Pasaron los días y yo me había encerrado en mi habitación.
Los otros miembros de la familia abandonaron la mansión, principalmente la odiosa de Elanor. Sentía que el aire se hacía cada vez más pesado.
Mi hermano no había regresado a su trabajo; al contrario, se había quedado en la mansión. Al parecer, esperaba que yo abandonara esa actitud, pero no lo hacía.
En esos días, lo único que podía hacer era pensar en la fiesta número treinta de Alexander.
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Cuatro años atrás...
La fiesta en el elegante hotel de los Delacroix estaba en su apogeo. Alexander, el festejado, sostenía la mano de su hermosa prometida, Anne Lewis Benson.
El joven caminaba entre los invitados, y con cada uno de ellos tomaba una copa o algún trago, para incomodidad de Anne, quien solo había asistido ese fin de semana para celebrar con su prometido. El lunes siguiente regresaba a la universidad.
El hombre se sentía feliz: tenía a la mujer que amaba a su lado, a sus padres, abuelos, amigos y familiares. Las personas que más le importaban estaban ahí para festejarlo.
—Creo que no deberías tomar tanto, Alex —habló la mujer con un poco de molestia—. No son ni las nueve de la noche. Vas a arrepentirte mañana por la mañana.
Anne, vestida con un elegante vestido rojo de seda, miró a su prometido con creciente enojo.
—Cariño, no te enojes. ¡Hoy cumplo treinta, por fin! —exclamó él con alegría—. Ya desde el lunes seré el CEO. Al parecer, hoy es mi último día de irresponsabilidad, así que deja que lo disfrute —dijo, acercándose a besarla en los labios.
La noche transcurría, y había más invitados, más alcohol. Alexander se separó un momento de Anne, quien ya platicaba con unos amigos en común. Su hermano Patrick también asistió a la celebración. Ruido, música y copas circulaban en abundancia.
Anne comenzó a sentirse inquieta. Era tradición que, en cada cumpleaños, el festejado diera un pequeño discurso —o uno largo, dependiendo del estado etílico del momento—. Solo esperaba que Alexander estuviera en pie y lo suficientemente sobrio para poder darlo. De lo contrario, tendría que pedir dos tazas de café bien cargado para bajarle la borrachera.
Salió al pasillo del gran salón del hotel, y el ruido de unos tacones y unos zapatos le llamó la atención. Nunca fue curiosa; su personalidad siempre fue prudente y discreta... salvo en esta ocasión.
Escuchó risas de mujer y una voz masculina que reconoció al instante: la voz de Alexander.
Caminó con rapidez, siguiendo las pisadas. En la esquina que llevaba a los ascensores de las habitaciones más elegantes del hotel, vio una escena que le partió el corazón.
Alexander estaba besando con pasión a una mujer rubia, de piel pálida. Anne la reconoció de inmediato. La conocía desde niña: Lane Brigman, hija de un amigo de su abuelo y exnovia de Alexander.
Anne se apresuró. Lo cacheteó, lo arañó, y le gritó cuánto lo odiaba. Le dijo que nunca más quería volver a verlo, y le lanzó el anillo de compromiso en la cara.
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Lo sucedido días después fue una revolución.
Él llorándole, enviándole flores, escribiéndole cartas, buscándola a todas horas. Alegaba que no entendía, que estaba borracho, que pensaba que era ella. Mil excusas que ningún imbécil creería.
La ruptura fue muy comentada en su círculo, pero a ella no le importaba en lo más mínimo.
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De regreso al presente...
Ahora tenía que casarse con él.
Su abuelo sabía que ella amaba las empresas. Sabía que, si perdían su porcentaje, quedarían en la calle. Incluso muchas personas se quedarían sin empleo.
Tomó el celular que estaba sobre la cama y marcó el contacto del abogado. Su voz, cuando habló, no le sonó familiar: era dura, mecánica, automática.
—Contacta a Alexander Delacroix. Lo veré mañana aquí en la mansión. Acepto el testamento.
Quiero hacer el contrato prenupcial y discutir otros términos. Que ese imbécil traiga a sus abogados.
No reconocí mi voz.
Ya era momento de dejar de llorar.
Cumpliría la última voluntad de mi abuelo. Solo sería un año... y ese año pasaría rápido.
Alexander Delacroix observaba en silencio a través de los ventanales de su elegante oficina. Una opresión le apretaba el pecho.
Habían pasado varios días desde que se leyó el testamento del señor Lewis Benson, y no había recibido noticia alguna de Anne. Nadie de su familia se había comunicado con él.
¿Lo odiaba tanto?
Las imágenes difusas de aquella noche regresaban sin piedad:
Anne golpeándolo, arañándolo, furiosa... mientras él, estúpidamente ebrio, juraba que la mujer a la que besaba era ella.
¿Cómo pudo confundirse así?
Sí, había tomado, pero no tanto como para cometer semejante error.
Recordaba el anillo estrellándose contra su rostro, el silencio posterior... los días eternos que se convirtieron en años.
Ella jamás cedió. Nunca le permitió explicarse. Orgullosa, digna... cruel.
Esa crueldad, ese maldito orgullo que tantas noches lo hizo llorar, y casi querer marcharse de este mundo,gracias a su abuelo no zucumbio a esas ideas, ahora tenía la oportunidad de su vida, y no la iba a desaprovechar,
Un sonido lo arrancó de su ensimismamiento. El intercomunicador parpadeó.
—Señor Delacroix, su abogado, el señor Stanley, está en la línea —informó Rose, su secretaria.
—Gracias, Rose. Lo tomaré —respondió él, con un tono contenido. En su interior, una chispa de esperanza se encendió.
La voz del abogado era firme y calmada.
—Mañana, a las diez de la mañana, en la mansión Lewis Benson —dijo—. Debemos presentarnos. Al parecer, Anne desea revisar el contrato prenupcial y las cláusulas del matrimonio. Por lo que entiendo, deberá durar un año.
—Nos vemos mañana a las ocho aquí en la oficina —respondió Alexander—. Redacta también un documento con nuestras condiciones. Sé que ella tendrá las suyas, pero yo quiero las mías.
Anne es orgullosa, Viktor, pero no me voy a someter a su voluntad... aunque aún la ame.
—¿La sigues amando? —preguntó Viktor con cautela.
—Nunca dejé de hacerlo —respondió Alexander con una mezcla de tristeza y firmeza—. Sabes cuánto sufrí desde esa noche. Ella nunca me dio la oportunidad de hablar.
Y lo peor es que yo también buscaba respuestas. Después de aquella noche, Lane desapareció. Cada vez que logré localizarla, ya se había mudado. Siempre huyendo…
—Tienes que calmarte, Alex —dijo Viktor—. Mañana tendrás la oportunidad de hablar con ella cara a cara. Yo prepararé el contrato con buenas cláusulas para ti. Veremos qué tan preparada está la señorita Lewis Benson.
Alexander sonrió, aunque sin alegría.
—Solo quiero estar con ella, Viktor. Solo eso.
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Mientras tanto, en la mansión Lewis Benson…
Anne también sentía la ansiedad morderle los nervios.
Salí de mi habitación y caminé por los pasillos silenciosos de la mansión. Los empleados estaban en sus tareas habituales.
Patrick, mi hermano, debía estar en el despacho del abuelo. No me sorprendió; ese lugar siempre fue su favorito.
Cuando éramos niños, aquel despacho fue nuestro fuerte. Nuestro sitio seguro.
—Sabía que estarías aquí, Pat —dije al entrar.
Patrick levantó la vista del antiguo escritorio. El lugar seguía intacto.
—Sigue igual que siempre —comenté, con una mezcla de nostalgia y desdén—. El abuelo odiaba que este despacho se tocara… al contrario que el resto de la casa, gracias al gusto infernal de Elanor.
—Hola, Anne. Veo que por fin saliste de tu encierro —respondió con calidez. Se levantó de inmediato para darme un fuerte abrazo.
—Sí, ya era hora —dije mientras lo abrazaba—. Hablé con el abogado. Mañana vendrán Alexander y el suyo. Se firmará el acuerdo prenupcial… y todo lo demás.
Intenté sonar firme, pero lo cierto es que estaba inquieta. Ansiosa.
No había soportado volver a ver a Alexander desde aquella noche. Y me conocía demasiado bien.
Sabía que, si lo hacía por más de cinco minutos, podría cometer el peor error de todos: perdonarlo.
Patrick me miró con atención, como si intentara leer lo que no decía.
—¿Estás segura, Anne? —preguntó con preocupación—. Pueden casarse, sí… pero no vivir juntos. Podrías hacer de esto un matrimonio de papel. Cumples con el testamento y se acabó.
Negué con la cabeza, frustrada.
—¡No se puede! —exclamé—. El abuelo lo dejó todo muy claro. Ya leí todas las cláusulas. Tiene que ser un matrimonio real.
Por eso vendrán. Haré un contrato prenupcial con condiciones a mi favor.
Levanté las manos, enfadada.
Patrick solo negó suavemente y suspiró.
Yo también suspiré. No podía evitar sentirme dolida.
¿Acaso mi abuelo pensó solo en alianzas comerciales?
¿En mantener las acciones de la familia?
¿Y yo? ¿Dónde quedaban mis sentimientos?
¿Mi dolor?
Tenía que admitirlo, aunque me costara:
Aún me dolía pensar en Alexander.
Quizá, en el fondo… aún lo amaba.
Pero no dejaría que eso se interpusiera.
Era un acuerdo. Un trato.
Un maldito año.
Nada más.