Capítulo 4

Me sumergí en mi estudio con la puerta cerrada, y el zumbido de la voz de Félix en italiano en el balcón era ahora el telón de fondo de mi concentración. No entendía las palabras, pero el tono era urgente, autoritario, lleno de órdenes.

El sonido era el de un jefe. De un hombre que controlaba no solo los números, sino también la vida de muchas personas. Era el eco de un mundo que no me pertenecía, invadiendo mi pequeña burbuja de seguridad.

La mezcla de esos murmullos graves con el aroma del risotto, que ahora inundaba por completo el apartamento, me estaba volviendo loca. Mi bloqueo había desaparecido por completo, reemplazado por la necesidad urgente de escribir sobre la mezcla de peligro y confort que él representaba. Escribí un capítulo entero donde mi heroína, Alana, aceptaba su destino.

Agotada, me levanté y fui a la sala. Félix seguía en el balcón, con el torso apoyado en la barandilla, absorto en su llamada. El sol del mediodía le daba un brillo bronceado a su espalda y a sus brazos, el contorno de su cuerpo resaltado contra la luz. Era una imagen tan perfecta que me detuve a observarla, como una artista ante una escultura.

Cuando terminó, guardó su teléfono en el bolsillo. Sus ojos verdes se encontraron con los míos. El silencio entre nosotros era tan fuerte como el estruendo de un trueno.

—¿Terminaste? —pregunté, con la voz sonando ronca, haciendo de cuenta que no me desnudó emocionalmente hace un rato.

—Por ahora. Mis hombres saben que estoy fuera del juego por un día más. Luca está ocupado "estabilizando" el negocio. —Hizo un gesto vago con la mano, restándole importancia a sus operaciones criminales.

—Me alegra que tu palabra valga algo, Romanotti. Porque a este punto, mi cordura está pendiente de un hilo.

Félix sonrió, la promesa de peligro brillando en sus ojos. Volvió a la cocina, se acercó a la mesa y sirvió dos platos del cremoso risotto. Me tendió uno.

—La locura es la mayor musa, escritora. Cómelo. Es de un secreto familiar que solo usamos para celebraciones. No contiene ningún veneno, lo prometo —aclaró.

Acepté el plato y nos sentamos. Comer su comida, tan rica, tan compleja, tan fuera de lugar en mi pequeño y humilde apartamento, fue otro acto de rendición.

—¿Por qué me ayudas, Félix? —pregunté de repente, dejando el tenedor.

Él me miró fijamente. Su expresión era ilegible.

—¿Ayudarte? No te ayudo. Estoy usando tu invisibilidad, pero te diré por qué te veo, Abigail. Porque veo en ti el mismo miedo que me obligó a mí a ponerme un traje. El miedo a ser honesto. Tú te escondes en tu casa. Yo me escondo en mi perfección.

—Entonces, ¿somos prisioneros juntos? —inquirí.

—Somos un motor.

El aire se enrareció de nuevo. La luz de la sala le daba a sus ojos verdes una profundidad hipnótica. Él no vestía traje, pero el peligro estaba allí, envolviéndome como una promesa.

—¿Y tú por qué no eres el líder de la mafia, si eres tan inteligente y pareces más en control? —quise saber.

—Porque no quiero el trono. Luca ama el poder, la sangre, el ruido, la atención. Yo amo el silencio, la eficiencia, los números, y... la tranquilidad. La tranquilidad de tener una vida fuera de las balas. Por eso soy el que se encarga de las finanzas y de los tratos. Y por eso estoy escondido aquí, en el apartamento de una escritora que usa pijamas de ositos.

Nos quedamos en silencio, solo se escuchaban los choques del tenedor sobre los platos, pero sentía su mirada sobre mí, quemando mi piel.

—No me mires así —pedí, con la garganta seca. El calor en mi estómago no era de la pasta.

—¿Cómo te miro, Abigail? —Su voz era baja, profunda, un susurro peligroso que me hizo sentir que mi propia respiración era demasiado ruidosa.

—Como si estuvieras midiendo la distancia de la regla número uno —confesé, sintiendo que mi voluntad se desvanecía.

Él sonrió, un brillo de pura picardía en sus ojos. Se inclinó sobre la mesa, poniendo su rostro peligrosamente cerca del mío.

—Créeme. La distancia ya está medida. Es cero. Solo necesito un pretexto. Un pequeño, dulce pretexto.

Comí el último bocado y me puse de pie, sintiendo el calor subir por mi cuello y mi pecho. Me sentí obligada a alejarme.

—No te lo daré.

—¿Segura? —Félix se levantó y se acercó, atrapándome entre la mesa y su cuerpo.

No me tocó, pero la presión de su cuerpo, la promesa de su cercanía, era peor que cualquier contacto. Sentí su calor, su aroma masculino, su aliento en la coronilla de mi cabeza. Mis ojos viajaron automáticamente a su boca. Sentí mi cuerpo, con todas sus curvas, palpitar por el roce que no llegaba.

Suspiré, un sonido tembloroso y débil. Él se inclinó, oliendo mi cuello, sus labios apenas rozando mi piel.

—Hueles a vainilla, a albahaca y a... pánico delicioso. Tu cuerpo te está traicionando, preciosa.

—Por favor, Félix, aléjate —pedí con toda mi fuerza de voluntad.

—Lo haré, pero no sin dejarte claro algo, escritora. Tu escritura será un éxito por la tensión que creas. Nuestra historia será un éxito por la tensión entre nosotros. Y la tensión no dura para siempre.

—La prohibición… —recordé, mi voz apenas un jadeo.

Félix levantó una mano, rozando mi mejilla con el dorso de sus dedos. El contacto fue breve, pero quemó.

—La prohibición es para los tontos que no saben lo que quieren. Tú quieres ser tocada. Y yo quiero romper una regla.

Se inclinó. Su aliento cálido rozó mis labios, pero no hubo contacto. Se detuvo en el umbral del beso, deteniendo todo el universo con ese acto. Podía sentir el calor que irradiaba, el aroma a menta y cítrico. Era una tortura lenta. Me agarré a su camiseta, mis dedos apretando el algodón, rogándole que cruzara la línea.

—¿Olvidaste que soy un hombre de palabra, preciosa? —susurró, su voz baja y rasposa, cargada de una victoria controlada.

Me quedé sin aliento. Él no había roto la regla. Yo estaba temblando, deseando que lo hiciera, pero él se había detenido justo a tiempo.

Se enderezó, una sonrisa lenta y triunfante curvando sus labios. Era el rostro de la paciencia y el poder.

—Voy a lavar esto —dijo, y se alejó para recoger los platos, con su movimiento casual contradiciendo la tormenta que había dejado en mí.

Me quedé allí, sentada en el sofá, con los labios ardiendo por el contacto que no fue. Mi cordura se había salvado, pero mi deseo estaba en llamas. El gemelo bueno se había ido a la cocina, a pocos metros.

Y la tarde era larga.

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