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Jugando con fuego (1era. Parte)

El mismo día

Bagdad

Sara

Creo que nadie tiene certezas sobre cómo alguien reaccionará, pese a las señales, pese a los lazos que nos atan. Detrás de cada mirada, de cada gesto, puede ocultarse un mundo que no alcanzamos a ver; un pensamiento, una intención, un secreto que nos deja fuera de juego. Cada persona camina con sus propios intereses y propósitos, y lo que hoy parece claro, mañana puede convertirse en un riesgo inesperado. Por eso aprendí a prepararme, a medir mis pasos, a calcular cada movimiento como si el suelo bajo mis pies fuera un campo minado.

Latifa es una caja de sorpresas, pero de esas que nunca querrías abrir. Con ella nada puedo dar por sentado. Su sonrisa puede esconder una puñalada y sus gestos más amables ocultan juicios que hieren sin piedad. No puedo considerarla confidente, ni amiga; todo lo contrario. Debo cuidar cada palabra que pronuncio, cada acción que realizo, como si sostuviera en mis manos un cristal precioso y frágil que, si se rompe, me aplasta.

Y aquí estoy, contemplándola mientras se recuesta levemente en su asiento, cruzando los brazos, con los ojos fijos en mí y un brillo de resentimiento que quema. Su postura tensa, el ceño ligeramente fruncido, cada pequeño movimiento sugiere que espera cualquier excusa para lanzarme un reproche.

—No necesito delatarte. Todos saben lo que haces —dice con un tono bajo, cortante, goteando desaprobación—. Pero si sigues con tus escapadas, Sara… no me culpes si algún día las consecuencias te alcanzan.

Siento un escalofrío recorrerme la espalda. Aprieto los labios y le devuelvo la mirada, intentando no ceder a la rabia ni al miedo.

—Un simple “no” hubiera bastado para saber que no me delataste, pero no desaprovechas la oportunidad para reclamarme por cualquier cosa que desapruebes… —replico, mi voz firme, pero con un leve temblor, delatada por el nerviosismo que nos rodea.

Latifa arquea una ceja, ladea la cabeza con esa expresión de superioridad que me hace hervir la sangre y, sin despegarse del asiento, añade:

—Sara, ¿cómo no desaprobar tu comportamiento? Nos expones a la vergüenza, a ser señaladas como odaliscas… Así que deja de exhibirte o convertirás esta casa en las llamas del infierno.

Aprieto los puños, conteniendo el impulso de lanzarle un reproche más hiriente, pero la tensión me mantiene rígida.

—No me des órdenes, tampoco sobredimensiones las cosas por un simple paseo —respondo, con los hombros erguidos y la voz firme, aunque mis ojos delatan que estoy al borde del temblor.

Ella revira, sus labios curvándose con desdén:

—Eso es pecado que merece ser castigado.

Respiro hondo, dando un paso atrás y alejándome lentamente, sintiendo cada latido acelerado, cada chispa de miedo y desafío mezclados.

—Sigue con tus rezos, para que no te arrastre con mis “pecados” —replico, furiosa, apretando la mandíbula, conteniendo la rabia que me hierve por dentro. Antes de desaparecer por el pasillo, añado entre dientes: —¡Escandalosa!

Dejo atrás su mirada afilada, cargada de reproche y amenaza, clavándose en mi espalda mientras avanzo a hurtadillas, sintiendo cómo el silencio del pasillo se vuelve pesado, como si cada paso que doy estuviera marcado por su juicio. Y sé, sin lugar a dudas, que esto no ha terminado.

Unos días después

Habían pasado algunos días desde aquel último cruce con Latifa, y pese a todo, yo seguía viéndome con Yassir. No podía evitarlo. Cada encuentro era una bocanada de aire, un refugio en medio de tanta vigilancia, aunque para llegar hasta él debía inventar excusas y escabullirme de la casa como si fuera una fugitiva. Cada día se volvía una odisea evitar miradas, preguntas, sospechas. Pero valía la pena. Valía cada segundo de angustia.

Y hoy, como cada día, cuento los minutos con impaciencia para volver a verlo, para sentir que no todo en mi vida es una cárcel. Pero antes, debo atravesar otra prueba: el almuerzo con mis abuelos.

—He estado pensando —dice Osman de pronto, rompiendo el silencio—. Es hora de que me ocupe del futuro de ustedes dos. Latifa y tú, Sara. Ya no son niñas, y lo correcto es comenzar a prepararlas.

Siento cómo se me hiela la sangre. Apenas puedo tragar. Latifa baja la cabeza como si le diera vergüenza, aunque estoy segura de que por dentro sonríe.

—¿Prepararme para qué, abuelo? —pregunto, aunque sé que temo la respuesta.

—Para lo que corresponde —replica sin apartar los ojos de mí—. Un matrimonio digno, una casa en orden. Ya basta de retrasar lo inevitable.

Latifa suelta una risita nerviosa, pero no dice nada. Mi pecho se llena de rabia y miedo al mismo tiempo.

—¿Un matrimonio? —repito—. ¿A mí me hablan?

Nawal, mi abuela, deja el pan sobre la mesa y mira a mi abuelo Osman con reproche.

—¿Acaso olvidas, Osman, el gran inconveniente que tenemos con Sara? —su voz es firme, pero siento que cada palabra me atraviesa como un cuchillo.

—¡Inconveniente! —escupo yo antes de que él responda—. Así que eso soy para ustedes. Un problema, un error.

El aire se tensa. Mis manos tiemblan sobre el mantel.

—No sé qué hizo o dejó de hacer mi madre —continúo, la garganta hecha un nudo—, pero yo no soy culpable de ser diferente. No tienen derecho a mirarme como si no valiera nada.

Nadie responde. Solo escucho el sonido de mi propia respiración entrecortada. Las lágrimas me arden en los ojos, pero no pienso dejarlas caer frente a ellos. Me levanto de golpe, empujando la silla hacia atrás.

—Si tanto les pesa cargar conmigo, díganlo de una vez.

Sin esperar respuesta, salgo de la mesa y me pierdo por el pasillo. Mis pasos me llevan hasta la escalera. Subo casi corriendo y me encierro en mi habitación, apretando la puerta tras de mí como si quisiera contener el mundo afuera.

Me dejo caer sobre la cama, temblando. El silencio me envuelve, pero no es un alivio. Es un silencio cargado, lleno de cosas que no me dicen, de verdades que me esconden.

Y entonces escucho. A lo lejos, desde el comedor, las voces vuelven a alcanzarme.

—Osman, debemos hablar con Sara —insiste Nawal, con esa mezcla de firmeza y ternura que la distingue—. Ya es hora de que sepa su origen.

Me quedo rígida, con el oído atento.

—¿Y qué ganaremos con eso? —ruge mi abuelo—. ¡Nada cambiará! Al contrario, querrá marcharse, y no puedo permitirlo. Ella es nuestra responsabilidad.

La palabra “responsabilidad” me golpea como una piedra. Me tapo la boca con las manos para que no se escuche mi sollozo.

—Osman… —responde Nawal, casi en un susurro—, lo que la destruye no es la verdad. Es el silencio.

El golpe de su puño contra la mesa resuena hasta mi habitación.

—No lo sabrá. No mientras yo respire.

Un sollozo se me escapa. Me encojo sobre la cama, abrazándome a mí misma, y dejo que las lágrimas me ahoguen en esa verdad que aún desconozco, pero que siento devorándome por dentro.

Un rato más tarde

Un golpe suave en la puerta me hace sobresaltar. Siento que mi corazón se acelera y mis manos se tensan sobre la ropa que estoy escondiendo bajo la cama.

—Sara, hija… ¿estás ahí? —la voz de mi abuela Nawal resuena firme y serena, imponente.

—S-sí, abuela —respondo, con la voz temblorosa mientras trato de recomponerme.

Un segundo golpe, más decidido, me obliga a tomar aire y abrir lentamente la puerta. Ahí está Nawal, con su túnica perfectamente colocada y los brazos cruzados, observándome con esa mirada que parece leer todos mis pensamientos y emociones.

—Iremos al mercado a comprar cosas para la casa. Latifa y tú me acompañarán.

Mi corazón se acelera, pero intento mantener la calma.

—Sí, abuela —respondo, tratando de que mi voz no delate el miedo ni la urgencia que siento por ver a Yassir.

Antes de poder reaccionar, Latifa aparece en el pasillo, apoyada contra la pared, brazos cruzados, sonrisa afilada, ojos llenos de veneno mientras la abuela le aleja unos pasos dando órdenes a las sirvientas.

—Vaya, Sara… —susurra, ladeando la cabeza, con un brillo que hiere—. ¿Sin tu velo? ¿Es que has olvidado las enseñanzas del Corán y lo que Ala exige a las mujeres?

Me muerdo el labio, mi mejilla arde de furia contenida.

—Lo tengo justo aquí —digo con la voz baja, intentando que no perciba mi nerviosismo.

—Claro, claro… —replica, su tono dulce envenenado—. No olvides que somos parte de la familia Rashid. Aquí nadie ignora tus actos.

Siento un escalofrío. Cada palabra de Latifa es un golpe disfrazado de advertencia religiosa.

—Recuerda, Sara —continúa, inclinándose apenas hacia mí—, el velo no es un adorno, es un mandato de Ala. No querrás que tu conducta provoque desgracia ni escándalo en esta casa… ¿o acaso disfrutas caminar al filo del pecado? ¿te gustaría ser confundida como una extranjera? ¿O pretendes escaparte en medio del tumulto del mercado?

Mi corazón late con fuerza, y me esfuerzo por no retroceder, por no dejar que me intimide con su lengua filosa, pero antes de responderle, la abuela Nawal aparece al final del pasillo, observándonos con calma, pero con la mirada penetrante que siempre me hace sentir pequeña.

—¿Acaso discuten, hijas? —su voz es serena, pero firme—. ¿Puedo saber el motivo?

Latifa endereza la espalda, sus labios se curvan en una sonrisa que no llega a los ojos, y me lanza una última mirada cargada de reproche antes de quedarse en silencio.

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