La familia Fernández no era cualquier familia. Era un imperio. Mi apellido pesaba como un título, como una herencia imposible de ignorar. Desde niña me prepararon para ocupar mi lugar como única heredera, la que debía dar continuidad al consorcio, a la fortuna y al poder que mis padres habían levantado con tanto orgullo. Mi futuro parecía brillante, escrito con tinta dorada… hasta que conocí a Javier.
Por él me atreví a desafiar todo lo que era sagrado en casa. Cerré los ojos al destino que me habían trazado, ignoré las súplicas de mi madre, las advertencias de mi padre y las miradas acusadoras de quienes siempre esperaron que fuera perfecta. Por amor a Javier lo perdí todo: mi lugar en la familia, el respaldo de mis padres, la seguridad de un porvenir que otros hubieran matado por tener.
Regresé a casa con el corazón roto, sin nada más que el peso de mi decisión. Y mientras cruzaba esas puertas que alguna vez fueron mías, entendí que ya no pertenecía allí. Había elegido el amor… y el precio fue convertirme en una extraña en mi propio hogar.
Qué irónico.
El conductor abrió la puerta y sentí el aire fresco mezclarse con el aroma de las buganvilias del jardín. Ese olor, tan familiar de mi infancia, me quemaba y me reconfortaba a la vez. En la entrada estaba mi madre. Isabella. Con la misma mirada dulce y calidez. Apenas me vio, corrió hacia mí y me abrazó de tal manera que me rompió por dentro.
—Mi niña. . . —susurró, besando mi cabello—. Mi pobre niña.
El nudo en mi garganta se deshizo y lloré sobre su pecho. Lloré lágrimas que había reprimido durante días, meses y años. Lágrimas que ni Javier ni su familia merecieron ver, pero que fluyeron sin control en sus brazos.
—Mamá. . . lo he perdido todo.
—No, hija. No has perdido todo. Te tienes a ti. Nos tienes a nosotros. —Se apartó para mirarme, con esa firmeza que siempre mostraba en mis peores momentos—. Nunca dudes de eso.
Detrás de ella apareció mi padre. Santiago Fernández. Alto y autoritario, siempre con un aire de respeto. Su mirada era dura, pero en el fondo se notaba el alivio de volver a verme.
—Finalmente has vuelto, Mila —dijo, sin mostrar emoción.
Me quedé quieta. Había temido ese momento durante tres años.
—Lo siento, papá —susurré.
Él me observó como si revisara las cicatrices de mi caída. Y aunque no sonrió, su tono fue un poco más suave.
—No importa ya. Lo único importante es que has vuelto. Has aprendido.
Asentí, tragándome mi orgullo.
Esa noche, cenamos en el comedor familiar. La mesa estaba repleta de platos que alguna vez fueron mi consuelo de niña: estofado, pan caliente, vino tinto. Mi madre me servía como si quisiera alimentar no solo mi cuerpo, sino también curar las heridas de mi alma.
Finalmente, mi padre dejó la copa y habló con una voz grave que no aceptaba discusión:
—Mañana vas a divorciarte de ese miserable. Nuestro abogado ya tiene los documentos listos.
El vino me ardió en la garganta.
—¿Tan rápido?
—¿Qué más esperas? —replicó con firmeza—. Ese hombre no merece ni un minuto más de tu tiempo.
Apreté mis manos en un puño. Parte de mí deseaba que el proceso se prolongara, que Javier sintiera cada instante de mi sufrimiento.
Mi padre interrumpió mis pensamientos.
—Y después te casarás.
El vaso de mi madre sonó al chocar con el plato.
—¿Casarme? ¿Con quién?
—Con Nicolás. Es mi ahijado, pueden conocerse y tratar de llevarse bien.
Me quedé en shock.
—¡He perdido a mi hijo! —grité, mis lágrimas empapando la mesa—. ¡mientras él estaba con otra mujer! ¡Me dejó herida y ahora… ahora quieres que me case de nuevo como si nada hubiera pasado!
Mi madre intento de calmarme, pero mi padre gritó:
—No serás la sombra de nadie otra vez. Se sensata Mila, eres inteligente y capaz, pero necesitas un respaldo y ese te lo dará Nicolas.
—¿Quién es Nicolás? ¡No lo conozco, papá!
—No necesitas conocerlo. Yo lo conozco. Es fuerte y brillante. Te cuidará, es lo mejor para ti hija, piénsalo por favor.
—¿Lo mejor para mí? ¡Nadie puede decidir lo que es mejor para mí! —grité, de pie—. Ni Javier, ni Elena, ni tú. ¡Me han quitado todo y ahora quieren decidir hasta con quién debo acostarme!
El silencio se instaló en la mesa. Mi madre lloraba. Mi padre no retrocedió, había dado una orden, como si yo no tuviera voz.
*
*
Esa noche no pude dormir. Caminé por los pasillos de la mansión como un fantasma. Los recuerdos regresaron como cuchillos.
Flashback
—Mila, ese piso no se va a limpiar solo. Vamos, de rodillas. Ese es tu lugar —la voz de Elena aún resonaba en mí.
Yo fregaba, con las manos lastimadas. Javier leía el periódico, sin inmutarse.
—Eres una carga para mi hijo —Martín su padre me miraba con desdén—. El suelo es donde perteneces.
Y yo, bajando la mirada, tragándome el llanto.
**
Me detuve frente a un espejo. La mujer que vi ya no era nadie. Sus ojos reflejaban odio.
Al amanecer seguía despierta, abrazando mis rodillas.
Me quede observando como la luz del nuevo día entraba por la ventana, estaba a punto de entrar en la cama el cansancio me vencía, pero mi teléfono vibró sobre la mesa. Miré la pantalla y mi estómago se revolvió: Javier.
Lo dejé timbrar dos veces y respondí con una voz temblorosa:
—¿Qué deseas?
—Hablar del acuerdo de divorcio —dijo, con frialdad.
—No quiero verte. Que lo manejen los abogados.
—Si no vienes, no firmaré nada —me cortó con desdén—. Y puedes quedarte esperando meses.
Cerré los ojos. Mi ira burbujeaba. Quería gritarle que se fuera al infierno. Quería negarme.
Pero sabía que necesitaba su firma.
Tragué saliva y respondí, con veneno en cada palabra:
—Está bien. Nos vemos.
Colgué y arrojé el móvil sobre la cama.
La decisión estaba tomada. Esta vez no iría como la mujer derrumbada que él solía menospreciar. Iría como la sombra que aprendió a moverse en silencio, como el fuego que amenazaba con devorarlo todo. Me utilizaron, me humillaron, me hicieron sentir menos… pero ahora comprenderán que soy más fuerte de lo que jamás imaginaron.
Tomé el teléfono. Mis dedos no temblaron. Al otro lado contestaron con formalidad, casi con cautela, y yo hablé con una seguridad que ni yo recordaba tener. Hice mis peticiones, claras, directas, como quien mueve una pieza clave en un tablero de ajedrez. Hubo un silencio tenso antes de la respuesta, y luego, la palabra que esperaba: “Hecho.”
Colgué despacio, saboreando la sensación. Por primera vez en años no era yo la arrinconada, la que rogaba, la que se conformaba con las sobras. No. Esa noche, el poder cambió de manos.
Me recosté en la cama, y el sueño llegó ligero, casi dulce. Dormí tranquila, como quien al fin entiende que el verdadero juego apenas comienza.