Capítulo 35

El auto rugió como un animal herido, cortando el tráfico con una precisión brutal. Los gritos de la gente y el olor a neumáticos quemados quedaron atrás, convertidos en un eco caótico que Félix atravesaba con una frialdad aterradora, casi inhumana.

Yo estaba en el asiento del copiloto, con el cuerpo rígido, sintiendo el aire espeso y cargado dentro del habitáculo. La risa histérica que había burbujeado en mi pecho minutos antes se evaporó por completo, reemplazada por el temblor silencioso de mis manos apoyadas en el regazo. Aún sentía el roce helado del miedo trepándome por el cuello, como una sombra que se negaba a irse.

—Demonios —masculló Luca, inclinándose desde el asiento trasero, con la mandíbula tensa y la voz áspera—. Velásquez nos vio. Y nos vio contigo, ángel.

Félix no respondió de inmediato, pero la tensión marcada en la línea de su mandíbula fue más elocuente que cualquier palabra. Conducía con la mirada fija en el retrovisor, vigilando cada reflejo, cada sombra, como si
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