El vapor del agua caliente empañaba el espejo, difuminando el reflejo del hombre que, a medio metro de mí, parecía no tener nervios en el cuerpo.
Yo estaba detrás de la cortina de la ducha, con el corazón latiendo a un ritmo frenético contra mis costillas. Sabía que debía salir, secarme y enfrentar el día (y la presencia intimidante de mi huésped forzado), pero la humedad era un escudo.
—Tu mano en mi abdomen anoche... —Su voz rompió el silencio, baja y controlada, pero con una punzada de algo más, algo afilado.
Mi corazón se aceleró, golpeando como un tambor.
—Fue un accidente. Estaba dormida —mentí, o al menos, dije la verdad a medias. La mano había estado dormida, pero el cuerpo despierto recordaba la sensación del músculo tenso bajo mi palma.
—Lo sé —dijo sin dejar de afeitarse—, pero me despertó con una eficiencia brutal. Me hizo saltar como un niño.
El agua de la ducha caía sobre mi espalda, caliente y rítmica. Su tono era tan tranquilo que dolía.
—Me recordó la regla —añadió—.