—¡Me encanta ese arreglo, abuelo! —expresó con tanta felicidad en su voz el hombre de cabellos castaños y mirada gris—. Volver a ver y tener cerca a Anne...
Alexander miró con emoción a su abuelo, quien lo observaba desde su silla de ruedas.
—En este momento deben estar leyendo el testamento, Alexander —habló el señor Delacroix—. Espero que, en esta ocasión, las cosas con Anne no terminen mal, y que por fin puedan estar juntos. Nunca entendí por qué terminaron, ni por qué ella te mandó al diablo después de tu fiesta de cumpleaños, hace cuatro años...
Alexander observó a su abuelo con el ceño levemente fruncido.
—Te soy sincero, abuelo... no recuerdo mucho de esa fiesta —dijo Alexander. Miró a su abuelo e intentó recordar algunas escenas de su cumpleaños número treinta, pero por más que lo intentaba, era imposible. Lo único que tenía muy fresco era el rostro lleno de lágrimas de su prometida Anne, gritándole que no lo quería ver nunca más en su vida.
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—Debió ser algo muy fuerte. Recuerdo que Jonah estaba igual de consternado. ¡Ustedes se iban a casar! Llevaban un noviazgo muy bonito, y yo sé que siempre has amado a Anne —dijo el hombre mientras sacaba un envoltorio de chocolate de su bata de satén.
Alexander negó con la cabeza. Su abuelo era fanático de los chocolates. Aunque los tenía prohibidos por el médico, siempre encontraba la manera de comer unos cuantos al día.
Meses antes de la muerte del señor Lewis Benson, él y Alexander habían tenido una reunión para hablar del futuro de las sociedades que pensaban formar. El hombre sabía lo inútiles que eran sus hijos mellizos, la poca importancia que su primogénito le daba a la empresa —ya que este se había dedicado a la empresa de su familia materna—, y que su hija solo era una mujer sin inteligencia ni visión para los negocios. Su única esperanza era Anne, quien sentía un amor genuino por la corporación.
El matrimonio le sentaba bien a Alexander. Amaba a Anne, pero igual en su orgullo de hombre no le perdonaba que nunca hubiese querido escucharlo. Aunque habían pasado muchos años, nunca dejó de amarla. Pero ella, tan terca y con esa determinación que muchas veces lo hacía rabiar, no quiso escucharlo. Se limitó a lanzarle el anillo de compromiso a la cara y a decirle que lo odiaba, que no se le ocurriera buscarla ni mucho menos ponerse frente a ella.
Algo en su interior le decia que Anne no había dejado de amarlo, y este trato le sentaba de maravilla a él, para sus planes y demás deseos, la voz de su abuelo lo trajo a la realidad
—¿Estás preocupado? —preguntó el abuelo al ver al hombre que se había quedado callado, con la mirada perdida en un pasado que aún dolía como si hubiera sido apenas unos días atrás.
—Me preocupa que no acepte, abuelo. Que no acepte las cláusulas del testamento de su abuelo —dijo Alexander, ansioso, ignorante de todo lo que sucedía en la lujosa mansión de los Lewis Benson. Conocía a la perfección a Anne: ella nunca se dejaba imponer nada, y mucho menos por dinero. Y era lógico; siempre había tenido todo.
—No te preocupes, Alexander. Aceptará. Ella bien sabe cómo son las alianzas —mencionó el abuelo con los ojos llenos de esperanza. Su querido nieto no había sido el mismo desde que él y Anne terminaron. La boda, y todos los sueños de tener la casa llena de niños corriendo, se esfumaron el día que la joven Anne terminó el compromiso con su nieto.
Alexander miró su celular. Aún tenía de fondo de pantalla la foto que se habían tomado cuando se comprometieron, durante su viaje en una góndola en Venecia. Suspiró al ver los rostros llenos de felicidad que ambos tenían.
—En verdad, abuelo, me gustaría recordar qué sucedió. Solo sé que tomé demasiado. Quería festejar mi cumpleaños... Anne nunca me dijo nada, se limito a lanzarme el anillo y gritarme su odio, pero abuelo yo hare que recapacite, haré que me vuelva a amar; yo igual debo de sanar el dolor que todo esto dejo en mí —su voz sonaba sincera y mortificada.
De regreso en la mansión de los Lewis Benson, todas las miradas se dirigían hacia Anne. En su rostro se reflejaba la confusión; parecía que un fuerte golpe en la cabeza la hubiera dejado aturdida por varios minutos.
El nombre de Alexander Delacroix retumbaba en su mente. ¿Cómo podía haberle hecho esto su abuelo? ¿Casarse con el hombre que más odiaba en este mundo? Las imágenes de cuatro años atrás regresaban a su memoria, y las ganas de gritar o salir corriendo del lugar se apoderaban de ella. Pero tanto su voz como sus piernas estaban entumecidas.
El abogado parecía haber terminado de recitar el testamento de su abuelo, y los involucrados comenzaron a gritar y a maldecir, todos excepto Patrick, quien se quedó en silencio. Miraba fijamente a su hermana menor, que aún tenía el rostro pálido y los ojos llenos de lágrimas.
—¡Ustedes no obtendrán nada! —gritaba uno de los mellizos—. ¡Vamos a impugnar el testamento! —dijo, airado—. ¡Nuestro padre no pudo dejarle todo a esa niña estúpida!
—¿Qué pasaría si Anne no se casa con Delacroix? —preguntó Patrick. Esa cláusula le parecía absurda, especialmente después de lo sucedido entre ellos dos.
—La herencia se iría a la caridad —mencionó el abogado con tranquilidad—. Su abuelo sabía lo que hacía, y quería a Patrick. Pueden ver que es legal: hay testigos. Su abuelo redactó este testamento hace tres años. No tiene mucho.
Anne seguía en estado de shock. Amaba las empresas familiares. Trabajaba allí. Su vida entera había estado enfocada en algún día dirigirlas y hacerlas crecer. Ahora era ese momento... pero esa estúpida cláusula de matrimonio —peor aún, con el ser humano que más aborrecía en el mundo— la descolocaba. ¿Qué diablos pensó su abuelo?
—Tienen que firmar. Y no, William, perderías el juicio de impugnación. Su padre estaba perfectamente consciente de lo que dictaba y quería —su voz sonaba cansada—. El resto del testamento es claro: esta casa también es de Anne, y las otras propiedades se dividirán en partes iguales entre los hijos. Así que firmen —dijo el abogado, mirando con fastidio a los gemelos.
Algo me trajo de nuevo a este mundo, y esa tercera persona se desvaneció. Tenía que salir de la biblioteca y gritar. Sentía que la mirada de mi hermano intentaba descifrar mis pensamientos, pero no podía.
Mi voz salió de la garganta como un susurro que se escuchó como una orden. En realidad, era una orden. Por fin, esta era mi casa, y esas personas no tenían nada que hacer allí.
—¡Váyanse! ¡Váyanse de mi casa! —les grité a Elanor y a toda esa bola de cuervos. Patrick sabía que no me dirigía a él, pero aun así salió de la biblioteca. Los otros intentaron protestar, pero al ver que no conseguirían nada, se fueron, no sin antes lanzarme una mirada de desprecio.
Tendría que ver de nuevo a Alexander. Náuseas llegaron a mi estómago y, con ellas, las lágrimas comenzaron a fluir.