Sara Rashid, una joven hermosa e inteligente, pertenece a una de las familias más tradicionales de Bagdad. Pero tras su nacimiento se oculta un secreto que la ha marcado para siempre: es considerada un error, una vergüenza, por ser diferente. Obligada a vivir bajo estrictas costumbres, oculta su rostro bajo el velo y cumple con cada mandato impuesto por su entorno. Sin embargo, cuando cae la noche, se transforma en otra mujer: libre, audaz, dispuesta a vivir a su manera. Todo cambia cuando conoce a Yassir Hassbum, un hombre tan imponente como encantador, atrapado por su mirada, pero también por el peso de su linaje. Criado para obedecer sin cuestionar, su vida está trazada por el deber... hasta que Sara irrumpe en ella. ¿Qué ocurrirá cuando el amor desafíe sus creencias? ¿Qué elegirá Yassir al descubrir el secreto de Sara: su deber o la mujer que ama? Descúbrelo en La Cenicienta del Desierto, una historia de pasión, libertad y valentía en medio de un mundo que castiga lo diferente.
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Bagdad, Irak
Sara
Familia, sangre, origen. Palabras que resuenan con peso, como si llevaran un legado que no pedí pero que debo cargar. Nos dicen de dónde venimos, dónde encajamos o incluso dónde se supone que deberíamos estar algún día. Son cadenas invisibles, vínculos que aceptamos porque no hay otra opción, una imposición disfrazada de destino. Aunque la familia no es más que un reflejo de lo que no entendemos de nosotros mismos. Nos aferramos a esos lazos por necesidad, por miedo a perder el sentido de pertenencia, o simplemente porque nadie nos enseñó a cuestionarlos.
En Bagdad, la familia es el centro de todo, un pilar irrompible. Aquí, respetar tus raíces no es una decisión, es una traición. Ser parte de la familia Rashid es cargar con siglos de orgullo, tradición y silencio. Pero, ¿qué pasa cuando esos lazos te asfixian? Cuando el peso del apellido, de las expectativas y de los silencios no dichos se vuelve demasiado, ¿cuál es la salida? ¿Revelarte o resignarte?
A este punto de mi vida no tengo una respuesta clara. Sigo la corriente, cumplo los designios de mis abuelos por gratitud, por miedo… o quizá por una absurda esperanza de descubrir la verdad sobre mi origen. Porque yo no pertenezco del todo a esta historia.
Desde niña lo he sentido. Observaba las miradas de las sirvientas, los susurros que morían apenas entraban en una habitación. Todo se hizo más evidente con la llegada de Latifa, mi prima. Sus padres murieron en un bombardeo en la frontera, y mi abuelo Osman la acogió como si fuera su hija. Ella encajó de inmediato. Obediente, dócil, con esa belleza árabe que todos admiran: piel dorada, ojos oscuros, sonrisa suave. Yo, en cambio… soy otra cosa. Piel blanca como la nieve. Cabellos rubios, ojos verdes, nariz delgada. Rasgos que me han ganado más preguntas que elogios. No me parezco a mi madre, ni a nadie de los Rashid. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo piensan. ¿De dónde salí?
Ese misterio me consume. Pero lo oculto bien. Vivo bajo sus reglas, aprendo los versos del Corán, cubro mi rostro, uso burka, camino con la cabeza baja. Nunca salgo sin compañía. Y jamás hablo con hombres. Al menos, eso creen. Porque tengo mis escapes.
Y hoy es uno de esos días.Mis abuelos han salido a visitar a un familiar enfermo en otro pueblo. Latifa está distraída en su mundo de bordados y rezos. Y yo tengo el alma encendida. No pienso quedarme quemándome en esta casa, releyendo suras por décima vez. No hoy. Hoy pienso respirar.
Ya tengo mi ropa escondida bajo la cama. Jeans claros, blusa suelta, gafas oscuras, sombrero de ala ancha. Me transformo frente al espejo, me convierto en alguien más. No soy Sara Rashid. Soy una turista europea más perdida en Bagdad. Y justo cuando estoy por salir, la voz de Latifa me atraviesa como un puñal.
—¿A dónde vas vestida así?
Me congelo. Giro lentamente, fingiendo sorpresa, aunque por dentro me revuelvo de rabia. Latifa está en la puerta con los brazos cruzados, los ojos entornados y esa expresión inquisidora que me taladra el pecho. Su tono es agudo, casi como una daga que se clava sin esfuerzo.
—Solo salgo a dar una vuelta —respondo, obligando a mi voz a sonar ligera, como si no escondiera nada.
Ella me mira de arriba abajo con una mezcla de indignación y asombro.
—¿Vestida como… extranjera? —espeta, alzando la voz—. ¿Con los brazos al descubierto? ¿Y si alguien te ve?—¿Y qué si me ven? —respondo alzando apenas una ceja, con una media sonrisa desafiante. Mi corazón late rápido, pero no pienso ceder terreno.
Latifa da un paso hacia mí. Sus ojos oscuros brillan con ese juicio que me tiene harta.
—¿Estás loca, Sara? Si la abuela se entera…—La abuela no está —le corto, sin mirarla.
Respiro hondo. Camino hacia ella. Paso rozando su hombro con suavidad, pero con firmeza. No me detiene. Solo gira la cabeza, me sigue con la mirada como si pudiera atraparme con los ojos.
—No voy a hacer nada indebido, Latifa —le digo más suave esta vez, sin dejar de caminar—. Solo quiero... caminar. Ver cosas. Respirar.
—¿Es por alguien? —me lanza de repente, con un tono más bajo, casi temeroso. Sus ojos se estrechan, buscando mi reacción.
Me detengo apenas un segundo.
—No es por nadie —miento, clavando la vista al frente, con una sonrisa seca.
Ella no responde. Solo se queda ahí, con los labios apretados, como si algo dentro de ella se resintiera. Siento su juicio en la nuca mientras me alejo. Sé que va a callar… por ahora.
Un rato más tarde
El bullicio del bazar de Al-Mutanabbi me sacude en cuanto cruzo la esquina. El aire huele a humo, a especias, a libertad. Mi corazón late con fuerza, como si por fin pudiera respirar.
Amo este caos. Este desorden encantador. Las voces que se cruzan, los regateos, las carcajadas. Los montones de especias de colores vivos: cúrcuma, comino, azafrán. Las telas bordadas que cuelgan como banderas de otro mundo. Aquí soy nadie.
Y entonces lo veo. Él, no sé su nombre. Nunca se lo pregunté. Tal vez por miedo a lo que podría significar.
Está apoyado junto a un puesto, conversando con un vendedor. Lleva una camisa blanca, las mangas arremangadas dejando ver sus antebrazos fuertes. Tiene la piel trigueña, y una barba prolijamente recortada que enmarca su mandíbula con una masculinidad elegante. Pero lo que me paraliza son sus ojos.
Negros. Intensos. Como si fueran capaces de desarmarme solo con mirarme. Hay juicio en su mirada. Y deseo. Una mezcla que me desconcierta. Que me atrae. Que me asusta.
Me doy vuelta rápido. Me zambullo entre la multitud como si eso pudiera salvarme. Como si pudiera desaparecer entre las voces.
—Disculpa… ¿nos hemos visto antes?
La voz me roza la espalda como un susurro que arde. Me detengo. Trago saliva. Me doy vuelta con lentitud, sabiendo que ya es tarde. Lo tengo frente a mí.
Su postura es relajada, pero su mirada me atraviesa como un disparo silencioso.
—No lo creo —respondo, fingiendo desconcierto, dibujando una sonrisa casual—. Solo soy una turista.Sus labios se curvan en una mueca intrigada.
—Hablas árabe perfectamente —comenta, con un tono que mezcla sorpresa y admiración. Sus cejas se levantan apenas, y noto cómo sus ojos recorren mi rostro con una atención incómoda… e íntima.
Sonrío, desviando la mirada un instante.
—Soy buena aprendiendo idiomas —digo con suavidad, encogiéndome de hombros. Intento sonar despreocupada, pero mi voz tiembla, traicionándome.
Él asiente despacio, sin dejar de observarme.
—¿Por qué has vuelto a este bazar otra vez?
Su pregunta no es casual. La entonación me revela que sospecha. Levanto la cabeza. Lo miro directo a los ojos, desafiándolo.
—Porque me gusta el caos. Los aromas. La gente.
Él sonríe, apenas. Esa sonrisa me sacude por dentro. Me hace sentir... vulnerable.
—O quizás… alguien en particular.
Mi pecho se oprime. Trato de no pestañear, de no romper ese momento con una mentira obvia. Mantengo la mirada. No voy a huir ahora.
—El misterio hace la vida más interesante, ¿no crees? —le devuelvo, con voz calma pero firme, buscando recuperar el control.
Él da un paso hacia mí. No me toca, pero lo siento demasiado cerca.
—Estoy de acuerdo —dice en voz baja, con una intensidad que me estremece—. Pero preferiría saber el nombre de la mujer que me hace pensar en ella por las noches. ¿puedes decírmelo y quizás acompañarme a un lugar?
Sus palabras caen como fuego sobre mi piel. Me arden las mejillas. Desvió la mirada no por incomodidad sino porque me sorprendió con su propuesta, ni siquiera tengo una respuesta para darle.
Ocho años despuésLondresYassirEl nacimiento de nuestro pequeño Asad trajo una felicidad que no sabía que podía existir. Risas, noches sin dormir, pañales que parecían multiplicarse solos y un amor tan grande que dolía en el pecho. Pero también… había miedo.Sí, tenía miedo. No quería repetir los errores de mi padre. No quería ser un tirano ni un hombre al que mi hijo temiera mirar a los ojos. Quería criarlo con amor, paciencia y fe. Que confiara en mí, que me buscara cuando el mundo se volviera demasiado ruidoso.Cada día era una aventura: el primer bostezo, la primera risa, la primera noche en que dormimos solo dos horas seguidas. Y entre tanta ternura y cansancio, me sorprendía lo frágil que podía ser la felicidad… y lo fácil que era dudar.Una tarde, intentaba calmar a Asad, caminando de un lado a otro con él en brazos, murmurando versos del Corán, buscando en mi voz la calma que yo mismo no tenía.—Bismillah ir-Rahman ir-Rahim… —susurraba, acariciando su pequeña espalda. Pero A
LondresTres años despuésSaraDicen que la vida pasa en unos segundos cuando estamos al borde del precipicio. Pero más allá del miedo, es esa sensación de perderlo todo, de quedarnos viviendo de recuerdos… y eso nos aterra, porque queremos seguir en el cuento que un día soñamos.Yo lo sentí en carne propia cuando el mundo pareció apagarse frente a mí, allí, en medio de murmullos y rostros desconocidos, con Yassir estancado en la ventanilla del aeropuerto en Turquía. No me resignaba a perderlo después de la odisea que habíamos sufrido para estar juntos, para luchar por hacer realidad nuestra historia.Mis manos temblaban y apretaba mi pasaporte contra el pecho, mirando fijo hacia donde él hablaba con el oficial. La fila avanzaba y yo no escuchaba nada; solo sentía un zumbido en los oídos y el corazón golpeando como si quisiera romperme el pecho. En ese instante, mi mente empezó a repasar la primera vez que mi corazón lo eligió. Pensé en cada momento en que me tomó la mano, en cómo me
El mismo díaElazığ, TurquíaYassirEse ansiado “sí” llegó para darnos esperanzas, para gritarme en silencio que el destino tenía preparada la historia más hermosa junto a Sara… con la mujer que le dio sentido a mi vida. Ahí, en ese salón, la felicidad me desbordaba; aún parecía un sueño llamarla “mi esposa”, pero era realidad. Nos habíamos casado en una ceremonia distinta, donde lo normal para otros era diferente para nosotros, y aun así, la sonrisa tonta no podía esconderla.En un arrebato, delante de los pocos presentes —Henry, Irene, algunos testigos—, atiné a proponerle a mi bella esposa que tuviéramos nuestro primer baile. Me acerqué, con la emoción temblándome en las manos, y le hablé casi al oído:—Amor… ¿quieres bailar, como se acostumbra en las bodas occidentales? —le pregunté con una sonrisa nerviosa.Ella parpadeó, sorprendida, y luego asintió con una dulzura que me desarmó.—Sí… ya nos dimos el “sí acepto”, entonces sigamos la costumbre —susurró, mordiéndose el labio infer
El mismo díaElazığ, TurquíaSaraConocer a mi padre me trajo más que respuestas; fue un camino de verdades dolorosas, de sacrificios y de un amor prohibido del que yo era fruto. Esa espina con la que había vivido se disolvió lentamente, dejando un espacio para la tristeza… y para la rabia. Sí, rabia por el precio tan alto que pagó mi madre por desafiar a su familia.Lo rescatable fue descubrir la verdad sobre mi origen: Henry no era el monstruo que todos pintaban, sino un hombre que, a pesar del tiempo, seguía esperando el milagro de ser parte de mi vida. Me conmovió su deseo de vivir plenamente, de reconocerme como su hija, de tenderme la mano para construir una nueva vida.Pero lo mejor fue verlo en su papel de padre, presionando a Yassir para que me pidiera matrimonio… no con autoridad, sino con esa mezcla de amor, protección y firmeza que solo los padres tienen con sus hijos. Su forma de intervenir era justa, cálida y a la vez inevitable: no dejaba opción, pero tampoco miedo.Ese
Unos días despuésElazığ, TurquíaYassirEse día en la cafetería con Onur todo cambió. Creí que por fin tendríamos nuestra libertad, que habíamos dejado atrás los fantasmas del pasado, pero entonces Sara mencionó su deseo de hablar con su padre. Con un hombre al que ni yo conocía y que, en mi cabeza, podía lastimarla aún más. Eso no estaba en mis planes. Quería protegerla de cualquiera, de cualquier sombra que pudiera dañarla, pero al mismo tiempo sabía que estaba en todo su derecho de conocer la historia de su origen. No podía ser egoísta, aunque me quemara por dentro la idea de perderla en ese proceso.Al final, volvimos al pequeño hotel, y mientras subíamos las escaleras yo no dejaba de pensar en todos los posibles escenarios si esa charla llegaba a darse. En mi cabeza se dibujaban imágenes de heridas reabriéndose, de lágrimas, de culpas. Apenas pusimos un pie en la habitación, su voz cortó el aire:—Yassir, no quiero vivir de remordimientos, de culpas, de dudas por no haber sido l
El mismo díaEn alguna parte de AfganistánLatifaAquel día, enterrando a la madre de Yassir, pensé que todavía podía conservar mi vida de lujos, mantener mi lugar en la familia Hassbum. Con la complicidad del doctor Karim, un hombre que siempre había demostrado que un billete doblaba su ética, podría confirmar mi supuesto embarazo sin que nadie lo cuestionara. Sabía que mi suegro, con su apego a las costumbres y su fe ciega en Alá, jamás aceptaría a esa mosquita muerta de Sara en su familia.Mi esposo, el desgraciado, propuso acudir a otro doctor, pero me negué con firmeza. Coloqué sobre mí mi mejor pose de mujer ofendida, humillada, y aun así, nada sirvió para impedir lo inevitable: el hospital.Allí, en pleno consultorio, con mi abuela Nawal observando desde un rincón, el doctor tuvo la osadía de confrontarme, de exhibirme como la mentirosa que era. El peso de mis mentiras se desplomó sobre mí y, en medio de los gritos de mi abuelo y la rabia contenida de Mohamed, Yassir, el infeli
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