Capítulo 7

El abrazo protector de Félix no duró más de un minuto, pero fue una eternidad. Fue la rendición al miedo, el consuelo brutal de saber que la persona más peligrosa de la habitación era mi aliado. Se apartó, tan abruptamente como me había abrazado. El contacto físico fue reemplazado por la tensión del aire frío.

—Andiamo —ordenó en italiano. Su voz era áspera, el control había vuelto—. La adrenalina es una perra. Necesitas beber algo.

Caminé a tientas hasta la cocina.

—El gato es un traidor nato —murmuré, tomando un vaso de agua.

—El gato es inteligente. Sabe quién tiene el control de la comida y la seguridad —replicó Félix, sus ojos buscando y encontrando su escáner en el sofá. Lo recogió, revisando los datos—. La trampa fue ordinaria. El radio de la frecuencia era demasiado amplio. Estaban probando, pero significa que me están buscando en esta zona. Nos quedaremos fijos en la sala, por ahora.

—¿Cómo vamos a dormir? —pregunté. El espanto por el espacio reducido era más fuerte que el pánico por lo que acabamos de pasar.

Félix sonrió, una sonrisa tensa y agotada.

—En este sofá. Es tu casa, preciosa. El piso es mío. 

—¡Pero yo no puedo dejarte durmiendo en el piso! Te destrozará la espalda.

—No me destrozará. He dormido en peores lugares, pero si quieres, podemos probar la arquitectura humana. Tú en un extremo, yo en el otro. Lord Byron será nuestra línea de demarcación. —Señaló al gato, que ya se había acomodado en el centro del sofá.

Acepté con un suspiro. Era la única opción.

Me dirigí a mi habitación, cerrando la puerta y sintiendo un momentáneo alivio. Me quité mi bata naranja y me puse un pijama de algodón, más grueso y menos revelador que el de ositos de la noche anterior. Me cepillé los dientes y, por el rabillo del ojo, vi mi cama con suspiro. 

Salí de la habitación, llevando una almohada extra y una manta. Félix estaba recostado contra un brazo del sofá, ya con los ojos cerrados. Su cuerpo estaba tenso, pero respiraba de forma regular. El silencio de la noche era interrumpido solo por el débil ronroneo del gato.

Me acosté en el extremo opuesto. El sofá era diminuto. Mi cabeza tocaba el brazo de Félix, y mi cuerpo, inevitablemente, rozaba sus muslos. Cerré los ojos, sintiendo cada músculo de mi cuerpo vibrar por la adrenalina. No podía dormir.

Horas más tarde, el agotamiento me venció. Entré en una especie de sueño ligero, lleno de sirenas, cuchillos y risottos que sabían a sal.

Y entonces sucedió. En el limbo de la inconsciencia, mi cuerpo, buscando calor o consuelo, se movió. Di media vuelta, encogiéndome, y mi mano se extendió. No encontré tela ni cojines. Encontré piel caliente y dura.

Mi mano se posó firmemente sobre el abdomen de Félix. Sentí el músculo tenso, la respiración profunda bajo mi palma. Estaba sin camiseta.

La reacción fue instantánea. No mía, sino suya.

Félix se despertó de golpe, con un gruñido ahogado. Su mano, automática, se cerró alrededor de mi muñeca con la fuerza de un tornillo de banco. Abrí los ojos en la oscuridad, desorientada y aterrada.

—Che cazzo! —siseó en italiano, la furia y la confusión en su voz.

—¡Lo siento! ¡No lo hice a propósito! —jadeé, mi voz temblorosa.

Su agarre no se suavizó de inmediato. Estaba completamente despierto, su cuerpo se había tensado en un estado de alerta que era aterrador. Podía sentir el latido acelerado de su pulso bajo sus dedos.

Me soltó, su mano se retiró como si mi piel quemara. Se alejó de mí, encogiéndose en su lado del sofá.

El contacto se había roto, pero el daño ya estaba hecho.

El breve roce había sido más potente que cualquier beso fallido. Fue un contacto inconsciente, que violó la regla sin la intervención de la voluntad. Fue la verdad física de nuestra cercanía.

Me quedé inmóvil, temblando bajo la manta. No pude dormir más.

El amanecer llegó lentamente. Apenas logré cerrar los ojos en las últimas dos horas.

Me levanté en silencio, sintiéndome como un zombie. Lord Byron se estiró en el hueco que había dejado en el sofá y se acurrucó contra el muslo de Félix, quien seguía durmiendo, o fingiendo que dormía, su rostro en un estado de paz que parecía completamente falso.

Necesitaba desesperadamente una ducha. La adrenalina de la noche me había dejado cubierta de un sudor frío y pegajoso. Caminé al baño con mi toalla, sintiendo la mirada invisible de Félix en mi espalda.

Cerré con el pestillo y abrí la ducha. Me desvestí, sintiéndome expuesta aun con una puerta de por medio. El vapor llenó rápidamente el espacio, creando una niebla que se escapaba por la parte inferior de la cortina.

El sonido del agua golpeando mi cuerpo era el único ruido en el apartamento. Mientras me enjabonaba el cabello, escuché un suave golpe en la puerta.

—¿Abigail?

La voz de Félix era grave, recién despierta, y sorprendentemente suave. Me encogí de hombros, mi corazón dio un vuelco.

—¿Sí?

—Necesito entrar. Solo para un momento.

—¿Qué? ¡Estoy en la ducha! Espera diez minutos.

—No puedo esperar diez minutos. Necesito agua caliente. Mi contacto me acaba de mandar un mensaje. Tenemos una pequeña ventana de oportunidad para verificar si esa trampa de anoche fue una señal para un ataque en la tarde. Necesito afeitarme y estar presentable. Tengo que llamar a Luca y no puedo parecer un fugitivo desaliñado. Andiamo, cinco minutos, preciosa.

—¡No! —dije, sintiendo que mis mejillas ardían.

—Mira, entiendo —dijo él, su tono volviéndose ligeramente seductor y manipulador—. No voy a verte. No voy a abrir la cortina. Solo me quedaré en el lavabo, de espaldas a ti, pero necesito afeitarme y vestirme. ¿O quieres que Luca me vea como un desastre?

Su argumento era lógico y despiadado. La necesidad de la mafia contra mi pudor.

—Bien, pero juro por Lord Byron que, si te giras, te mato.

—Perfetto. Yo te juro que te mato de hambre si no me dejas limpiar esta barba —dijo, y escuché el suave clic del pestillo siendo abierto con algo.

¿Cómo carajos…? En fin, es mafioso, obviamente sabe cómo abrir una cerradura.

La puerta se abrió. La niebla del vapor se hizo más densa. No lo vi, pero lo sentí. Félix entró. No se giró. Inmediatamente, fue hacia el lavabo. Oí el clic de un objeto de metal sobre el mármol, seguido del sonido de agua corriendo.

Me quedé completamente inmóvil bajo el chorro de agua. Sentía cada curva de mi cuerpo, cada gota resbalando por mi piel, y la vergüenza se mezclaba con una excitación terrible. Estaba completamente desnuda, a un metro de un mafioso fugitivo que me ignoraba profesionalmente.

Podía oír su respiración. Oí el suave raspado de la hoja de afeitar contra su piel. Olí el jabón de afeitar, mentolado y picante, que se mezcló con el aroma de mi champú de coco.

El silencio de la noche anterior se había roto por el sonido más íntimo de la rutina humana.

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