POV MILA.
—Es el momento de hacer valer mis acciones —dije por teléfono aquella tarde, mirando el horizonte desde la ventana de mi habitación.
Del otro lado, silencio. Después una voz grave respondió:
—¿Estás segura? Una vez que empieces, no habrá vuelta atrás.
Una sonrisa amarga se me dibujó en los labios.
—Nunca la hubo —respondí, y colgué.
El reflejo en el cristal me devolvió a otra Mila. Ya no era la mujer que un día se desmoronó frente a Javier ni la que suplicó migajas de amor. Esa versión de mí murió junto con mi hijo, y cada latido me recordaba quién debía pagar por ello.
Esa noche me vestí con una falda entallada, una blusa de seda marfil y el cabello suelto, cayendo en ondas que parecían suaves pero afiladas. No era coquetería; era estrategia. Quería entrar en ese salón con la frente alta y dejar claro que no me doblaría por nadie.
El comedor estaba dispuesto con un lujo sobrio. Mi madre se mantenía al margen, casi como espectadora muda, y mi padre presidía la mesa con gesto solemne. Entonces lo vi. El hombre que me había ayudado en el hospital y que apareció en el restaurante. Alto, imponente, con ese aire que parecía llenar cada rincón sin esfuerzo.
—Mila —anunció mi padre con voz grave—, te presento a Nicolás, mi ahijado. El hombre con el que te casarás.
Mi respiración se detuvo por un instante, pero pronto lo disimulé con una sonrisa dura.
—Ya nos conocimos, papá —respondí, clavando mis ojos en los suyos.
Él inclinó apenas la cabeza, un gesto cargado de autoridad.
—Así es padrino —dijo—. Nos vimos para almorzar.
Su mirada se quedó fija en mí, sentí un escalofrío, pero no desvié la vista. No iba a mostrar debilidad.
La cena comenzó con frases de cortesía, pero el aire era espeso. Yo masticaba en silencio, esperando el momento de hablar. Finalmente lo solté:
—Si este matrimonio es un acuerdo… quiero poner mis condiciones.
Mi padre levantó las cejas; Nicolás apoyó los codos sobre la mesa, expectante.
—Dos años —dije con calma—. Ese será el límite. Durante ese tiempo yo cumpliré mi papel, y después, cada uno seguirá su camino.
Mi padre negó con la cabeza, visiblemente molesto.
—Mila, no te precipites. Puede que el tiempo los una, que construyan un futuro—
—No, papá. —Mi voz salió cortante—. Yo ya no creo en esas fantasías.
Nicolás me observaba en silencio, hasta que finalmente habló.
—Acepto tus condiciones. —Luego, su voz se endureció—. Pero también pondré las mías.
Lo miré con cautela.
—¿Cuáles?
—Durante esos dos años viviremos como un matrimonio real. Bajo el mismo techo, compartiendo la misma cama. —Me sostuvo la mirada con firmeza—. No haré de ti una esposa de papel.
El aire se me atascó en la garganta.
—¿Hablas de… intimidad? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Solo si lo deseas. Pero lo que sí exijo es que no seamos extraños jugando a ser esposos. Eso o el matrimonio será hasta que la muerte nos separe.
Lo dijo con una seriedad que helaba. Mis ojos buscaron una abertura de duda en los suyos, pero no lo encontré. Hablaba en serio.
Por dentro, la rabia me ardía. ¿Era esto otra forma de ser usada? ¿Otra cadena disfrazada de alianza? Pensé en Javier, en las noches vacías, en las humillaciones, en lo que había perdido. Y entonces comprendí que podía transformar esa exigencia en un arma.
—Acepto —dije finalmente, con voz firme.
Él sonrió apenas, un gesto contenido, más desafío que ternura.
—No te arrepentirás.
Mi padre alzó su copa, satisfecho. Mi madre trató de sonreír, pero yo no apartaba la vista de Nicolás. ¿Era un aliado? ¿Un oportunista? No lo sabía. Lo único claro era que él también jugaba su propio juego.
La cena continuó, pesada, incómoda, como si cada palabra fuera una batalla sutil. Yo sonreía a ratos, bebía pequeños sorbos de vino, pero mi mente estaba en otro lugar: en los Rodríguez, en mi plan, en el momento en que descubrirían demasiado tarde quién era la mujer que acababan de subestimar.
Cuando por fin me retiré a mi habitación, el silencio me golpeó con más fuerza que cualquier discusión. Casarme al día siguiente no estaba en mis planes, pero ahora lo usaría a mi favor. El matrimonio sería mi escudo y mi espada. Me dejé caer en la cama y tomé el teléfono. Un mensaje entró de inmediato. Lo abrí, y mis labios se curvaron al leer las palabras en la pantalla.
Un accionista desconocido ha adquirido más del 50% de las acciones del Grupo Rodríguez.
Encendí la televisión. Los noticieros no hablaban de otra cosa: alguien había comprado en silencio durante años, y ahora se hacía con el control total. Mostraban a Javier escapando de las cámaras con Lola colgada de su brazo, evitando preguntas, sin responder nada. Su rostro era puro desconcierto, casi miedo.
Apagué el televisor. El corazón me latía con fuerza, no de duda, sino de certeza.
—Este es solo el comienzo, Javier —susurré al vacío de mi habitación—. Te haré vivir un infierno.
Me quedé mirando la penumbra, sintiendo que, al fin, la partida había empezado.