Mundo ficciónIniciar sesiónLa noche había llegado. Las luces de la calle no llegaban a mi apartamento. La única iluminación provenía del brillo de la luna que se colaba por el balcón. Félix había cubierto la ventana con una manta gruesa que sacó de mi armario (y que él, por supuesto, dobló con una precisión geométrica antes de usarla).
Estábamos sentados en el sofá, uno en cada extremo, con Lord Byron acurrucado religiosamente entre los dos, una especie de neutralidad peluda en el campo de batalla. La atmósfera era tan densa que podía cortarse con uno de los cuchillos de mi cocina.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, rompiendo un silencio de casi una hora que me estaba volviendo loca.
Félix sostenía un pequeño artefacto electrónico en su mano, un escáner de frecuencias que había sacado de su minúsculo bolso (¿cómo cabía tanto allí?). Sus ojos estaban fijos en la pantalla que mostraba líneas fluctuantes.
—Revisando. Luca es impulsivo, pero no estúpido. Si lo rastrean, lo hacen a través de la red, no de la calle. Es probable que intenten verificar si hay una huella digital electrónica cerca de aquí. Si alguien está escuchando, lo sabré.
—¿Y si lo están?
—Entonces tendremos que irnos. Ahora. Y tendremos que pasar por las alcantarillas, probablemente —lo dijo con una calma tan absoluta que me hizo creerlo—. Pero no te preocupes. Eres una excelente investigadora de campo. Escribirás el final perfecto.
El humor negro me hizo reír nerviosamente.
—¿El final donde la curvy escritora muere en una alcantarilla? No es un cliché muy popular.
—No. El final donde la escritora sobrevive porque aprendió a usar el miedo como una herramienta.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, concentrado en el escáner. Su rostro, iluminado solo por el tenue brillo de la pantalla, parecía tallado en piedra. Era la primera vez que lo veía completamente desarmado de su performance seductora, enfocado únicamente en la tarea. Era fascinante.
—¿Puedes contarme más de Luca? —pregunté. No para un cliché, sino para entender al hombre a mi lado.
Félix suspiró, cerrando los ojos por un segundo antes de responder.
—Luca es la razón por la que no soy arquitecto. Él es la razón por la que siempre tengo que ser el gemelo "bueno", el que limpia, el que ordena. Desde niños, si había un problema, era él. Si había un caos, era él. Yo desarrollé el orden como un mecanismo de defensa. El problema es que el sol... —Hizo una pausa—. El sol no entiende de sombras. Luca te ve como una cosa, un medio para un fin. Yo te veo como una ecuación que necesito resolver. Es la diferencia entre nosotros.
Me quedé en silencio, asimilando la verdad cruda.
—Tú quieres ser mi guardián.
—Yo quiero ser tu equilibrio, pero no puedo tocarte. Es tu regla. Y mi palabra... vale más que el caos de mi hermano. Él ya te hubiera tocado en diez posiciones diferentes.
Estaba por responder cuando el escáner emitió un sonido agudo y repetitivo.
El corazón se me detuvo.
—¿Qué es eso? —murmuré. Ya me veía tratando de escapar por las alcantarillas.
Félix reaccionó en una fracción de segundo. El escáner cayó, y en un movimiento rápido y brutal, me agarró de la bata y me tiró al suelo. Me envolvió con su cuerpo, haciéndonos rodar detrás del sofá, el único mueble lo suficientemente grande para ocultarnos.
—Zitta. Silenzio, cazzo —susurró contra mi oído, su voz tan baja que vibraba a través de mi tímpano. Eran órdenes en italiano, y la urgencia era absoluta.
Sentí el frío del piso de madera bajo mi mejilla y, sobre mí, el peso caliente de su cuerpo, su pecho duro aplastándome. Su brazo estaba extendido, cubriendo mi cabeza. El olor a perfume caro y adrenalina me inundó. Estaba aterrada, pero extrañamente segura. Había roto la regla, por primera vez, pero por necesidad.
Afuera, un coche redujo la velocidad. Oí el suave crack de las ruedas sobre la grava de la calle. El motor se detuvo.
El silencio fue ensordecedor. Contuve la respiración, sintiendo el ritmo rápido y fuerte del corazón de Félix latiendo contra mi espalda. Nuestras piernas estaban peligrosamente entrelazadas bajo el sofá. El miedo real me había congelado.
El sonido vino después: un golpe sordo en la puerta de la calle.
—Polizia —murmuró Félix, su voz tensa, el peligro real ahora.
Un segundo golpe, más fuerte.
—¡Señora Abigail! ¡Abra la puerta! ¡Tenemos una orden de registro por sospecha de ocultar un fugitivo!
Mi sangre se congeló. ¡Me habían encontrado!
Félix me apretó más fuerte contra el piso, su aliento caliente y furioso en mi cuello. El contacto era tan íntimo, tan forzado, que me hacía desear el beso de antes. ¿Pero en qué estaba pensando? Estaba a punto de morir o de ser llevada presa y yo deseando a este criminal.
—No digas nada. No respondas. Si no abres, no pueden entrar sin romper la puerta, y eso toma tiempo —me siseó al oído.
Lord Byron, el gato, ajeno al drama mortal, saltó del sofá y comenzó a maullar lastimosamente en la cocina, justo donde estaba el plato de risotto que comimos en la cena.
—Cristo, il gatto —maldijo Félix entre dientes. Tuve que aguantar una carcajada nerviosa.
El maullido del gato alertó a la policía. Se escuchó un murmullo de voces.
—Hay alguien dentro. El gato maúlla. ¡Abra ahora, señora!
Félix tomó mi mano con agarre fuerte y la llevó a mi boca, silenciándome con la palma de su mano. Sus ojos, en la penumbra, brillaban con una intensidad homicida. Me estaba preparando para la pelea. Yo estaba en el regazo de un mafioso fugitivo, con la policía en la puerta y un gato traidor. Era la mejor inspiración que jamás tendría.
El tercer golpe fue un impacto seco y definitivo.
—¡Último aviso! ¡Vamos a forzar la entrada!
Félix me miró, y vi una decisión fría y despiadada en su rostro, pero de repente, se detuvo. Su mirada se fijó en la ventana cubierta, luego en mi rostro aterrorizado, y finalmente en el escáner olvidado.
—Un momento —murmuró, su voz apenas audible—. Es una trampa.
¿Una trampa?
En ese instante, la sirena de un coche patrulla sonó fuerte, muy cerca, y luego... se alejó. El golpe en la puerta no se repitió. Se escucharon pasos que se retiraban rápidamente.
Félix se quedó inmóvil, todavía presionándome contra el suelo, escuchando hasta el último susurro de la calle. Pasaron diez segundos, luego veinte, que se sintieron como una eternidad.
Finalmente, su cuerpo se relajó. Se incorporó con cuidado, luego me ayudó a sentarme, su mano todavía rozando mi cintura por un segundo más.
—Falsa alarma. No era la policía de verdad. Era una trampa de distracción. Querían que abriera o que encendiera alguna luz para confirmar que estaba aquí —explicó, la adrenalina aún haciendo que su respiración fuera irregular.
Nos quedamos en la penumbra. Yo me senté, temblando, con el cuerpo dolorido, pero la mente gritando con vida. El miedo real había evaporado todo el deseo, solo para reemplazarlo con un vínculo más peligroso: la necesidad mutua de supervivencia.
Félix tomó mi rostro entre sus manos, sin ejercer presión, solo sosteniéndome. Sus pulgares se rozaron peligrosamente cerca de mis labios.
—Tuve que romper la regla por supervivencia, preciosa. No por placer, pero la noche es larga —susurró.
Se inclinó para tomarme de los hombros y luego me atrajo a su pecho, en un abrazo fuerte y no sexual, solo buscando consuelo en la seguridad de saber que estaba vivo.







