¿un hijo?

Era de día. No pude dormir en toda la maldita noche. Los primeros rayos del sol entraron por mi ventana. La alarma del reloj comenzó a sonar de forma repetida. Sentía que la sangre abandonaba mi cuerpo. Me resistía a levantarme… pero al mal paso, darle prisa, o al mal tiempo buena cara… o como fuera que se dijeran esos malditos dichos.

Siempre había sido independiente, pero en esos momentos solo quería tener a alguien que me protegiera. Patrick era emocionalmente distante; al parecer, él tenía sus propios asuntos y preocupaciones como para que yo viniera a cargarle los míos. Eso no lo haría. No me gustaba causar molestias.

Me dirigí al baño; quizá unos minutos sumergida en la tina me ayudarían a tranquilizarme. Volvería a tenerlo de frente. ¡Maldito Alexander!, grité en mi mente. Sentía que desfallecería en cualquier momento. Me bañé, me cambié. El reflejo en el espejo mostraba a una mujer hermosa, de cabello negro y facciones suaves. Me devolvía la mirada, ansiosa y con lágrimas en los ojos. No podía permitir que ese maldito viera cuánto aún me afectaba su presencia.

Tomé un poco de café. Sentía que no me cabía nada más en el estómago; de hecho, parecía que tenía algo vivo dentro, a punto de salir. Mejor no arriesgarme a comer. El corazón latía a mil. Leí algunos correos de la oficina, los respondí. Envié mensajes dando instrucciones. Todo de forma automática.

Me dirigí a la biblioteca. Desde que esa desagradable mujer se había marchado, por fin se podía respirar paz en la casa. Esperaba, con todas mis fuerzas, no tener que verla nunca más. Mis pensamientos aún revoloteaban en eso cuando el mayordomo anunció la llegada de mi abogado, el abogado de la familia. Había venido con el acuerdo prenupcial.

—Me da gusto que estés aquí —dije con tranquilidad, mientras él saludaba de forma solemne y me entregaba el documento con las cláusulas.

Matrimonio legal solo por un año, no más. En caso de infidelidad por parte de Alexander, una pensión vitalicia para ella.

Cero intimidad.

No hijos.

Renunciar a cualquier bien.

Estas y otras cláusulas estaban expuestas. Yo estuve de acuerdo. No quería tener nada que ver con ese hombre. El matrimonio solo sería de fachada. No quería intimidad con él, no quería hijos, no quería nada que me uniera a él por más tiempo.

Un toquido suave a la puerta me hizo levantar la mirada del documento. El viejo mayordomo, jefe del personal de la mansión, estaba allí para anunciar a los visitantes.

—El señor Alexander Delacroix y su abogado se encuentran aquí, señorita. ¿Los hago pasar? —me preguntó.

El corazón comenzó a latirme de manera desbocada. Alexander estaba ahí. No asistió al funeral de mi abuelo, ni fue al panteón. Al parecer, no estaba en la ciudad. Pero en ese momento, eso no me importó...

—Sí, hazlos pasar. Envía, por favor, un servicio de café y té —pedí con voz firme. Me levanté del asiento. Este era un contrato. Había firmado miles desde que comencé a trabajar con el abuelo. Había asistido a muchas reuniones con hombres de negocios, socios... Ya no era la joven tímida que fue prometida a Alexander.

Alexander Delacroix entró con un impecable traje azul marino y camisa blanca. Inmediatamente reconocí las mancuernillas que llevaba. Yo se las regalé en aquel viaje a Venecia, en una de las tantas joyerías de esa hermosa ciudad italiana. Su corbata de seda era color granate, y su mirada seguía siendo igual de cautivadora.

El tiempo pareció detenerse, y sentí que las piernas se me volvían gelatina. Pero no le daría el gusto de verme vulnerable ni frágil. Con un ademán, los invité a sentarse.

—Buenos días, Alexander. Viktor —saludé también al abogado—. Bueno, estamos aquí para cerrar un negocio… para hablar del matrimonio que mi abuelo me impuso. Pero en verdad, yo no lo quiero ni lo deseo. —Miré con resentimiento a Alexander, quien no desvió la mirada.

El silencio incómodo se instaló en la biblioteca. El primero en romperlo fue el abogado de la familia Lewis, diciendo que todos sabían por qué estaban allí.

—Bueno, como cada uno de los presentes sabe las circunstancias, les mostraremos el acuerdo prenupcial que la señorita Anne quiere que firmes, Alexander —habló el abogado, pasándole el folder con el documento.

Alexander comenzó a leer. A medida que avanzaba entre cláusulas y puntos, su entrecejo se fruncía más y más. No era por enojo, sino por el nerviosismo de verla. Anne estaba más hermosa de lo que recordaba. Era una tortura para él. Pero aun así, no iba a firmar sin protestar. Si bien el matrimonio era un acuerdo, eso no significaba aceptar todo lo que ella quería.

—Bien, firmaré el acuerdo. Pero con una modificación: quiero un hijo —dijo Alexander con voz firme—. Si no quieres intimidad, puede ser por otros medios: inseminación artificial o vientre de alquiler. Pero quiero un hijo.

Anne frunció los labios, molesta.

—El contrato dice: sin hijos, Alexander. No quiero estar unida a ti de por vida, y un hijo nos uniría para siempre. Además, la cláusula deja claro que será solo por un año, y no pienso pasar más tiempo unida a ti. Que eso quede establecido —dije con voz implacable. No iba a ceder.

—Anne, querida, no tienes elecció, quiero un hijo, y eso no tiene negocioación, por mucho que aun te amé  —replicó él, con ese tono odioso suyo—. Si no acepto casarme contigo, lo pierdes todo.

Lo vi encogerse de hombros, divertido, como si se lo estuviera pasando en grande. Maldito imbécil… tenía razón. Yo estaba en sus manos.

Tenía que tragarme el orgullo. La dignidad. Pero no aceptaría tener un hijo con él.

¡No tendría un hijo con Alexander!

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