Capítulo 6

El abogado me entregó la última hoja. Firmé mi nombre con un trazo firme, sin una sola vacilación. Cada letra fue un entierro. Con esa tinta dejaba atrás tres años de humillación y lágrimas. Con ese trazo maté a la Mila sumisa.

El abogado retiró los documentos despacio y me dijo:

—En cuestión de horas, el divorcio será oficial, ya me comuniqué con el señor Javier y está listo para firmar.

Asentí sin pestañear. Por dentro no temblaba: ardía. Cada palabra era gasolina para la hoguera que llevaba encendida en el pecho, Javier y su familia pagarían cada humillación, cada desaire y en especial, pagarían haber matado a mi hijo, hare que lloren lagrimas de sangre.

Esa noche me preparé con esmero para la cena, no por impresionar a quien seria mi esposo, si no para demostrarme a mi misma, que la Mila que alguna vez fui estaba de vuelta, esa Mila que no le tenia miedo a nada, aunque yo siguiera dudando del paso que estaba apunto de dar. Al llegar al salón allí estaba él, Nicolas, con esa mirada fría, y porte imponente.

—Mila —dijo mi padre con voz solemne—, te presento a Nicolás. Mi ahijado. El hombre con el que te casarás.

Tragué saliva. Mis labios se curvaron en una sonrisa rígida.

—Ya nos conocimos papá.

Nicolás inclinó la cabeza, un gesto mínimo pero cargado de autoridad.

—Así es padrino, nos vimos para almorzar—dijo, con una voz grave.

Su mirada permaneció fija en mí, como si quisiera leerme por dentro. Sentí el escalofrío recorrer mi espalda, pero no me aparté. No iba a volver a encogerme ante nadie.

Se levantó entonces, alto, imponente. Sus pasos fueron seguros, medidos, hasta colocarse frente a mí. Estaba lo suficientemente cerca para que pudiera sentir el calor de su cuerpo, el leve aroma a madera y especias que desprendía su perfume.

—Entonces si ya se conocen no tengo más que decir, la boda será mañana. Dijo mi padre con decisión.

Un escalofrío me recorrió entero el cuerpo.

—¿Tan pronto? —Dije procesando la noticia.

—No hay porque esperar Mila. Dijo Nicolas mirándome con intensidad.

—Tengo condiciones antes de aceptar definitivamente.

Ellos me miraron con atención. Respire profundo y continue.

—Si este matrimonio será solo por conveniencia, propongo un acuerdo de 2 años, durante ese tiempo yo podre vengarme y luego cada uno seguirá su camino. Dije mirando a Nicolas.

Mi padre me miro con desaprobación.

—Mi la no te precipites, tal ves se enamoren y puedan tener una buena vida juntos.

Me burlé con ironía. Nunca más me volvería enamorar.

—Papá eso no pasara, aceptan mi condición o no me caso.

—Yo acepto, pero también tengo una condición.

Lo mire con una ceja levantada, tratando de descifrar sus intenciones.

—Lo que dure el matrimonio viviremos como un matrimonio con todo lo que eso conlleva.

—Quiere que haya intimidad entre nosotros. Dije con terror.

—Solo si tu lo quieres, pero compartiremos la misma cama, eso o que le matrimonio sea hasta que la muerte nos separe.  

Lo mire y sus ojos me retaron, al parecer hablaba muy enserio, acaso pensaba que entre nosotros podría darse algo, comencé a cuestionarme sus verdaderas intenciones con este matrimonio.

—Acepto. Dije al final.

Él me miro con una media sonría y con voz grave dijo.  —No te arrepentirás.

Mi padre asintió y ordeno traer las copas, mientras ellos organizaban la gran fiesta y el anuncio a los medios guarde silencio. Entonces mañana empezará mi venganza —susurré, solo para mí, pues quería creer que era cierto y que estaba aceptando esta unión solo para vengarme.

*

*

La ciudad ardió en rumores esa tarde. Los medios hablaban de la boda del año: la unión de dos imperios. Nadie sabía quién era la novia. Solo sabían que se trataba de la heredera del consorcio Fernández, y que se casaría con el dueño de Acompany, ese misterioso magnate cuya identidad había permanecido oculta.

Las especulaciones eran infinitas. Algunos decían que era un contrato, otros que era una estrategia para dominar el mercado. Pero no había fotos, no había confirmaciones, no había un rostro. Solo misterio.

Y eso era lo que más disfrutaba de todo: nadie, absolutamente nadie, sabía que la mujer detrás de ese velo era yo.

Al día siguiente.

La mansión se transformó en pocas horas. Candelabros colgaban de los árboles, miles de flores blancas cubrían cada rincón, y la alfombra que llevaba al altar brillaba bajo las luces como un río de fuego. El aire estaba impregnado de azahar y expectativa. Los invitados comenzaron a llegar, un desfile de empresarios, políticos y figuras influyentes. Entre ellos, cuatro sombras que yo ansiaba ver: Javier, Lola, Elena y Martín.

Se acomodaron en primera fila. No sabían lo que estaban a punto de presenciar. Sus miradas denotaban curiosidad, arrogancia, y un deje de burla. Creían venir a un espectáculo de poder para tratar de a hacer negocios, pero no anticipaban lo que les tenía preparado.

En mi habitación, frente al espejo, terminé de arreglarme. El vestido era blanco, pero no inocente: ceñido a la cintura, de seda brillante, con un escote elegante que sugería más de lo que mostraba. La falda larga caía con peso real, y el velo, delicado, apenas dejaba entrever mis labios pintados de rojo intenso.

Era un vestido de novia, sí, pero también era mi armadura. Quería que, al verme, nadie pudiera recordarme como la mujer que un día fue echada de una casa con sus ropas arrojadas al suelo.

Mi madre, con lágrimas contenidas, me ajustó el velo.

—Eres la hija de los Fernández. Y esta noche, todos lo recordarán.

—No —la corregí, mirándome en el espejo—. Esta noche, todos lo aprenderán.

Las puertas del salón se abrieron. La música comenzó a sonar, formalmente.

Mi padre me ofreció el brazo y yo lo tomé. Avanzamos despacio, paso a paso, por la alfombra iluminada.

El murmullo de los invitados se apagó cuando crucé la entrada.

Y entonces los vi.

Javier. Su rostro se congeló. El color huyó de su piel y la incredulidad le deformó la expresión. La copa que sostenía en la mano tembló hasta derramarse sobre su traje.

Lola. Su sonrisa se borró al instante. Sus ojos se abrieron con un terror que intentó disimular en una mueca amarga, pero el veneno de la envidia se le escapaba por cada poro. Elena. Inmóvil, con la barbilla erguida, pero sus pupilas dilatadas delataban el miedo que intentaba esconder.

Y Martín… él no apartaba la vista de mí. Su ceño fruncido, sus labios apretados. Un hombre que comprendía demasiado tarde que la partida que creía suya había cambiado de manos. Avancé, despacio, disfrutando de cada mirada, de cada expresión de asombro, rabia y terror. El eco de mis tacones sobre la alfombra marcaba mi triunfo.

Los dejé atrás, con una sonrisa un poco torcida en la cara, luego seguí adelante, abrigándome entre los invitados. No había caminado mucho cuando alguien se interpuso en mi camino.

Javier.

—¿Por qué estás haciendo esto, Mila?" Su voz era como un rugido contenido. —Pensé que ese día solo estabas bromeando. Hay tantos hombres en el mundo... ¿por qué él?"

Le lancé una mirada furiosa.

—Ja, dije que me casaría con él. Soy una mujer libre. Ve con tu amante y déjame en paz.

Él rio con ironía.

—¿Te dijo cuál es su verdadera identidad? ¿Qué es mi hermanastro? ¿El hijo ilegítimo de mi padre?

Me detuve bruscamente, como si me hubieran vertido un cubo de agua fría por la espalda.

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