Mundo ficciónIniciar sesiónEl resto de la tarde fue una prueba de resistencia. Después del almuerzo, volví a mi estudio en un frenesí. La adrenalina del casi-beso y el golpe de realidad de su monólogo sobre mi "anonimato voluntario" me habían encendido. Las palabras fluían como nunca. En mi novela, Alana y el gemelo malo estaban a punto de consumar un trato peligroso, y yo podía sentir cada punzada de ese riesgo en mi propia piel.
Trabajé hasta que la luz anaranjada del atardecer se coló por la ventana, tiñendo el estudio de un color melancólico. Mi mente estaba agotada, y mis dedos, manchados de tinta, estaban entumecidos. Salí de mi burbuja de creación para encontrar que la burbuja de Félix Romanotti se había expandido.
No estaba haciendo risotto. Estaba haciendo inventario.
El centro de la sala, que siempre había sido mi desorden creativo —pilas de libros de referencia, revistas viejas, cojines olvidados, mantas de lana sin doblar—, había sido atacado. Félix estaba de rodillas, con una pulcritud que bordeaba la neurosis, organizando mi estantería de ficción.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, sintiendo un leve pánico al ver mis preciados libros movidos.
—Organizando. Esto es un desastre, Abigail. Tienes a Camus al lado de una novela romántica de vampiros. El caos es aceptable en el arte, pero no en la infraestructura. Un buen edificio tiene fundamentos sólidos. Y tú vives en el caos.
Se levantó, usando un dedo para quitar una fina capa de polvo invisible de la cubierta de mi copia de El Gran Gatsby.
—Además —añadió, girándose para enfrentarme, su mirada recorriendo mi figura—, un hombre necesita algo que hacer con las manos. Si no puedo estar usándolas en algo divertido, al menos puedo construir un sistema de catalogación decente. ¿Por qué tienes una colección de poetas en la sección de cocina?
—Porque... si estoy cocinando, necesito inspiración para frases bonitas —balbuceé, sintiéndome estúpida.
—Mentira. Los tienes allí porque es donde caben. Tienes miedo de usar todo tu espacio. Miedo de tener una estantería de libros serios y que alguien te juzgue. Te gusta la imagen de escritora de clichés, porque es un disfraz —expresó con tono serio.
Me mordí el labio, furiosa. Él no tenía derecho a ver tanto.
—Y tú eres un experto en disfraces, ¿no? —contraataqué, acercándome a él hasta que solo nos separó la estantería—. El hombre que viste un traje para ocultarse y que ahora está escondido en mi apartamento vistiendo jeans baratos, jugando al bibliotecario. ¿Qué clase de fachada es esa?
Félix dejó el libro con un suspiro audible, y el brillo juguetón desapareció de sus ojos.
—El traje es mi armadura. Me protege de que me vean como Luca. Él es puro instinto, pasión sin control. Es el sol que consume todo. Yo soy la luna, fría y precisa, solo reflejo su luz y su sombra. Y sí, estoy construyendo un sistema aquí porque si no tengo orden, el caos me traga por completo —explicó.
Caminó hacia una de mis mesas auxiliares, donde había una pila de fotografías antiguas. Eran fotos mías, de hace años, antes del bloqueo y la deuda. Yo estaba más delgada, sonriendo en un evento literario, junto a un hombre. Mi ex.
Félix tomó la foto con cuidado. Su pulgar rozó mi antiguo rostro sonriente.
—¿Quién es? —quiso saber.
—Nadie importante —dije, sintiendo la vieja herida quemar.
—No mientas. Tu expresión es de victoria, pero tus ojos son cautelosos. Él es el motivo de tu bloqueo, ¿verdad? El hombre de poder que te tomó, te usó y te convenció de que no eras suficiente.
Tragué saliva. Era escalofriante lo fácil que le resultaba desarmarme. Mi ex era un editor de alto nivel que se había burlado de mis novelas, etiquetándome como "material de cliché para pagar las cuentas". Además, no le bastó humillarme con eso, sino que se acostaba con mujeres diciéndoles que, si lo satisfacían, serían publicadas como best seller. Era un tipo asqueroso, ni siquiera sé por qué seguía teniendo esa foto sobre la mesa.
—Él me enseñó que la pasión es peligrosa —dije en voz baja.
—La pasión sin control es peligrosa. La pasión controlada es poder. Y tú tienes el poder, Abigail. Lo siento en tu frustración. Y lo leo en tus curvas. Las usas como un escudo para mantener a la gente a distancia, ¿no? Para que solo vean la envoltura, y no la escritora brillante que se esconde adentro.
—¡Basta! —grité, golpeando la estantería. Lord Byron, que dormía en el sillón, levantó la cabeza y me miró con reproche—. Deja de leerme. Es mi casa, y mis reglas.
Félix se quedó inmóvil. La tensión entre nosotros ahora no era solo deseo, era un duelo de voluntades. Él quería romper mis muros; yo quería mantener mi anonimato.
—Reglas. Bien. —Dejó la foto en su sitio, sin romper el contacto visual. Su voz era apenas un murmullo—. La noche se acerca, y con la noche, el peligro es más palpable. Hice un par de llamadas, mis hombres van a revisar el perímetro de la zona. Es una medida de precaución. Por un par de horas, seremos invisibles de verdad. Sin luces, sin ruido.
Me estremecí, no por su cercanía, sino por la mención de sus "hombres" y el "peligro". Creo que estaba escondiéndose de algo mucho más alarmante que la policía.
Félix se apartó apenas un paso, pero su presencia seguía llenando el aire, como si incluso la distancia obedeciera su voluntad.
Me crucé de brazos, fingiendo que no temblaba, aunque por dentro sentía el pulso acelerado.
—¿De qué peligro hablas exactamente? —pregunté, intentando sonar casual.
—Del que no se ve —respondió sin dudar—. El más difícil de esquivar.
Sus palabras quedaron suspendidas entre nosotros, tan pesadas como el silencio que siguió.
Félix volvió a la estantería y colocó el último libro con una precisión que rozaba la ternura. Por un segundo, la luz dorada del atardecer delineó su perfil: la mandíbula tensa, los ojos calculadores, pero también una sombra de cansancio, de algo que tal vez era culpa.
Era un hombre que necesitaba tener el control de todo... incluso de mi desorden. Y yo, idiota, me estaba acostumbrando a tenerlo en mi espacio.
Lord Byron bostezó, ajeno al caos emocional que habitaba entre nosotros. Félix bajó la mirada hacia el gato, luego hacia mí.
—A veces pienso que los animales entienden más de lo que muestran —murmuró—. Este te protege. Lo noto.
—Lo hace mejor que la mayoría de los hombres —respondí, con una sonrisa amarga.
Él sostuvo mi mirada y, por un instante, no hubo ironía, solo una especie de comprensión muda.
No sabía si debía sentirme a salvo o en peligro.
Quizás ambas cosas.







