Jonah Lewin Benson ha muerto, en su testamento ha dejado una importante Cláusula, la más importante de todas; que su nieta Anne, contraiga matrimonio con el importante Magnate hotelero Alexander Delacroix. un pasado une a ambos, el cuál Anne quiere olvidar puesto que odia Alexander por romperle el corazón. ¿podrán volver a amarse?
Leer másCuando se escuchó la última palada de tierra sobre el ataúd de mi abuelo, supe que mi tiempo en aquella mansión había terminado. El mundo que conocía se derrumbó con ese sonido seco, final. Era plenamente consciente de que nadie en esa casa me tenía verdadero afecto. Yo era la hija del hijo ilegítimo de Jonah Lewis Benson, el primogénito, sí, pero nacido de una mujer que no era su esposa.
Mi padre nos dejó al cuidado de mi abuelo cuando nuestra madre y nuestro hermano menor murieron en un accidente aéreo. Teníamos apenas cinco y cuatro años. Sumido en su dolor, se refugió en las empresas y nos olvidó. Patrick, mi hermano, se fue en cuanto cumplió los dieciocho años para irse a la universidad. Nunca regresó. Yo, en cambio, me quedé. Permanecí al lado del abuelo y estudié Negocios Internacionales en la universidad más cercana.
La familia de mi abuelo —o más bien su esposa— nunca nos aceptó. Eleanor era una mujer fría, clasista y racista. Con ella tuvo tres hijos: los gemelos William y Edward, y una hija, Margaret. Mis tíos eran inútiles que solo sabían estirar la mano para vivir del fideicomiso. Margaret, casada en un matrimonio por conveniencia, era el vivo retrato de su madre: vacía, elegante y calculadora.
Eleanor fingía afecto solo cuando mi abuelo estaba presente. A solas, nunca ocultó su desprecio. Sabía que debía marcharme de la casa donde había vivido desde los cuatro años. Aunque tenía un trabajo en una de las empresas familiares —puesto que mi padre logró asegurar antes de desaparecer en algún país del Medio Oriente—, no sabía qué diría el testamento. El abuelo me quería, eso sí, pero nunca fue claro sobre lo que dejaría en mis manos.
Nadie lloraba aquel día, excepto yo. Mi padre no llegó al funeral. Ni siquiera llamó. Patrick envió una escueta nota de condolencias, prometiendo llegar el mismo día del entierro… cosa que aún no ocurría. El resto de la familia parecía aliviada, como si finalmente se libraran de una carga. La enfermedad del abuelo había sido larga, incómoda y pública, a pesar del dinero suficiente para costear enfermeras y personal.
El abogado de la familia se acercó con paso firme pero respetuoso. Informó a cada uno que el testamento sería leído esa misma tarde, en la biblioteca de la mansión. La ausencia de Samuel, mi padre, no era un impedimento: asistiría por videollamada.
Yo me quedé un momento más en el cementerio, frente a la tumba cubierta de flores. Mandé colocar los arreglos más coloridos que encontré, porque el abuelo amaba los colores. Quise regalarle eso, al menos una última vez.
—Te esperamos en la casa de tu abuelo —me dijo el abogado, su voz suave, cargada de consideración—. Sé cuánto lo querías, Anne. Y sé cuánto te duele, más aún desde que Patrick se marchó.
—Sí —respondí, con lágrimas escurriendo por mis mejillas pálidas—. Sin mi abuelo… me siento sola. Él era mi mayor soporte. Sé que ahora tengo que irme de lo que ha sido mi hogar durante veinticuatro años… pero tenía que pasar.
—Tómate tu tiempo —dijo el hombre, con una leve presión de su mano arrugada sobre mi hombro.
Minutos después, en la gran mansión Lewis Benson, los automóviles de la familia estaban aparcados con elegancia frente al porche. Todos estaban ya reunidos en la biblioteca: los mellizos con sus esposas e hijos, Margaret con su esposo, la esposa del difunto Jonah sentada con expresión imperturbable. Patrick, al parecer, había llegado sin avisar y ya estaba ahí, de pie junto a la ventana, silencioso.
El abogado abrió un sobre lacrado. Su voz rompió el silencio con solemnidad.
—El día de hoy se leerá la última voluntad de Jonah Lewis Benson. Un hombre de negocios. Un patriarca. Un padre… de cuatro hijos.
Y entonces comenzó la verdadera tormenta.
Era de día. No pude dormir en toda la maldita noche. Los primeros rayos del sol entraron por mi ventana. La alarma del reloj comenzó a sonar de forma repetida. Sentía que la sangre abandonaba mi cuerpo. Me resistía a levantarme… pero al mal paso, darle prisa, o al mal tiempo buena cara… o como fuera que se dijeran esos malditos dichos. Siempre había sido independiente, pero en esos momentos solo quería tener a alguien que me protegiera. Patrick era emocionalmente distante; al parecer, él tenía sus propios asuntos y preocupaciones como para que yo viniera a cargarle los míos. Eso no lo haría. No me gustaba causar molestias. Me dirigí al baño; quizá unos minutos sumergida en la tina me ayudarían a tranquilizarme. Volvería a tenerlo de frente. ¡Maldito Alexander!, grité en mi mente. Sentía que desfallecería en cualquier momento. Me bañé, me cambié. El reflejo en el espejo mostraba a una mujer hermosa, de cabello negro y facciones suaves. Me devolvía la mirada, ansiosa y con lágrimas en
Pasaron los días y yo me había encerrado en mi habitación. Los otros miembros de la familia abandonaron la mansión, principalmente la odiosa de Elanor. Sentía que el aire se hacía cada vez más pesado. Mi hermano no había regresado a su trabajo; al contrario, se había quedado en la mansión. Al parecer, esperaba que yo abandonara esa actitud, pero no lo hacía. En esos días, lo único que podía hacer era pensar en la fiesta número treinta de Alexander. --- Cuatro años atrás... La fiesta en el elegante hotel de los Delacroix estaba en su apogeo. Alexander, el festejado, sostenía la mano de su hermosa prometida, Anne Lewis Benson. El joven caminaba entre los invitados, y con cada uno de ellos tomaba una copa o algún trago, para incomodidad de Anne, quien solo había asistido ese fin de semana para celebrar con su prometido. El lunes siguiente regresaba a la universidad. El hombre se sentía feliz: tenía a la mujer que amaba a su lado, a sus padres, abuelos, amigos y familiares. Las pe
—¡Me encanta ese arreglo, abuelo! —expresó con tanta felicidad en su voz el hombre de cabellos castaños y mirada gris—. Volver a ver y tener cerca a Anne... Alexander miró con emoción a su abuelo, quien lo observaba desde su silla de ruedas. —En este momento deben estar leyendo el testamento, Alexander —habló el señor Delacroix—. Espero que, en esta ocasión, las cosas con Anne no terminen mal, y que por fin puedan estar juntos. Nunca entendí por qué terminaron, ni por qué ella te mandó al diablo después de tu fiesta de cumpleaños, hace cuatro años... Alexander observó a su abuelo con el ceño levemente fruncido. —Te soy sincero, abuelo... no recuerdo mucho de esa fiesta —dijo Alexander. Miró a su abuelo e intentó recordar algunas escenas de su cumpleaños número treinta, pero por más que lo intentaba, era imposible. Lo único que tenía muy fresco era el rostro lleno de lágrimas de su prometida Anne, gritándole que no lo quería ver nunca más en su vida. — —Debió ser algo muy fuerte.
Todos en la biblioteca se notaban tensos. Me acerqué a Patrick para saludarlo con un beso en la mejilla, al cual respondió con un suave abrazo. En medio de mi dolor, sentí una pizca de fugaz alegría: por fin, mi hermano regresaba a su casa, a la mansión Lewis Benson. El abogado de la familia carraspeó con tranquilidad para hacerse notar. Las personas que nos encontrábamos reunidas en el lugar alzamos la mirada hacia el escritorio que en muchas ocasiones había sido utilizado por mi abuelo. En una pantalla conectada a internet, estaba a punto de comenzar una videollamada. Al otro lado se encontraba mi padre, sentado, con esa fisonomía tan odiosa que siempre me había causado miedo… y a la vez, repulsión. La voz del abogado familiar nos trajo de regreso a la realidad. Las miradas de los gemelos y su madre eran como aves de rapiña; por fin tendrían carta libre en las empresas familiares. Su hermana se mostraba indiferente. A ella no le preocupaba en absoluto la empresa; lo único que le i
Cuando se escuchó la última palada de tierra sobre el ataúd de mi abuelo, supe que mi tiempo en aquella mansión había terminado. El mundo que conocía se derrumbó con ese sonido seco, final. Era plenamente consciente de que nadie en esa casa me tenía verdadero afecto. Yo era la hija del hijo ilegítimo de Jonah Lewis Benson, el primogénito, sí, pero nacido de una mujer que no era su esposa. Mi padre nos dejó al cuidado de mi abuelo cuando nuestra madre y nuestro hermano menor murieron en un accidente aéreo. Teníamos apenas cinco y cuatro años. Sumido en su dolor, se refugió en las empresas y nos olvidó. Patrick, mi hermano, se fue en cuanto cumplió los dieciocho años para irse a la universidad. Nunca regresó. Yo, en cambio, me quedé. Permanecí al lado del abuelo y estudié Negocios Internacionales en la universidad más cercana. La familia de mi abuelo —o más bien su esposa— nunca nos aceptó. Eleanor era una mujer fría, clasista y racista. Con ella tuvo tres hijos: los gemelos William y
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