La mansión de los Lewis Benson respiraba un silencio espeso, como si las paredes mismas guardaran secretos que se negaban a salir a la luz. En el despacho, bajo la penumbra de la tarde, una madre y un hijo se enfrentaban. Marie O’Farrel permanecía de pie, erguida junto al escritorio de caoba, mientras Jonah, con los ojos oscuros y cargados de reproche, se hallaba sentado en uno de los sillones de cuero. El aire era pesado, cargado de resentimiento.
—¿Por qué, madre? —rompió el silencio Jonah, con la voz grave, quebrada por la herida que aún ardía. Sus palabras eran como un cuchillo afilado—. En verdad me duele, demasiado. No puedo creer que tú, precisamente tú, hayas participado en el engaño. Viviste conmigo el sufrimiento de perder a mi esposa y a mi hijo. Viste mis lágrimas, escuchaste mis noches de rabia y desvelo. Sufrí… y mis hijos también.
Su voz se hizo más áspera, casi un rugido contenido.
—Sí, reconozco que tuve parte de la culpa por dejarlos con mi padre y con Eleanor. Pero