Mundo ficciónIniciar sesiónA la mañana siguiente, me desperté con el sonido de mi propia alarma. Me senté en la cama, tardando cinco segundos en recordar que tenía un mafioso sin camiseta durmiendo en la sala de mi casa, a diez metros de mi cama.
Me quedé quieta, conteniendo la respiración, escuchando.
Nada. Ni un crujido, ni una respiración pesada. Solo el leve zumbido del calefactor y el reloj marcando segundos, como si mi vida fuera una bomba de tiempo.
Me levanté de un salto, con el corazón latiéndome furiosamente. Me puse una bata gruesa de color naranja —la menos sexy del planeta Tierra— para cubrir mis curvas, que a esa hora parecían tener vida propia. Caminé hacia la cocina con pasos silenciosos, como si el piso pudiera delatarme.
La escena que encontré fue una bofetada a mis expectativas de "peligro". Félix estaba sentado en mi sillón, totalmente vestido esta vez con ropa que debió tener escondida en su minúsculo bolso: unos jeans oscuros que hacían que mis fantasías sobre su trasero se sintieran baratas, y una camiseta negra de algodón que resaltaba la definición de sus hombros y bíceps.
Estaba leyendo. Y no, no era un informe de negocios turbios. Era Cumbres Borrascosas, un libro que sacó de mi estante de "Clásicos Intocables".
—Buenos días, Abigail —dijo, sin levantar la vista de las páginas, con esa voz baja, rasposa y tranquilamente provocadora—. ¿Tanto miedo te doy que tienes que ponerte dos capas de tela para verme? ¿Y por qué estás vestida como un cono de tránsito?
Me sonrojé hasta la raíz del pelo. Sentí mis curvas aún más expuestas bajo el algodón de la bata.
—No. Y ese es mi libro favorito, no lo estropees con tus manos de... matón.
Él sonrió, cerrando el libro con suavidad y mirándome.
—¿Matón? Yo soy el gemelo bueno y sensible. Luca es el que destroza libros. Yo soy el que entiende el drama de la prohibición y la pasión destructiva —dijo, su voz cargada de un doble sentido que me hizo estremecer. Deslizó el dedo sobre la portada antes de dejar el libro sobre la mesa—. Me gusta Heathcliff. Es impulsivo, dramático... como mi hermano. Yo soy más bien el que se queda en la sombra, observando el caos que mi gemelo crea. —Sus ojos verdes me estudiaron, peligrosamente atentos—. Aunque debo decir que el caos te queda bien.
Intenté ignorarlo. Abrí la cafetera con un movimiento brusco y el aroma familiar del café recién hecho me devolvió un poco de control.
—La prohibición es mi única regla —dije, sirviéndome una taza sin mirarlo.
—Ni mi tiquis —recitó él con tono burlón, parodiando mi tono.
Se puso de pie y, sin cruzar la sala, el espacio entre nosotros se redujo al instante. Él era demasiado grande para mi apartamento. Demasiado imponente. Podía oler el mentol de su pasta dental, el toque cítrico de algo caro, como un perfume de alto nivel. Era un aroma limpio, peligroso y adictivo.
—Exacto —murmuré, sintiendo mi boca seca.
—Pero, ¿y si te digo que la prohibición es lo que hace que todo sea diez veces más excitante? Es un motor, Abigail. Una vez que algo se vuelve prohibido, se vuelve lo único que puedes desear. ¿No es así como se escribe el mejor romance?
Me giré, enfrentándolo. Estábamos tan cerca que la tela de mi bata apenas rozaba su pecho. No me estaba tocando, pero la presión magnética era casi insoportable.
—Mira, Romanotti. No soy como las mujeres con las que estás acostumbrado a tratar. Soy una escritora, estoy bloqueada, tengo una deuda... y una barrera psicológica que me impide confiar en hombres como tú, hombres de poder que creen que pueden tomar lo que quieren. Necesito esta distancia para funcionar, ¿entiendes? Necesito cordura para escribir la m****a de cliché que la gente quiere —solté sin parar.
Félix ladeó la cabeza y su expresión se volvió pensativa.
—Bien. Distancia tendrás. Si necesitas la distancia para escribir, te la daré. Soy un hombre de tratos, y mi palabra vale más que cualquier contrato legal, pero no te garantizo que la necesites para funcionar, preciosa. Hay otros tipos de inspiración.
Se alejó, dirigiéndose a la cocina. Abrió la despensa como si la casa fuera de él.
—¿Y bien? ¿Dónde está el atún del gato? Lord Byron no esperará por la alta literatura —expresó.
La tensión se desinfló por completo, sustituida por el ridículo. Lord Byron apareció de la nada, frotándose contra el tobillo de Félix, ignorando por completo mi presencia.
—¡Hey, traidor! —le dije a mi gato.
Félix se agachó. Ver a ese hombre, con el cuerpo de una escultura griega y la expresión de un asesino, en cuclillas para darle comida a un gato, fue surrealista. Lord Byron se acurrucó instantáneamente en el hueco de su codo, ronroneando como un motor.
—Tu gato tiene mejor gusto que tú, Abigail. Al menos él sabe reconocer a su verdadero proveedor de atún —dijo, mientras abría una lata y la ponía en el plato—. Ya toqué a Lord Byron, ¿llamarás a la policía?
Puse los ojos en blanco y me di la vuelta, ocultando una sonrisa. Llevé mi café al estudio y cerré la puerta. Observar la interacción entre el mafioso y mi mascota, llena de una ternura inesperada, fue desquiciante. Me senté en mi escritorio y, por primera vez, las palabras no eran un esfuerzo. Eran una urgencia. El ronroneo de mi gato y la respiración silenciosa de Félix a mi espalda se convirtieron en el ritmo de mi corazón.
Comencé a escribir la escena donde Alana, la protagonista, conoce al gemelo bueno, inspirada por la mezcla de peligro y ternura. Y no pude dejar de preguntarme si Félix era realmente el gemelo "bueno" o solo el más paciente.
Al mediodía, mientras yo intentaba concentrarme en la traición de un personaje secundario, un aroma imposible invadió mi estudio. Era una mezcla de ajo, mantequilla, especias y algo profundamente italiano.
Salí, obligada por el hambre, la curiosidad y la pura desesperación.
Félix había transformado mi desordenado mostrador en un escenario de MasterChef. Había ordenado mágicamente las especias, sacado de dónde yo no sabía qué utensilios, y estaba picando perejil y albahaca fresca con una precisión quirúrgica.
—¿Qué demonios estás haciendo? —exigí, sintiéndome infantil y tonta. Mi intento de almuerzo gourmet había sido pan tostado con mermelada. Él estaba haciendo arte.
Sonrió, sin dejar de remover la olla con un movimiento circular perfecto que demostraba la práctica de un cocinero experto.
—Almuerzo. Los hombres de números necesitamos combustible de calidad. No puedes mantener una organización criminal con latas de atún para humanos y café de máquina. Necesitas precisión, y la precisión empieza con la nutrición.
—Yo mantengo mi vida con eso —repliqué, cruzándome de brazos.
Sentí que mi batallón de curvas era inadecuado frente a su perfección culinaria. Yo estaba acostumbrada a la comodidad del desorden; él era el orden encarnado.
Félix apagó el fuego, poniendo la tapa a la olla con un cuidado casi reverente. Se apoyó en el mostrador, girando su cuerpo musculoso para mirarme.
—Ese es el problema. No solo dejas que el mundo te aplaste, sino que comes como si no merecieras algo mejor —dijo, levantando la vista. Sus ojos verdes se clavaron en mí con una franqueza incómoda, despojándome—. ¿Qué perdiste, Abigail?
La pregunta me tomó por sorpresa. Me hizo enojar. Me hizo querer golpearlo por su presunción.
—¿Perder? No he perdido nada. Solo estoy... bloqueada.
—Mentira. La gente no se refugia en una pila de novelas baratas y un pijama de ositos a menos que haya perdido el valor de exponerse. La gente que se esconde detrás de las curvas es porque no quiere ser vista. Vives en el anonimato voluntario —susurró en voz baja y filosa—. Yo te veo. Te veo perfectamente, Abigail. Y veo que no es la falta de ideas lo que te tiene bloqueada, es el miedo a que te lean de verdad, a que te descubran como escritora y como mujer.
Sentí mis mejillas arder. No era un coqueteo; era una disección brutal. Era la verdad que yo no quería admitir.
—No tienes derecho a... No sabes nada de mí —repliqué, con voz temblorosa.
—Mira, mi vida es la pérdida constante de libertad. Cada decisión, cada paso que doy, está dictada por Luca, por el negocio, por la necesidad de ser invisible. Tengo que ser pulcro, eficiente, el de traje. Yo no puedo tener un sueño que me haga feliz, solo un negocio que me haga rico. Mi vida es una mentira constante para proteger el verdadero caos. —Hizo una pausa—. Tú tienes la libertad de escribir lo que quieras, de ser quién quieras, pero la has cambiado por el pánico. Te escondes de la crítica, de la gente, de tu propio potencial. ¿Quién es el verdadero prisionero aquí?
La crudeza de su verdad me hizo temblar. No por miedo a él, sino por miedo a mí misma, por la punzada de ver mis excusas destruidas por un criminal fugitivo.
—Me enojas —murmuré.
—Bien. Usa esa rabia. Vuelve a tu estudio y escribe cómo el gemelo malo rompe el espíritu de la heroína —ordenó, con un gesto de la mano, como si fuera mi capataz creativo.
Me di la vuelta, lista para regresar a mi escritorio y desatar toda mi furia en el teclado.







