El mismo día
Bagdad, Iraq
Yassir
Quizás ser hombre me ha dado ciertos privilegios que las mujeres de mi tierra jamás tendrán. A pesar de las costumbres y raíces que rigen en mi familia, mi padre me permitió asomarme al mundo occidental. Fue así como terminé en Londres, terminando un posgrado que, para él, no era más que una etapa previa antes de asumir lo que realmente importa: los negocios familiares. Volví porque me lo pidió… o, mejor dicho, porque me lo ordenó. Según él, ya es hora de que encamine mi vida, que piense en el futuro y siga los designios de Alá, que me ate al deber y a las reglas que siempre han guiado a los hombres de mi linaje.
Lo curioso es que, antes de regresar, Bagdad era para mí un lugar sofocante, un espacio del que huía con la mente y con el alma. Londres me enseñó a respirar de otra manera, a mirar el mundo sin el velo de las viejas costumbres… y también me hizo dudar de si algún día podría encajar de nuevo aquí.
Pero todo cambió hace unas semanas. No sé si fue porque mis ojos se abrieron o porque el destino decidió jugar conmigo. La vi. Una mujer que parecía arrancada de otro mundo, una extranjera con la piel blanca como la arena más fina, cabellos que parecían oro bajo el sol y unos ojos verdes tan profundos que, estoy seguro, podrían atrapar incluso a un hombre ciego. Era distinta a cualquier mujer que hubiera visto, aquí o en Occidente. Demasiado hermosa… para mi desgracia.
Desde entonces, esa visión me persigue. La recuerdo caminando entre los puestos del mercado, con la gracia de quien no sabe que está siendo observada, sonriendo con una libertad que no debería existir en este lugar. No sé su nombre, no sé de dónde viene realmente… pero se ha vuelto una obsesión tan dulce como peligrosa, una que me roba el sueño y me hace cuestionar todo lo que creía tener claro.
Y hoy, como cada mañana, me escabullí de la casa antes de que mi padre pudiera repetir su bendito discurso de los últimos días. Caminaba rápido por el pasillo, casi sintiendo que escapaba de una celda, pero apenas abrí la puerta del despacho, ahí estaba él. Plantado frente a mí, con la espalda recta, los brazos cruzados sobre el pecho y esa mirada de acero que me taladraba sin pestañear.
—¿A dónde vas, Yassir? —preguntó, su voz grave y cortante llenando el aire como un látigo—. ¿Por qué sales sin despedirte?
Tragué saliva y forcé una sonrisa, aunque por dentro me hervía la sangre.
—Padre… solo voy a estirar las piernas —respondí, tratando de sonar relajado mientras mis dedos jugueteaban con el reloj en mi muñeca—. ¿Acaso la casa se ha convertido en una cárcel?
Su ceño se frunció aún más y un destello de irritación cruzó sus ojos.
—No me ofendas con tu respuesta —dijo, con esa calma peligrosa que presagiaba tormenta.
—Estoy siendo sincero —repliqué, bajando un poco la voz para no encender más el fuego—. No quise faltarte el respeto… Y si es todo, nos vemos más tarde.
—Todavía no he terminado de hablar contigo. Ven. Siéntate. —No era una petición, era una orden disfrazada de cortesía.
Apreté los labios, pero obedecí, dejándome caer en el sillón frente a él. Su mirada seguía fija, evaluándome como si pudiera leerme los pensamientos.
—¿De qué quieres hablarme? —pregunté, cruzando una pierna sobre la otra y recostándome, intentando aparentar indiferencia.
—He pensado que ya estás en edad de casarte —dijo con solemnidad, entrelazando las manos sobre la mesa—. De formar una familia… Tu madre podría buscarte una esposa de buena familia, que siga nuestras tradiciones.
Sentí un nudo en el estómago y el calor subió a mi rostro.
—No necesito que me arregles un matrimonio —respondí, mirándolo fijamente, marcando cada palabra—. Tampoco pienso casarme con una desconocida… Lo que quiero es una mujer que me ame.
Mi padre suspiró, sacudiendo la cabeza con un dejo de lástima, como si yo hablara en un idioma que no entendía.
—El amor… —su voz se suavizó un instante—. El amor vendrá con la convivencia, como pasó con tu madre y conmigo.
—No voy a aceptar que me elijas una esposa —dije, inclinándome hacia adelante, mi tono ya cargado de firmeza—. Y no insistas con el tema. No voy a ceder.
Me levanté sin esperar respuesta y caminé hacia la puerta.
—¡Yassir! ¡Yassir! —me gritó con una mezcla de rabia y decepción—. Como mi hijo tienes la obligación de obedecerme… ¡Esto no acaba aquí!
Sus palabras me persiguieron por el pasillo, pero yo seguí caminando. Necesitaba respirar. Necesitaba alejarme. Así volví al mercado de libros con la esperanza de volver a encontrarla. Ahí estaba tan libre, tan autentica, tan ella, entonces no perdí la oportunidad para saber más de ella, e incluso pasar tiempo juntos.
Ahora, su mirada verde —profunda, curiosa, peligrosa— y esa sonrisa capaz de iluminar la noche más oscura del desierto me tienen agonizando, atrapado entre el deseo y la incertidumbre, aguardando ese “sí” que anhelo con impaciencia.
A nuestro alrededor, el mercado de libros sigue vivo: los mercaderes discuten precios con voces graves, el papel viejo exhala un aroma cálido y polvoriento, y algún vendedor grita ofertas desde un puesto cercano. Sin embargo, todo eso se desvanece cuando ella me habla.
—Le quitaría el encanto del misterio si te dijera mi nombre… —su voz suena suave, casi burlona, mientras juega con un mechón de su cabello dorado.
Frunzo el ceño, fingiendo molestia, aunque por dentro me derrito ante su descaro.
—Aun así, siento curiosidad por tu invitación.
—¿Eso significa que aceptas? —pregunto, inclinándome apenas hacia ella para que su perfume, una mezcla de jazmín y algo que no logro descifrar, me golpee de lleno.
—No… —sus labios se curvan con malicia— primero necesito saber adónde me llevarás. Tal vez ya he recorrido ese lugar con el guía turístico.
—Te aseguro que no… —respondo con firmeza, alargando la mano hacia ella como si mi gesto pudiera arrancarle la respuesta—. ¿Aceptas?
Ella se muerde el labio inferior, y ese gesto me enciende más que cualquier palabra. Por un segundo parece que va a retroceder, pero en cambio sus ojos se clavan en los míos, midiendo si puede confiar en mí.
—No queda muy lejos —añado, mi voz apenas un susurro—. Y te encantará.
Un rato después
Su curiosidad pudo más a pesar de su resistencia inicial, y eso nos trajo a Khan Murjan caravanserai, uno de los rincones más espectaculares de Medio Oriente, ahora abandonado, pero perfecto para una cita… un lugar donde las palabras pueden fluir sin que el bullicio de las calles las ahogue.
La observo mientras caminamos, con una sonrisa suave en los labios y las manos cruzadas detrás de mi espalda. Ella avanza despacio, dejando que sus ojos se deslicen por los arcos imponentes del techo, admirando cada detalle con una mezcla de asombro y respeto.
—Gracias por insistir en que te acompañe… —dice al fin, su voz apenas por encima del eco de nuestros pasos—. Me gusta el lugar, tiene esa combinación de antigüedad, secretos y calma que te llena el pecho.
—Dime Yassir, por favor… —respondo con una media sonrisa—. Y no me agradezcas por mostrarte un poco de mi cultura. ¿Sabes? Este lugar daba refugio a mercaderes y caravanas en el siglo XIII. Y en la década del 70 fue restaurante y club nocturno para la élite… con belly dancers y todo.
Ella arquea una ceja, divertida.
—¿Ahora eres guía turístico? ¿O solo intentas impresionarme?
—Ni cerca… —murmuro, acercándome un paso más, hasta invadir su espacio—. No buscaba impresionarte, tampoco soy un guía turístico acechando a los extranjeros… —mi voz baja, cargada de intención—. Quería tenerte solo para mí.
—¡Yassir…! —protesta en un susurro que suena más como un temblor que como un reproche.
No espero más. Me inclino y rozo apenas sus labios, probándolos como quien teme romper algo frágil. Ella respira hondo, y en ese instante la suavidad se convierte en un imán imposible de resistir. Su boca se abre para mí y la beso más hondo, sintiendo cómo su aliento se mezcla con el mío.
Su perfume se enreda en mi cabeza, y el frío de las paredes antiguas se disuelve bajo el calor de su cuerpo pegado al mío. Mis manos suben a su cintura, la atraen, y siento su corazón golpear tan rápido como el mío. La ternura inicial se transforma en hambre; la beso con fuerza, como si quisiera robarle el aliento y guardarlo para siempre. Su lengua responde a la mía en un juego que me enciende, hasta que ya no sé si estoy respirando o solo sobreviviendo de ella.
Pero entonces, su mano en mi pecho me detiene. Nos separamos, y el vacío que deja es casi físico, un golpe seco en medio de la euforia.
Sus ojos se clavan en los míos, brillando entre deseo y algo que parece miedo.
—Tengo que irme… ya se me hizo tarde —susurra, apartando la mirada.
La dejo dar un paso, pero no puedo quedarme quieto. La tomo del brazo con suavidad.
—¿Nos podemos volver a ver? —pregunto, con la voz más baja de lo que esperaba—. ¿Dónde te encuentro?
Sus ojos verdes me confunden y me dejan en una incertidumbre que me carcome. No pudo, ni quiero dejarla escapar de mi vida.