La Cenicienta del Desierto
La Cenicienta del Desierto
Por: Cristina75vera
Lo que soy

Actualidad

Bagdad, Irak

Sara

Familia, sangre, origen. Palabras que resuenan con peso, como si llevaran un legado que no pedí pero que debo cargar. Nos dicen de dónde venimos, dónde encajamos o incluso dónde se supone que deberíamos estar algún día. Son cadenas invisibles, vínculos que aceptamos porque no hay otra opción, una imposición disfrazada de destino. Aunque la familia no es más que un reflejo de lo que no entendemos de nosotros mismos. Nos aferramos a esos lazos por necesidad, por miedo a perder el sentido de pertenencia, o simplemente porque nadie nos enseñó a cuestionarlos.

En Bagdad, la familia es el centro de todo, un pilar irrompible. Aquí, respetar tus raíces no es una decisión, es una traición. Ser parte de la familia Rashid es cargar con siglos de orgullo, tradición y silencio. Pero, ¿qué pasa cuando esos lazos te asfixian? Cuando el peso del apellido, de las expectativas y de los silencios no dichos se vuelve demasiado, ¿cuál es la salida? ¿Revelarte o resignarte?

A este punto de mi vida no tengo una respuesta clara. Sigo la corriente, cumplo los designios de mis abuelos por gratitud, por miedo… o quizá por una absurda esperanza de descubrir la verdad sobre mi origen. Porque yo no pertenezco del todo a esta historia.

Desde niña lo he sentido. Observaba las miradas de las sirvientas, los susurros que morían apenas entraban en una habitación. Todo se hizo más evidente con la llegada de Latifa, mi prima. Sus padres murieron en un bombardeo en la frontera, y mi abuelo Osman la acogió como si fuera su hija. Ella encajó de inmediato. Obediente, dócil, con esa belleza árabe que todos admiran: piel dorada, ojos oscuros, sonrisa suave. Yo, en cambio… soy otra cosa. Piel blanca como la nieve. Cabellos rubios, ojos verdes, nariz delgada. Rasgos que me han ganado más preguntas que elogios. No me parezco a mi madre, ni a nadie de los Rashid. Nadie lo dice en voz alta, pero todos lo piensan. ¿De dónde salí?

Ese misterio me consume. Pero lo oculto bien. Vivo bajo sus reglas, aprendo los versos del Corán, cubro mi rostro, uso burka, camino con la cabeza baja. Nunca salgo sin compañía. Y jamás hablo con hombres. Al menos, eso creen. Porque tengo mis escapes.

Y hoy es uno de esos días.

Mis abuelos han salido a visitar a un familiar enfermo en otro pueblo. Latifa está distraída en su mundo de bordados y rezos. Y yo tengo el alma encendida. No pienso quedarme quemándome en esta casa, releyendo suras por décima vez. No hoy. Hoy pienso respirar.

Ya tengo mi ropa escondida bajo la cama. Jeans claros, blusa suelta, gafas oscuras, sombrero de ala ancha. Me transformo frente al espejo, me convierto en alguien más. No soy Sara Rashid. Soy una turista europea más perdida en Bagdad. Y justo cuando estoy por salir, la voz de Latifa me atraviesa como un puñal.

—¿A dónde vas vestida así?

Me congelo. Giro lentamente, fingiendo sorpresa, aunque por dentro me revuelvo de rabia. Latifa está en la puerta con los brazos cruzados, los ojos entornados y esa expresión inquisidora que me taladra el pecho. Su tono es agudo, casi como una daga que se clava sin esfuerzo.

—Solo salgo a dar una vuelta —respondo, obligando a mi voz a sonar ligera, como si no escondiera nada.

Ella me mira de arriba abajo con una mezcla de indignación y asombro.

—¿Vestida como… extranjera? —espeta, alzando la voz—. ¿Con los brazos al descubierto? ¿Y si alguien te ve?

—¿Y qué si me ven? —respondo alzando apenas una ceja, con una media sonrisa desafiante. Mi corazón late rápido, pero no pienso ceder terreno.

Latifa da un paso hacia mí. Sus ojos oscuros brillan con ese juicio que me tiene harta.

—¿Estás loca, Sara? Si la abuela se entera…

—La abuela no está —le corto, sin mirarla.

Respiro hondo. Camino hacia ella. Paso rozando su hombro con suavidad, pero con firmeza. No me detiene. Solo gira la cabeza, me sigue con la mirada como si pudiera atraparme con los ojos.

—No voy a hacer nada indebido, Latifa —le digo más suave esta vez, sin dejar de caminar—. Solo quiero... caminar. Ver cosas. Respirar.

—¿Es por alguien? —me lanza de repente, con un tono más bajo, casi temeroso. Sus ojos se estrechan, buscando mi reacción.

Me detengo apenas un segundo.

—No es por nadie —miento, clavando la vista al frente, con una sonrisa seca.

Ella no responde. Solo se queda ahí, con los labios apretados, como si algo dentro de ella se resintiera. Siento su juicio en la nuca mientras me alejo. Sé que va a callar… por ahora.

Un rato más tarde

El bullicio del bazar de Al-Mutanabbi me sacude en cuanto cruzo la esquina. El aire huele a humo, a especias, a libertad. Mi corazón late con fuerza, como si por fin pudiera respirar.

Amo este caos. Este desorden encantador. Las voces que se cruzan, los regateos, las carcajadas. Los montones de especias de colores vivos: cúrcuma, comino, azafrán. Las telas bordadas que cuelgan como banderas de otro mundo. Aquí soy nadie.

Y entonces lo veo. Él, no sé su nombre. Nunca se lo pregunté. Tal vez por miedo a lo que podría significar.

Está apoyado junto a un puesto, conversando con un vendedor. Lleva una camisa blanca, las mangas arremangadas dejando ver sus antebrazos fuertes. Tiene la piel trigueña, y una barba prolijamente recortada que enmarca su mandíbula con una masculinidad elegante. Pero lo que me paraliza son sus ojos.

Negros. Intensos. Como si fueran capaces de desarmarme solo con mirarme. Hay juicio en su mirada. Y deseo. Una mezcla que me desconcierta. Que me atrae. Que me asusta.

Me doy vuelta rápido. Me zambullo entre la multitud como si eso pudiera salvarme. Como si pudiera desaparecer entre las voces.

—Disculpa… ¿nos hemos visto antes?

La voz me roza la espalda como un susurro que arde. Me detengo. Trago saliva. Me doy vuelta con lentitud, sabiendo que ya es tarde. Lo tengo frente a mí.

Su postura es relajada, pero su mirada me atraviesa como un disparo silencioso.

—No lo creo —respondo, fingiendo desconcierto, dibujando una sonrisa casual—. Solo soy una turista.

Sus labios se curvan en una mueca intrigada.

—Hablas árabe perfectamente —comenta, con un tono que mezcla sorpresa y admiración. Sus cejas se levantan apenas, y noto cómo sus ojos recorren mi rostro con una atención incómoda… e íntima.

Sonrío, desviando la mirada un instante.

—Soy buena aprendiendo idiomas —digo con suavidad, encogiéndome de hombros. Intento sonar despreocupada, pero mi voz tiembla, traicionándome.

Él asiente despacio, sin dejar de observarme.

—¿Por qué has vuelto a este bazar otra vez?

Su pregunta no es casual. La entonación me revela que sospecha. Levanto la cabeza. Lo miro directo a los ojos, desafiándolo.

—Porque me gusta el caos. Los aromas. La gente.

Él sonríe, apenas. Esa sonrisa me sacude por dentro. Me hace sentir... vulnerable.

—O quizás… alguien en particular.

Mi pecho se oprime. Trato de no pestañear, de no romper ese momento con una mentira obvia. Mantengo la mirada. No voy a huir ahora.

—El misterio hace la vida más interesante, ¿no crees? —le devuelvo, con voz calma pero firme, buscando recuperar el control.

Él da un paso hacia mí. No me toca, pero lo siento demasiado cerca.

—Estoy de acuerdo —dice en voz baja, con una intensidad que me estremece—. Pero preferiría saber el nombre de la mujer que me hace pensar en ella por las noches. ¿puedes decírmelo y quizás acompañarme a un lugar?

Sus palabras caen como fuego sobre mi piel. Me arden las mejillas. Desvió la mirada no por incomodidad sino porque me sorprendió con su propuesta, ni siquiera tengo una respuesta para darle.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
capítulo anteriorcapítulo siguiente
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP