Mila lo perdió todo en una sola noche: el amor, la confianza y la inocencia. Traicionada por Javier Rodríguez —el hombre al que entregó su vida—, cayó en un abismo del que solo pudo levantarse con un propósito: vengarse de quienes la convirtieron en cenizas. Pero el destino le tenía reservada una jugada aún más cruel. En su camino se cruza Nicolás, el medio hermano de Javier, un hombre tan enigmático como peligroso, marcado por secretos familiares que esconden heridas imposibles de cicatrizar. Entre ellos surge una atracción prohibida, alimentada por el odio, el deseo y la necesidad de destruir a un enemigo en común. Mientras Mila libra su propia batalla contra Lola, la mujer que le arrebató a su familia, Nicolás lucha contra los fantasmas de su madre y la sombra de Martín Rodríguez, el hombre que lo negó como hijo y lo condenó al silencio. Ambos están unidos por la venganza, pero también por un pasado que amenaza con arrastrarlos hacia un destino fatal. ¿Hasta dónde se puede llegar cuando el dolor se convierte en combustible? ¿Qué precio estás dispuesto a pagar por la verdad, cuando esa verdad puede matarte? En un juego de lealtades quebradas, secretos mortales y pasiones que arden al borde de la locura, Mila descubrirá que para renacer primero debe romperse… y que la mujer que un día fue, ya no existe. Ahora solo queda La Sustituta Rota.
Ler maisPOV - MILA
El consultorio era tan callado que podía oír cada latido de mi corazón, un eco sordo de la esperanza que nacía en mi interior. El doctor me sonrió, y en esa sonrisa vi reflejados mis anhelos de los últimos tres años:
—Felicidades, señora Rodríguez. Va a ser madre.
Sentí que el mundo se iluminaba con una luz nueva. Llené mis pulmones de aire, un aliento fresco que revitalizaba cada célula de mi ser. Coloqué mis manos sobre mi vientre, y por primera vez, me visualicé completa: yo, Javier y nuestro pequeño. Una verdadera familia, no está simulación vacía que anidaba en la casa donde siempre me sentí fuera de lugar, como una pieza que no encaja en el rompecabezas.
Salí del hospital sintiéndome ligera, casi irreal. Temblaba de alegría, pero también de una inquietud que no podía ignorar. Tomé el teléfono con manos que apenas respondían a mi voluntad y marqué el número de Javier. Necesitaba oír su voz, su entusiasmo, sentir su abrazo protector que disipara las dudas que me habían atormentado durante tres largos años. Necesitaba saber que él también deseaba esto, que me amaba, que este hijo consolidaría nuestro vínculo para siempre.
Sin embargo, cuando sonó el segundo tono, una voz femenina interrumpió mis fantasías.
—Hola —dijo con una suavidad inquietante y una confianza que me erizó la piel—. Javier está en la ducha. Soy Lola. Si es urgente, puedo ayudar… o puede llamar más tarde.
Un silencio denso cayó sobre mí. El mundo se desmoronó a mi alrededor, dejándome suspendida en un vacío helado. Mis labios se movieron, intentando articular una pregunta, una negación, pero no salió sonido alguno. Esa mujer sabía quién era yo. Su tono burlón, casi triunfal, lo gritaba a los cuatro vientos.
—¿Hola? ¿Me escucha? —preguntó con una falsa inocencia que me revolvió el estómago.
Colgué, sintiendo que la cordura se escapaba entre mis dedos.
Me dejé arrastrar por los recuerdos, buscando respuestas en el laberinto de mi pasado.
Conocí a Javier en la universidad. Yo era una estudiante de Administración que se esforzaba por costear sus estudios trabajando en una cafetería, sobreviviendo en un apartamento diminuto cerca del campus. Él, en cambio, era el heredero, el príncipe azul que todas admiraban: atractivo, carismático, con un futuro brillante asegurado. Para mí era inalcanzable, un ser de otra galaxia al que solo podía observar desde la lejanía.
Sabía que había tenido una novia en el pasado, una relación intensa y tormentosa que lo había dejado marcado. Nadie conocía los detalles, pero yo intuía, en su mirada melancólica y en sus silencios repentinos, que arrastraba una herida profunda, un fantasma que lo perseguía sin descanso.
Nunca imaginé que Javier se fijaría en mí. Pero un día, nuestros caminos se cruzaron. Un encuentro fortuito en el pasillo, una conversación inesperada en la biblioteca, una invitación a tomar un café en la cafetería donde trabajaba. Poco a poco, Javier comenzó a buscarme, a interesarse por mi vida, a hacerme sentir especial. Yo no entendía por qué insistía en mí, qué veía en una chica común y corriente como yo, pero me dejé seducir por la esperanza de que, tal vez, podría ser feliz a su lado.
Hasta aquella noche fatídica. Lo encontré borracho, vulnerable, en el bar de siempre. Lo llevé a mi apartamento, dispuesta a cuidarlo, a protegerlo de sí mismo. Y terminé enredada en sus brazos, besándolo con una pasión que me aterraba y me fascinaba a la vez. Su necesidad me envolvió, y yo, ingenua, creí que era amor. Pero, entre susurros ahogados y gemidos confusos, entendí la terrible verdad: había un vacío inmenso en su interior que yo no podría llenar jamás. Su corazón aún latía por otra, Lola el amor de su vida y yo solo era la sustituta.
A pesar de eso, ya estaba perdida. Me había enamorado ciegamente de Javier, y estaba dispuesta a todo por no perderlo. Decidí ignorar las señales de advertencia, convencida de que con paciencia, entrega y amor incondicional lograría que me mirara de verdad, que olvidara el pasado y me eligiera a mí, para siempre.
El teléfono me quemaba en la mano, recordándome la cruda realidad. Mi respiración se volvió entrecortada, presa del pánico. Lola. La sombra innombrable hasta ahora, se había materializado, usurpando mi lugar en mi propia casa.
Conduje sin rumbo fijo, dejándome llevar por la rabia y la desesperación, sin importarme las consecuencias. Solo podía oír en mi mente un eco implacable: Estoy embarazada. Estoy embarazada. Como si esa sola frase tuviera el poder de cambiarlo todo, de borrar el pasado, de rescatarme del infierno que se abría bajo mis pies.
De repente, un ciclista apareció de la nada. Frené instintivamente, pero ya era demasiado tarde.
El volante me golpeó con fuerza en el abdomen, arrebatándome el aliento. La bolsa de aire se activó con una explosión violenta, estrellándose contra mi rostro. Un dolor lacerante me atravesó el vientre, desgarrándome por dentro. Y entonces, sentí un flujo cálido y húmedo entre mis piernas.
Bajé la mano temblorosa. Sangre.
—No… no, por favor —murmuré en un susurro ahogado, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba por completo.
Con manos entumecidas volví a marcar el número de Javier. Una vez. Dos. Tres. El silencio era la única respuesta. La desesperación me consumía. Finalmente, al cuarto intento, contestó.
—¿Mila? —su voz sonaba distante, jadeante, casi impaciente. Una voz que no me pertenecía, una voz ajena a nuestro amor.
—Ayúdame… tuve un accidente… el bebé… —logré articular entre sollozos, sintiendo cómo la vida se escapaba entre mis dedos.
Pero antes de que pudiera decir algo más, la oscuridad me engulló por completo.
Lo último que oí, antes de perder la consciencia, fueron los gemidos lascivos de una mujer. Gemidos de placer, de satisfacción, que provenían del mismo lugar donde se suponía que debía estar mi esposo.
Abrí los ojos en una sala aséptica, inundada por el olor penetrante del desinfectante. Tenía una venda apretando mi frente, un recordatorio constante del horror vivido. Intenté moverme, pero el dolor me mantenía prisionera en la cama.
El doctor apareció frente a mí, con su rostro inexpresivo y su voz neutra, carente de cualquier emoción:
—Lo siento, señora Rodríguez. No pudimos salvar al bebé. Pero usted está fuera de peligro.
No pude llorar. No pude gritar.
El vacío era tan profundo, tan absoluto, que ni siquiera el sufrimiento podía encontrar una salida. Mi hijo. Nuestro hijo. Se había ido antes de siquiera comenzar a vivir. Y él… Javier… él no había estado allí.
—¿Mi esposo? —pregunté con un hilo de voz, aferrándome a una última esperanza.
—No ha llegado. Fue un buen samaritano quien la trajo al hospital.
No. No podía ser verdad. Lo sabía en lo más profundo de mi ser: Javier no estaba aquí porque estaba con ella. Con Lola.
Al caer la noche, una enfermera entró en la habitación y me informó sin rodeos:
—Señora, debe pagar los gastos del hospital. Si no lo hace hoy, tendremos que liberar la cama.
—No tengo dinero… —alcancé a murmurar, sintiendo cómo la humillación me invadía.
—Entonces tendrá que irse —respondió con frialdad, sin importarle mi estado.
Me obligaron a levantarme, a pesar del dolor y la debilidad. Me dejaron en el pasillo, con mis pertenencias en una bolsa de plástico, desamparada y sola. La puerta del hospital se cerró tras de mí, dejándome a merced de la noche gélida.
Y allí, en la entrada, lo vi.
Javier avanzaba hacia mí, radiante, con una mujer del brazo. Vestido rojo, labios carmesí, un perfume embriagador que impregnaba el aire.
—Javier… —mi voz fue apenas un susurro, una súplica desesperada.
Él giró la cabeza. Me miró, con una expresión indescifrable en el rostro. Y, tras un segundo eterno, volvió a dirigir su mirada hacia Lola. No vino a mí. No se acercó para consolarme, para preguntarme cómo estaba, para ofrecerme su apoyo. Simplemente siguió caminando con ella, como si yo no existiera, como si yo no fuera su esposa. Entonces la vi de frente. Y mi corazón se detuvo por completo.
Era como mirarme en un espejo. Sus rasgos eran idénticos a los míos: la misma nariz, la misma boca, los mismos ojos. Solo la diferenciaban un corte de pelo más audaz, un labial rojo intenso y una mirada que irradiaba una seguridad y un poder que yo jamás había poseído.
Ella era yo… pero mejorada, perfeccionada, deseable. La original.
El frío del suelo me caló hasta los huesos cuando caí de rodillas, sintiendo cómo la herida se abría de nuevo, tiñendo el asfalto de sangre. Nadie me tendió la mano. Nadie me sostuvo. Allí quedé, sola y abandonada, viendo cómo Javier se alejaba con ella, perdiéndose en la oscuridad, mientras mi reflejo perfecto me dedicaba una sonrisa triunfal. Una sonrisa que prometía una venganza cruel y despiadada. Una sonrisa que anunciaba el comienzo de mi verdadero infierno.
POV MilaDesperté con un peso extraño en el cuerpo, como si llevara días dormida. La habitación era amplia, con cortinas gruesas y una lámpara encendida al costado. Me dolía la cabeza y tenía la boca seca. Intenté incorporarme, pero los músculos no respondieron bien. Miré a mi alrededor. No reconocía el lugar. La cama era enorme, las sábanas limpias, el aire olía a desinfectante y a madera vieja. En una esquina, un reloj marcaba las nueve y cuarto. No sabía si era de la mañana o de la noche.La puerta se abrió. Entró un hombre de cabello canoso, traje oscuro, con una mirada que imponía respeto. Llevaba un vaso con agua y una expresión tranquila.—Por fin despiertas —dijo con voz firme—. Pensé que seguirías dormida un día más.—¿Dónde estoy? —pregunté.—En mi casa —respondió—. Te encontramos tirada al costado de la carretera. Estabas inconsciente y con algunos golpes. Te traje aquí para que te revisara mi médico.Lo miré sin entender.—¿Qué me pasó?Él respiró hondo antes de responder.
Eran las 3:47 de la madrugada cuando Nicolás recibió la alerta. Camil estaba frente a los monitores, los ojos fijos en los puntos rojos del mapa digital.—Salió —dijo sin apartar la vista—. Hay dos señales en movimiento. Javier y Mila.Nicolás se levantó del sillón y caminó directo al armario donde guardaba el chaleco táctico y el arma.—¿Por dónde?—Por la carretera vieja del norte. Si seguimos la ruta de peaje, los alcanzamos antes de que amanezca.—Entonces nos movemos —ordenó.En el exterior del santuario esperaban cuatro camionetas negras. Los hombres revisaban armas y radios, listos para salir. Camil subió a la primera, al lado de Nicolás.—No hay margen de error —dijo él mientras encendía el motor—. Hoy termina todo.El convoy avanzó en silencio por la autopista desierta. No había música, ni conversación, solo el rugido de los motores. Nicolás fumaba mirando la oscuridad del horizonte. Habían pasado meses desde el secuestro, meses de rastreos fallidos, noches sin sueño y promes
El amanecer apenas tocaba los ventanales del santuario cuando Camil entró. Tenía la misma ropa del día anterior, ojeras marcadas y el rostro tenso. Nicolás estaba sentado frente a las pantallas, con un cigarrillo en una mano y un café frío en la otra.Habían pasado la noche revisando movimientos, rastreando cuentas, teléfonos, mensajes, esperando una señal que los acercara a Javier. No la habían tenido, pero esa mañana algo había cambiado.—Encendé el canal siete —dijo Camil mientras dejaba su laptop sobre la mesa.Nicolás obedeció sin preguntar. El sonido del televisor llenó el silencio del lugar. En la pantalla, un grupo de agentes federales escoltaba a un hombre esposado. El titular no dejaba lugar a dudas: “CAPTURADO EL ESCORPIÓN, CABECILLA DE RED DE TRÁFICO DE ÓRGANOS Y ARMAS.”Nicolás se quedó inmóvil unos segundos. Exhaló el humo del cigarrillo y lo apagó con calma.—Era hora —dijo. Su voz sonó baja, firme.—No fue fácil —comentó Camil—. Tuvieron que reventar una de sus casas d
NARRADOR.Sara estaba en su sala con una copa de vino en la mano. El televisor mostraba la noticia que llevaba años esperando: Martín, Elena e Isabel habían sido arrestados. Los cargos eran graves: asesinato, tráfico de órganos, secuestro y encubrimiento.Sonrió sin disimular. Aquella gente le había arruinado la vida. Verlos esposados era su recompensa.Solo faltaba uno: su padre, el Escorpión.Apenas dio un trago más, la tranquilidad se rompió.Un convoy policial frenó frente a la mansión. En segundos, la entrada estaba rodeada. Sirenas, radios, botas contra el mármol. Sara salió a recibirlos, sin sorpresa.—¿Qué sucede, oficiales?—Orden de detención contra Martín Rodríguez, alias “El Escorpión”, por homicidio, narcotráfico y asociación criminal. Tenemos información de que se esconde aquí.Sara respiró despacio.—Mi padre no está —mintió sin titubear.El jefe del operativo la miró fijo. No dijo nada, pero sus hombres ya estaban dentro. Sabían del búnker oculto bajo el despacho princ
POV NicolásHabía pasado una semana desde el fallido asalto a la finca. Siete días en los que cada pista terminaba en un callejón. Siete días de ver a Lola caminar por mi casa como si todo fuera suyo. Siete días en los que Martín, Elena e Isabel seguían libres, intactos, a pesar de todo lo que había salido a la luz.Me harté.Me senté frente a las pantallas del santuario con las carpetas abiertas. Camil había trabajado sin descanso, reuniendo lo que Elena había confesado, lo que mi madre había recopilado años atrás y lo que habíamos recuperado cuando Lola intentó “borrar” archivos. Teníamos la traza: transferencias, nombres de médicos, comprobantes, direcciones. Teníamos el expediente que conectaba a ese hospital con operaciones ilegales, con pacientes que no volvieron a sus casas.—Ya no podemos seguir esperando —dije.Camil me miró. Estaba cansada, pero firme.—¿Qué propones? —preguntó.—Lo primero —contesté— es cerrar el círculo. Encerrar a Martín y a Elena. Aunque la orden vino de
Narrador.Javier condujo durante la noche sin detenerse. A su lado, Mila seguía inconsciente, con la cabeza apoyada contra la ventana. Aún tenía las marcas en la muñeca del lazo con que la había atado.Cuando el cielo empezó a aclarar, el camino de tierra se abrió entre árboles hasta dejar ver la propiedad: una mansión moderna, rodeada por muros de más de tres metros, cámaras en cada esquina y un portón eléctrico con lector digital. Era una casa de lujo, pero diseñada para encerrar.La había comprado meses atrás, antes del secuestro. Todo estaba a nombre de Mila Fernández. Una jugada inteligente: si alguien rastreaba, vería que la dueña era ella. Nadie imaginaría que estaba prisionera dentro.Javier bajó del coche y cargó el cuerpo de Mila en brazos. Entró a la casa por la puerta trasera y subió las escaleras hasta una de las suites. La dejó sobre la cama, le quitó las ataduras y la cubrió con una manta. Luego conectó el sistema de seguridad desde su portátil: cámaras, sensores, cerra
Último capítulo