Capítulo 3.

POV – Mila

El auto se detuvo frente a la imponente mansión Rodríguez. El desconocido me abrió la puerta con un gesto firme, sin decir palabra. Lo miré un instante, buscando alguna explicación, pero solo encontré ese silencio enigmático que lo envolvía.

No entendía quién era ni por qué me había ayudado. Apenas sospechaba que conocía a Javier, pero no podía descifrar la razón de su repentina aparición.

—Gracias… —susurré, antes de bajar del coche.

Él no respondió, solo me sostuvo la mirada un segundo más, como si quisiera asegurarse de que yo tenía el valor suficiente para enfrentar lo que venía. Luego, cuando crucé el portón, arrancó y desapareció en la oscuridad.

Con la maleta en la mano avancé hasta la puerta principal. No había marcha atrás.

Elena me esperaba allí, erguida como una reina cruel, los brazos cruzados y la sonrisa venenosa pintada en el rostro. A su lado, Lola lucía espléndida, como si hubiera nacido para ocupar ese lugar.

—¿Ya te vas? —preguntó Elena, con sorna—. Pensé que aún tenías algo de dignidad para seguir luchando.

Chasqueó los dedos y una sirvienta apareció arrastrando una maleta. La abrió frente a mí y vi mi ropa tirada, arrugada, hecha un desastre. Una blusa cayó al suelo y Elena la pateó hacia la puerta.

—Aquí no necesitamos sombras —sentenció—. La verdadera señora de esta casa ya regresó.

Lola dio un paso al frente, con esa dulzura falsa que tanto la caracterizaba.

—No te lo tomes personal, Mila. No eres más que un error en la historia de Javier. El amor verdadero nunca muere.

—¿Error? —mi voz tembló, pero mi mirada no—. Yo le di tres años de mi vida. Tres años en los que él me buscó a mí, no a ti.

—Sacrificios inútiles —replicó Lola, triunfante—. Porque al final, siempre fui yo.

La sirvienta arrojó mis cosas al suelo, y entre ellas brilló un objeto que me arrancó el aire: mi collar. El único recuerdo de mi madre. Elena lo tomó con deleite, alzándolo como un trofeo.

—Mira, Lola. Hasta quiso robar joyas de la familia.

—¡Ese collar es mío! —grité—. Lo empeñé para darle dinero a Javier, con eso empezó su empresa. ¡Él lo sabe!

Y allí estaba él, observando desde el fondo del salón. Esperé, rogando que dijera algo, que confirmara la verdad. Pero sus ojos fríos me atravesaron como cuchillas.

—Patética —dijo al fin—. No esperaba menos de ti.

El suelo pareció desvanecerse bajo mis pies.

—¿Ya olvidaste cómo empezó todo, Javier? —supliqué—. Ese collar fue el inicio de todo lo que tienes.

Él desvió la mirada. El silencio fue más cruel que cualquier palabra.

Las risas de Elena y Lola llenaron la estancia.

—Mila —sentenció Elena—, siempre fuiste un estorbo. Y lo peor es que creíste encajar aquí.

El fuego de la rabia me recorrió el cuerpo, sosteniéndome en pie.

—Está bien —dije con voz firme—. Quédense con la casa, con Javier, con sus miserias. Pero llegará el día en que todo lo que me arrebataron volverá a mí.

Elena perdió por un segundo la sonrisa, Lola apretó los labios y Javier me ignoró como si yo fuera aire.

No recogí nada. Crucé la puerta con la frente en alto, aunque por dentro estaba rota. El frío de la noche me recibió como un verdugo.

Me dejé caer en la acera, con las manos temblorosas. Saqué mi teléfono y marqué un número que había evitado por tres años.

—Mamá… —mi voz se quebró apenas escuché su respuesta—. Me equivoqué tanto.

—Hija… vuelve a casa. Aquí siempre tendrás un hogar.

Las lágrimas rodaron sin control.

—Mamá… perdí a mi bebé. Perdí todo.

—No, hija —su voz fue un bálsamo—. No lo perdiste todo. Te tienes a ti. Y me tienes a mí.

Cerré los ojos con fuerza, apretando el teléfono contra mi pecho. Esa palabra, hogar, se incrustó en mí como una promesa.

Y supe que, aunque destrozada, había llegado el momento de cerrar un ciclo.

Y empezar otro: el de mi venganza.

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