Tormenta.
Estaban bebiendo el cafe, y conversaban animasamente—¿Y qué saben de Anthoine.? —preguntó Serafina, de curiosa.
—Llamé a Giovanna el día de su cumpleaños —comentó Ariadna mientras servía un poco más de vino en su copa—. Está por retirarse. Prometió que, en cuanto su hijo se haga cargo de todo, vendrá a pasar una temporada aquí.
Esa noche, tras la partida de Hubert y su esposa, el fuego de la chimenea bañaba de luz cálida el salón.
Franco y Ariadna permanecieron sentados, uno junto al otro, envueltos en una atmósfera íntima. La mirada de Franco se posó en su esposa. La luz del fuego danzaba sobre su rostro, haciéndola parecer irreal, etérea. Era tan hermosa que le resultaba casi doloroso de observar.
Sin decir nada, comenzó a acariciarle suavemente el cabello, mientras ella apuraba el último trago de su copa.
—¿Por qué sigues aquí? —preguntó él en voz baja, sin mirarla.
Ariadna giró el rostro hacia él, intrigada.
—¿Cómo que por qué? Porque soy tu esposa. ¿Qué clase de pregunta es esa?