Capítulo 2

El olor a café recién hecho flotaba en el aire, mezclándose con el leve aroma salado del sudor de Félix. Estaba sentada, temblando en mi propio sofá, sintiendo el frío del piso de madera, mientras él se movía en mi diminuta cocina con la confianza y la facilidad de un depredador que ha marcado su territorio. Él no se veía ni remotamente asustado. Yo me sentía como un ratón en la jaula de un león.

—¿Café solo o con leche? —preguntó, con esa voz grave y rasposa que me recordaba al caramelo quemado, dulce y peligroso, como si no acabara de inmovilizarme y confesar que su hermano es un líder de la mafia.

—¿No vas a usar ese cuchillo contra mí? —repliqué. Intenté levantarme, pero mis piernas seguían débiles.

Él soltó una risa seca, poniendo sus ojos verdes en blanco. Parecía aburrido de mi pánico.

—No. Y por favor, deja de temblar, me pones nervioso —dijo, volviendo con dos tazas humeantes—. Sentémonos y hablemos como personas civilizadas. No te haré daño, ya te lo prometí.

Acepté la taza con manos firmes, sujetando la porcelana caliente para estabilizarme. El terror seguía ahí, pero se estaba transformando en una curiosidad enfermiza y una adrenalina muy peligrosa. La parte de mi cerebro que escribe clichés gritaba: ¡Anótalo! ¡Anótalo todo!

—Empieza a explicarte, y que sea rápido. ¿Mafia? ¿Gemelo? ¿Y por qué demonios la policía te confunde con él si, supuestamente, tu hermano es el capo? —pregunté, tratando de sonar firme. 

Félix bebió un trago largo, observándome por encima del borde de la taza. Su mirada me desnudaba más rápido que cualquier caricia. Suspiró, como si explicar su vida criminal fuera una tediosa obligación.

—Mi nombre es Félix Romanotti, como acabo de presentarme. Mi hermano gemelo, idéntico a mí hasta el último lunar, es Luca Romanotti. Él es... más ambicioso que yo. Digamos que heredó el negocio familiar. Y el negocio familiar, en nuestro caso, es la mafia más grande de la costa. Manejamos todo, desde el puerto hasta la construcción.

—¿Y tú colaboras... a veces? —inquirí.

—Sí. Soy el chico de los recados, el que limpia los desastres, el que negocia los tratos y, sobre todo, el que maneja las finanzas. Luca es el rostro intimidante; yo soy el rostro... conveniente. Pero esta noche, él tenía que encontrarse con un contacto y la reunión salió mal. Hubo un tiroteo. —Hizo una pausa—. La policía lo vio huir en la dirección equivocada, pero... él es el doble de rápido. Yo, en cambio, estaba cerca, en un punto de vigilancia, y me confundieron con él. Nuestros hombres lo van a cubrir, pero yo necesito desaparecer un par de días hasta que la búsqueda se enfríe.

—¡Me estás pidiendo que oculte a un criminal en mi casa! —exclamé, poniéndome de pie y volviendo a sentir el pánico. Mi voz sonaba aguda.

—No a un criminal. A un hombre de negocios un poco... alternativo —replicó, con una calma que me sacaba de quicio—. Y no por mucho. Solo necesito tres días, Abigail. Tres días. Mi hermano me sacará de este lío. ¿Crees que la policía buscaría al gemelo de Luca Romanotti en la casa de una escritora curvy y solitaria que vive en un barrio de clase media y usa pijamas de ositos?

El término "curvy y solitaria" me dolió más de lo que debería, pero la verdad de su argumento me paralizó. Era invisible. Nadie me buscaría jamás.

Me crucé de brazos, sintiéndome estúpida e imponente a la vez.

—Un momento. ¿Cómo diablos sabes que soy escritora? 

Félix sonrió de nuevo, esa sonrisa devastadora que me hacía sentir que el oxígeno era innecesario y mi pijama, una ofensa a su exquisito gusto. Se puso de pie, y el cambio en la atmósfera fue instantáneo. La gravedad de su presencia era abrumadora.

—Tengo un doctorado en leer personas, Abigail. Soy un mafioso, no un banquero —dijo, dando un paso hacia mí. Tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para mantener el contacto visual—. Yo no reviso documentos para ver quién vive dónde. Sé leer la vida de alguien en un vistazo.

Su mirada se detuvo justo encima del arco que separaba la sala de mi diminuto estudio, cuyas paredes estaban literalmente cubiertas con mi mente desordenada.

—Post-its. Cientos de ellos. Tienen nombres de personajes, ideas de tramas, notas sobre cuándo debe haber un quiebre en la trama... —continuó, su tono volviéndose ligeramente seductor mientras detallaba mis neurosis—. Tienes esquemas de historias en servilletas viejas. La mitad de los libros de esta estantería están marcados con pestañas de colores en los capítulos de diálogo. Y luego está esto...

Se acercó a mí, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Él no me tocó, pero se detuvo lo suficientemente cerca como para que el aire entre nosotros se calentara. Con un movimiento rápido, tomó mi mano izquierda.

—Tienes tinta negra en el nudillo de tu dedo índice. Una mujer que vive rodeada de notas, que huele a vainilla y a tinta barata de la librería de la esquina, y que tiene el descaro de estar tomando vino sola a las casi dos de la mañana... es una escritora. Y a juzgar por la cantidad de vino que bebiste, una que está muy, muy bloqueada.

Me quedé helada. Tenía razón en todo. Estaba completamente desnuda emocionalmente ante él.

—Bien. Supongo que esto será... investigación de campo —murmuré, sintiendo un rubor que me ardía en las mejillas. 

La parte creativa de mi cerebro ya estaba vibrando con un potencial argumento. Félix sonrió de oreja a oreja. La expresión era pura travesura, desarmante y encantadora.

—Tenemos un trato —dijo, extendiendo la mano para sellarlo.

Lo miré, dudando. Aceptar ese trato era firmar un contrato con el diablo. Acepté. El roce de su piel cálida contra la mía fue una descarga eléctrica. Sentí un hormigueo que bajó por mi brazo y se ancló en mi estómago, una sensación que me hizo soltar la mano como si quemara.

Rápidamente, recuperé la compostura.

—Reglas —dije con firmeza, tratando de sonar profesional—. Necesitamos poner límites. Primera regla: No me tocas. No más. Nunca.

—Una lástima. Me gustan las mujeres con curvas y con carácter. Y me encantan los pijamas de ositos —susurró, haciendo un puchero con sus labios y con un brillo divertido en esos ojos verdes que prometían ardor.

—Segunda regla: Mi estudio es zona sagrada. Necesito escribir, así que prohibido entrar. Si me distraes, pierdes tu refugio —continué. 

—Entendido. El santuario de la musa es intocable.

—Tercera regla: Pagarás tu parte. Las latas de atún de mi gato no son gratis, y yo no vivo de la caridad.

Félix soltó una carcajada fuerte. Sacó un fajo de billetes doblados del bolsillo trasero de su pantalón. Era una cantidad obscena de dinero, diez veces lo que ganaba en un mes. Lo lanzó sobre la mesa de café, despreocupadamente.

—¿Suficiente para el atún del gato? Y para redecorar el apartamento. Y para que no tengas que preocuparte por un maldito año.

Lo tomé con mi mente dando vueltas. Esto era libertad financiera a cambio de un peligro inminente. Miré el dinero, luego a él, luego a mi pijama de ositos.

—Bienvenido a tu escondite, Félix Romanotti, pero si tocas a Lord Byron, te juro que llamaré a la policía.

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