Baje las escaleras con la maleta en la mano, camine con pasos firmes como si mi vida dependiera de ello, no había marcha atrás me iría de esta casa con la poca dignidad que aún me queda, pero al parecer no sería tan fácil. Al llegar a la puerta principal Elena, mi suegra, me esperaba allí como una guardiana del infierno, con los brazos cruzados y una sonrisa fría que me heló la sangre. A su lado, Lola, vestida como una reina en su trono, se acomodaba el cabello con fingida delicadeza, disfrutando de cada segundo.
—¿Ya te vas? —preguntó Elena con ese tono burlón que conocía tan bien—. Qué raro. Pensé que estarías dispuesta a seguir arrastrándote.
Antes de que pudiera responder, chasqueó los dedos. Una sirvienta apareció arrastrando otra maleta, una que yo no había armado. Al abrirla frente a mí, comprendí. Era mi ropa. Toda mi ropa. Doblada de cualquier forma, arrugada, revuelta, y ahora cayendo al suelo de mármol.
Elena pateó una blusa con la punta del tacón y la arrojó hacia la puerta principal.
—Aquí no necesitamos sombras —dijo con desdén—. La verdadera señora de esta casa ya regresó.
Lola dio un paso al frente. Su perfume me golpeó como una bofetada.
—No te lo tomes personal, Mila. —Su voz era melosa, pero sus ojos destilaban veneno—. Es solo que… el amor verdadero nunca muere. Tú solo ocupaste un espacio que no te correspondía.
Mi garganta se cerró. Temblaba de rabia, de impotencia.
—¿Un espacio? —susurré—. Yo le di tres años de mi vida a Javier. ¡Tres años de humillaciones, de sacrificios!
Lola sonrió con una calma cruel.
—Exacto. Sacrificios inútiles. Porque al final… siempre fui yo.
La sirvienta, obediente, comenzó a lanzar mis cosas fuera de la casa: zapatos, vestidos, mi bolso. Cada objeto que caía sobre el suelo de piedra era como una bofetada que me arrancaba un pedazo de dignidad.
Quise detenerla, pero Elena me empujó con un dedo en el hombro.
—No toques lo que no es tuyo.
Entonces, entre la ropa, algo brilló: mi collar. Ese que había guardado con tanto celo, el único recuerdo valioso que traje de mi hogar. La sirvienta lo levantó, y los ojos de Elena se iluminaron con triunfo.
—Mira esto, Lola. Hasta quiso robarse las joyas de la familia.
—¡Ese collar no es de Javier! —grité—. ¡Me lo dio mi madre! Lo vendí para darle dinero a tu hijo, Elena. ¡Ese collar fue el inicio de todo lo que Javier tiene!
Esperé, con el corazón en la garganta, que Javier apareciera y confirmara lo que decía. Y apareció. Pero no para defenderme. Se acercó, miró el collar en las manos de su madre y luego me miró a mí con desprecio.
—Mila, pensé que al menos tenías dignidad. Y ahora resulta que hasta intentas robar.
La respiración se me cortó.
—¿Robar? —mi voz fue apenas un hilo—. Ese collar lo empeñé para ti. Con ese dinero levantaste tu empresa. ¡Lo recuperaste cuando las cosas mejoraron! ¿Ya lo olvidaste?
Él no contestó. Bajó la mirada, como si yo fuera polvo en el suelo.
Las risas de Lola y de Elena llenaron la sala como cuchillas.
—Eres patética, Mila —dijo Elena con satisfacción—. Y lo peor es que creíste que alguna vez encajabas aquí.
Sentí que mis rodillas cedían, pero me negué a caer frente a ellas. El fuego me recorrió el cuerpo. La rabia me sostuvo en pie.
—Está bien —dije, apretando los puños—. Quédense con el collar. Con la casa. Con Javier. Con sus risas. Yo no necesito nada de ustedes.
—Por fin lo entiendes —dijo Lola, triunfante.
Me giré, mirándolos a los tres, uno por uno.
—Pero escúchenme bien: llegará el día en que todo lo que me arrebataron volverá a mis manos. Y ese día, ustedes serán los que se arrastren.
El silencio cayó como una losa. Elena perdió por un segundo su sonrisa, y Lola apretó los labios. Javier… simplemente desvió la mirada.
No recogí nada del suelo. Crucé la puerta con la frente en alto, aunque por dentro me estaba desmoronando. Afuera, la noche me recibió con un aire gélido. El eco de las risas seguía persiguiéndome, pero cada paso que daba me alejaba de esa casa maldita.
En la calle, me dejé caer en la acera. Saqué mi teléfono con manos temblorosas y marqué un número que no había olvidado por tres años.
—Mamá… —mi voz se quebró en cuanto escuché su tono cálido al otro lado—. Me equivoqué. Me equivoqué tanto.
—Hija… vuelve a casa. Este hogar siempre ha sido tu refugio.
Las lágrimas me brotaron al escuchar esa palabra. Hogar.
—Mamá… perdí a mi bebé. Perdí todo.
—No, hija —me respondió con ternura—. No lo perdiste todo. Te tienes a ti. Y me tienes a mí.
Le envié mi ubicación. Minutos después, un Porsche negro se detuvo frente a mí. Un hombre de traje impecable bajó, abrió la puerta con respeto y me dijo:
—Señorita Fernández, bienvenida a casa.