Capítulo 2.

POV – Mila

No era solo una mujer. Era ella. La original. Y en ese instante comprendí la crueldad de mi existencia: yo no era su esposa, apenas una sombra, la sustituta imperfecta… la imitación barata de un amor que nunca me pertenecería.

El frío calaba hondo, pero no era el de la brisa nocturna ni la humedad de la ciudad; era el escalofrío gélido que recorría mi cuerpo al ver a Javier sujetándola del brazo con posesión, como si yo fuera la intrusa en la historia de mi propia vida.

Intenté incorporarme, pero mis piernas se negaron a obedecer. Temblaba incontrolablemente. La herida en mi frente se reabrió, y la sangre tibia corrió por mi sien, nublando mi visión.

—Javier… —mi voz se quebró en un murmullo casi inaudible.

Él apenas giró la cabeza, me dedicó una mirada fugaz, carente de emoción, y volvió a centrar su atención en la mujer de labios carmesí. Sin mediar palabra, la atrajo hacia sí y juntos entraron al hospital, dejándome allí, en la entrada, como un objeto desechado, un trasto inservible.

El suelo me devoraba, helado e implacable. Sentía cómo la consciencia se desvanecía, cómo el entumecimiento se extendía por todo mi cuerpo. Me voy a desvanecer, pensé, resignada, me convertiré en polvo, en nada.

Pero entonces, como un ángel caído del cielo, apareció él.

Un hombre alto y corpulento, de hombros anchos que marcaban la perfección de su figura. Vestía un traje oscuro impecablemente entallado que resaltaba su porte elegante. Un reloj de marca, discreto pero ostentoso, brillaba en su muñeca, un símbolo de poder y distinción. Su mirada era dura, intensa, penetrante, de esas que no necesitan palabras para transmitir su fuerza arrolladora. Sin dudarlo un instante, me levantó en brazos, como si no pesara nada.

Su calor me envolvió como una manta reconfortante. El perfume sutil de su piel, una mezcla embriagadora de sándalo y especias, invadió mis sentidos. La firmeza de su abrazo, una promesa de protección y seguridad. Intenté articular una palabra, un agradecimiento torpe, pero las fuerzas me abandonaron por completo. El mundo se convirtió en un borrón oscuro, un torbellino de sombras y silencio.

Desperté en una habitación privada, rodeada de un lujo discreto. Cortinas blancas y vaporosas ondeaban suavemente con la brisa, dejando entrever la luz tenue del amanecer. Un suero goteaba lentamente en mi brazo, alimentando mi cuerpo debilitado. Unas cobijas suaves y cálidas me cubrían hasta el cuello, brindándome una sensación de confort y alivio.

Una enfermera joven y amable entró en la habitación, revisó mis signos vitales con profesionalismo y me dedicó una sonrisa reconfortante.

—Está a salvo, señora. Alguien pagó su cuenta y solicitó que la atendieran aquí, con todas las comodidades. Puede descansar ahora. Todavía está muy débil, necesita reponer fuerzas.

—¿Quién fue? —pregunté con un hilo de voz, sintiendo la confusión y la gratitud luchando en mi interior.

La enfermera negó con la cabeza.

—No dejó su nombre. Solo pidió que no le faltara nada y que se le informara sobre su evolución.

Cerré los ojos, intentando asimilar la situación. No había sido un sueño, una fantasía producto de mi mente perturbada. Ese hombre existía, era real. Un desconocido me había rescatado del abandono, me había levantado del suelo donde mi esposo me había dejado tirada como a un despojo.

Dos días después, me dieron el alta. Caminaba con lentitud, aún sintiendo los efectos del accidente y la pérdida. Llevaba mis escasas pertenencias en una bolsa de plástico, sintiéndome vulnerable y desamparada. Afuera, la ciudad rugía con su indiferencia habitual, ajena a mi dolor. No encontraba taxis disponibles y comenzaba a sentirme mareada.

Fue entonces cuando los vi.

Javier salía del hospital con Lola colgada de su brazo, radiante y victoriosa. Sus risas resonaban en el aire como una bofetada cruel, un recordatorio constante de mi derrota. Respiré hondo, intentando controlar las emociones que amenazaban con desbordarme, y me armé de valor. No podía permitir que me vieran derrotada.

—Javier… llévame a casa —pedí, con la voz aún débil pero firme, intentando proyectar una seguridad que no sentía.

Él se giró hacia mí con un gesto de fastidio, como si mi simple presencia le resultara molesta.

—Mila, no empieces, por favor. Estoy ocupado, ¿no lo ves?

—¿Ocupado? —repetí, mordiéndome el labio inferior para evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos—. Acabo de salir del hospital… No puedes simplemente dejarme aquí, a mi suerte.

Lola, interpretando su papel a la perfección, entrelazó su brazo con el de Javier, fingiendo una fragilidad que contrastaba con su mirada triunfal.

—Javier, cariño, no me siento del todo bien. No creo que sea buena idea compartir el coche con ella en este momento.

Él la acarició con ternura, como si fuera un objeto de porcelana a punto de romperse, y me lanzó una mirada gélida, desprovista de cualquier rastro de compasión.

—Está bien, cariño. No te preocupes, no te voy a obligar a nada. —Sacó un fajo de billetes de su billetera y los dejó caer al suelo frente a mí, con una arrogancia que me dolió más que cualquier golpe—. Toma, busca un taxi. No quiero problemas, ¿entiendes?

El dinero quedó esparcido a mis pies, como una ofrenda humillante. No me agaché a recogerlo. Mi dignidad valía más que todo el oro del mundo.

De repente, una voz grave, autoritaria, interrumpió la escena, resonando en el aire como un trueno:

—Ella no necesita tu dinero.

Todos giramos la cabeza en dirección a la voz.

El desconocido estaba allí, imponente, erguido como un dios griego, con esa seguridad arrolladora que parecía emanar de cada poro de su piel.

El rostro de Javier se tensó de inmediato. Sus ojos se oscurecieron, y la sorpresa inicial se transformó en una mezcla explosiva de furia y odio.

—¿Qué haces tú aquí, bastardo? —escupió, con un veneno que me estremeció.

El hombre sonrió con una calma desconcertante, como si estuviera siendo insultado por un niño pequeño.

—Haciendo lo que tú no haces —respondió con una voz suave, pero cargada de sarcasmo—. Cuidar a tu esposa.

El aire se cargó de electricidad. La tensión era palpable, casi se podía tocar.

Lola se aferró con fuerza al brazo de Javier, y por primera vez en mucho tiempo, vi un atisbo de celos en sus ojos.

—Aléjate de ella —gruñó Javier, amenazante.

El desconocido ni siquiera se inmutó. Mantenía la mirada fija en Javier, desafiándolo con una serenidad que lo enfurecía aún más.

—¿Por qué? ¿Acaso de repente recuerdas que tienes esposa? —Su risa fue suave, pero afilada como una daga, hiriendo el orgullo de Javier en lo más profundo—. Es curioso, porque hasta hace poco parecía que te habías olvidado por completo de su existencia.

Respiré hondo, intentando controlar el temblor de mis manos, y lo dije con claridad, sin titubear:

—No hace falta que discutan. Javier… se acabó. Quiero el divorcio.

El silencio que siguió fue brutal, opresivo. Lola abrió los ojos con una fingida sorpresa, intentando disimular su triunfo. Javier me fulminó con una mirada llena de odio, como si yo fuera la culpable de todo. Y el desconocido… él simplemente me miró con esa serenidad imperturbable que me sostenía en pie, que me daba la fuerza para seguir adelante.

Di un paso decidido en dirección al desconocido.

—Vámonos de aquí —dije, con la voz temblorosa pero firme.

Javier intentó detenerme, extendiendo la mano hacia mi brazo, pero ya no lo escuché. Ya no me importaba lo que pudiera decir o hacer. Ya no tenía poder sobre mí.

El desconocido abrió la puerta de un coche negro impecable, un vehículo de lujo. Me invitó a subir primero, con una cortesía exquisita, y luego ocupó el asiento del conductor, irradiando una seguridad que me tranquilizó al instante.

Mientras el motor rugía suavemente, vi a Javier desde la ventana. Su rostro era una máscara de furia y derrota, una imagen que jamás olvidaría. Por primera vez en años, no sentí dolor al dejarlo atrás. No sentí arrepentimiento, ni siquiera un atisbo de duda. Solo una sensación de liberación, de renacimiento.

—¿A dónde quieres que te lleve? —preguntó el desconocido, sin apartar la vista del camino, con una voz suave y reconfortante.

—A mi casa —respondí con un nudo en la garganta, sintiendo la necesidad imperiosa de poner fin a ese capítulo de mi vida—. Es hora de cerrar un ciclo, de recoger mis pedazos y empezar de nuevo.

Guardé silencio durante unos segundos, sintiendo su mirada atenta sobre mí, y añadí con un hilo de voz:

—¿Puedo al menos saber tu nombre? Siento que te debo una disculpa por haberte involucrado en todo esto. No deseo causarte más problemas.

Él esbozó una sonrisa apenas perceptible, una sombra fugaz de dulzura en su rostro serio y varonil.

—No me causas ningún problema, Mila. Al contrario, ha sido un placer ayudarte. Y en cuanto a mi nombre… Lo descubrirás muy pronto.

—Eres muy misterioso—murmuré, sintiendo algo de incomodidad.

Asintió con un gesto suave. El resto del camino lo recorrimos en silencio, pero era un silencio distinto al que había conocido hasta ahora. Ya no era un silencio vacío y opresivo, sino un silencio lleno de promesas, un silencio que anunciaba un nuevo comienzo. Un silencio que, por primera vez en mucho tiempo, me hacía sentir esperanza.

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