre, no un cobarde disfrazado de hombre. Si le digo que elegí a otro, lo aceptará... aunque le duela.

El rostro de Leonardo se ensombreció de inmediato. Sin previo aviso, la tomó de la mandíbula y apretó con fuerza, obligándola a mirarlo a los ojos. Su voz fue un murmullo cargado de amenaza.

—No me provoques, Natalia. No estás en posición de hacerlo. Y escúchame bien... si lo libero, y tú no cumples, o si ese idiota llega a convertirse en un estorbo... lo mato.

Natalia lo sostuvo con la mirada, temblando por dentro, pero firme por fuera.

—Entonces asegúrate de matarme también. Porque si le haces daño, te juro que no vivirás para contarlo.

Leonardo la soltó con brusquedad. La rabia ardía en sus ojos, abandono la casa.

El pasillo del hospital olía a desinfectante y soledad. Natalia avanzaba con pasos contenidos, como si el suelo pudiera quebrarse bajo sus pies. A cada paso, su corazón latía con más fuerza, hasta que divisó la puerta: Unidad de Cuidados Intensivos.

Frente a la habitación, Rafael Gutiérrez estaba sentado en una silla plástica. Tenía el rostro envejecido de golpe, los ojos hundidos, la piel cetrina. Al verla, se puso de pie, sorprendido.

—Natalia —murmuró con un tono grave, sin rencor—. Gracias por declarar a favor de mi hijo... Lo liberaron hace una hora.

Ella asintió con un nudo en la garganta.

—Solo dije la verdad. Alejandro sería incapaz de hacer algo así... —tragó saliva con dificultad—. ¿Puedo verlo?

Rafael asintió con una leve inclinación de cabeza.

—Por supuesto. Está inconsciente, pero... él te reconocería aunque no pueda responder. Lo sé.

Natalia cruzó la puerta.

Y entonces lo vio.

El cuerpo de Alejandro estaba cubierto por una sábana hasta el pecho. Tenía la piel cenicienta, los labios partidos, y un hematoma púrpura le cruzaba el pómulo. Tubos y monitores rodeaban su cama como serpientes de plástico. Su pecho subía y bajaba con esfuerzo, sostenido por máquinas.

El mundo se detuvo.

Natalia se llevó la mano a la boca, conteniendo un grito salvaje que nacía desde lo más hondo de su alma. Retrocedió un paso, pero la espalda chocó contra la puerta cerrada. Y allí se dobló, como si el dolor la partiera en dos. Sus hombros temblaban, las lágrimas le corrían por las mejillas sin pudor, y el silencio era apenas roto por el pitido rítmico del monitor cardíaco.

Tardó varios minutos en reunir el valor. Finalmente se acercó, paso a paso, como si caminara hacia una tumba.

Se sentó a su lado, tomó con delicadeza su mano vendada. La besó con ternura.

—Perdóname... —susurró—. No pude hacer nada. Te fallé. Y ahora debo seguir un camino del que no puedo volver.

Sus ojos lo recorrieron, memorizando cada línea de su rostro herido, cada espacio que alguna vez había besado.

—Te quise de verdad... pero ya no puedo seguir. No puedo arrastrarte conmigo.

Apoyó la frente en el borde de la cama, como una penitente rota por dentro.

—Te deseo una vida larga, Alejandro y feliz... aunque no sea conmigo. Debes recuperarte. Te amo.

Se incorporó, rozó su mejilla con los labios temblorosos y salió sin mirar atrás, con el alma hecha trizas y el cuerpo erguido por última vez.

Afuera, Rafael la observó sin hacer preguntas. Entendió todo en sus ojos, y bajó la mirada con respeto. Natalia no dijo una palabra más. Solo se fue, como una sombra que acababa de sepultar su corazón.

Esa noche, la casona de los Pereyra Iraola volvió a encender sus lámparas de cristal. La mesa del comedor principal, larga y vestida con manteles de lino blanco, estaba colmada de copas relucientes, cubiertos de plata y bandejas con carnes exóticas y vinos de reserva. Había risas, brindis y músicos discretos en una esquina del salón.

Pero todo era fachada.

Natalia se sentó junto a Leonardo, vestida con un elegante vestido de seda marfil, con el cabello recogido en un moño bajo y perlas antiguas rodeando su cuello. Sonreía. Sabía cómo hacerlo. Pero detrás de esa sonrisa había un abismo.

Leonardo alzó su copa y rodeó su cintura con un brazo posesivo.

—Por mi futura esposa —anunció en voz alta—. Por el honor de llevar mi apellido.

Los invitados —figuras del ámbito político, empresarial y judicial de Mendoza— aplaudieron con entusiasmo. Genoveva, altiva en la cabecera de la mesa, asintió satisfecha. Todo iba según lo planeado.

Natalia alzó su copa. Nadie notó el leve temblor de sus dedos.

Los flashes de los fotógrafos se sucedieron al final de la velada. Natalia y Leonardo posaron en los jardines, bajo las luces cálidas de faroles antiguos. Él la besó en la mejilla mientras ella mantenía la mirada fija en la cámara, como si con cada fotografía firmara una condena.

A la mañana siguiente, la edición dominical del diario Los Andes llegó a todos los rincones de la provincia. En la sección de sociales, ocupando media página, aparecía una imagen impecable: Natalia sonriendo entre los brazos de Leonardo, él levantando una copa mientras la otra mano descansaba en su cintura con posesión.

“Boda confirmada: Leonardo Alzaga anuncia su compromiso”

La joven Pereyra Iraola formaliza su enlace con uno de los políticos más prometedores de la región. Se espera una boda en las próximas semanas.

El eco de esa mentira comenzó a multiplicarse y expandirse...

Habían pasado dos dias desde el anuncio del compromiso. En la cocina, Genoveva hervía agua para el té, tarareando bajito, de buen humor. Por precaución, aún tenían guardias cuidando la casa. Nadie se fiaba del carácter impredecible de Alejandro quien ya había reaccionado.

Mientras tanto, en el bar del pueblo, Leonardo soltó la noticia como quien deja caer una bomba entre risas:

—El sábado me caso con Natalia Obviamente ya Alejandro se había enterado.Para todos,Natalia se había vendido al mejor postor.

Pasaron los días. El sol del viernes se colaba entre las cortinas pesadas de la casa. Ese era el día en que Natalia iba a limpiar la iglesia, pero Genoveva llamó por teléfono para disculparse. Su hija no volvería a trabajar. Tampoco asistía al colegio. No lo haría hasta después de la boda. Si es que alguna vez regresaba, eso lo decidiria Leonardo. Todo había terminado. Natalia había dejado de luchar. Cada noche deseaba con fervor que la muerte viniera por ella. No comía, no se bañaba, no hablaba. Solo dormía y lloraba. Solo quería morir.

—Natalia, debes levantarte. Hoy traerán tu vestido de novia —insistió Genoveva, con tono firme.

—No me interesa, mamá. Solo quiero dormir —murmuró la joven desde la almohada.

—¡Levántate! ¡Y vete a bañar! —ordenó Genoveva con frialdad, tirando de las sábanas.

Luego de bañarse Natalia cayó sentada sobre el borde de la cama, derrotada.

Por la tarde, Leonardo esperaba en la sala tomando un café, mientras el chofer regresaba con el vestido. Genoveva, ahora sonriente, lo atendía como a un príncipe. La costurera llegó por fin, emocionada.

—Con ese cuerpo, todo le va a quedar de maravilla —dijo la mujer al ver a Natalia.

El vestido era hermoso, pero ostentoso, lleno de encajes y brillos. No reflejaba a la joven que lo probaba sin emoción. Natalia se lo puso en silencio, como una muñeca. No era una novia. Era una prisionera.

—Estás preciosa—dijo Leonardo, observándola.

—El novio no debe ver el vestido antes de la boda. ¡Trae mala suerte! —exclamó la costurera.

—Yo labro mi propia suerte —respondió él con soberbia—. Ajústelo un poco más. Quiero presumirla. No todos los días uno se casa con semejante joya.

Natalia se desvistió y le entregó el vestido a la costurera.

—Señor Alzaga, el jueves por la tarde estará todo listo —informó la mujer antes de marcharse.

Cuando quedaron solos, Alejandro cerró la puerta. Natalia,vestida solo con una bata, retrocedió.

—No me toques —suplicó ella, con las manos temblorosas.

Pero él ignoró su ruego. Se acercó. La rozó con sus dedos. Ella se estremeció.

—Nos casaremos el sábado. Te besaré frente a todo el pueblo. Iremos a la cama. Puedes decidir si será por voluntad... o por la fuerza. Pero ocurrirá.

La besó sin pedir permiso. Ella intentó apartarlo.

Leonardo la miró por encima del hombro, y sonrió con cinismo.

—Serás mía hasta que la muerte nos separe. Abrió la puerta y salió.

El jueves, el vestido llegó. Natalia lo observó colgado, como se observa a una soga. Alejandro no la había buscado. No tenía permitido salir de la casa. Seguía sin recordar del todo.

¿Esa sería su vida? ¿Sería violada por su esposo cada noche? Porque aunque estuvieran casados, seguiría siendo abuso. Ella jamás se entregaría por voluntad propia a Leonardo.

Fue entonces que lo decidió.

Salió de la habitación en silencio, cruzó el pasillo, llegó a la cocina. Tomó un cuchillo. Cuando Leonardo entró en la cocina para hablarle, la encontró cortándose la muñeca. Se lanzó sobre ella y le arrebató el arma.

—¡Genoveva! —gritó con furia.

Corrió al baño, tomó una toalla.

Su madre llegó segundos después.

—¡Llama al médico! ¡Se cortó! —ordenó Leonardo, mientras presionaba la herida, la sangre brotaba.

El corte no había sido profundo. Le dieron puntos. Sobreviviría.

El medico sugirió internarla , pero Leonardo se negó no quería que el rumor de intento de suicidio corriera por el pueblo.

—No la pierdas de vista —ordenó él a Genoveva

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