Alexander tenía una sonrisa cargada de burla, y yo sentía que la sangre me hervía. Mi abogado leía con calma el contrato prenupcial, repasando cada una de las cláusulas. La exigencia del hijo era inquebrantable; al parecer, Alexander no pensaba ceder en ese punto.
—¿Vas a firmar, Anne? —su voz, seductora y calculada, me sacó de mis pensamientos.
Pensé en las empresas, en las familias que dependían de ellas. Si me negaba a firmar, podía perder la herencia, y entonces mis tíos y mi padre acabarían vendiendo. Los primeros por ambición, mi padre porque tenía su propia empresa. Patrick, al ver que todo se desmoronaba, también vendería sus acciones. Pensé en los empleados y sus familias. No podía permitirlo. Tenía que tragarme el maldito orgullo.
—¡Pásame el maldito bolígrafo! —exclamé, molesta.
Firmar cada hoja era como sellar mi sentencia. Me comprometía a tener un hijo con ese hombre. El abogado de Alexander —su mejor amigo de toda la vida— sonrió con suficiencia al recibir los documento