Isabella
Isabella
—Baja a cenar. Ahora. No es una invitación. —La voz de León, seca y firme, se coló por debajo de la puerta como una orden sellada en plomo.
No había terminado de abrir los ojos del todo cuando su tono ya me hervía la sangre. Ni un "por favor", ni una explicación. Solo eso: una orden.
Me incorporé lentamente en la cama, frotándome los ojos y odiando lo fácil que mi cuerpo se había acostumbrado a la suavidad de esas sábanas. Odiando aún más que mi primer pensamiento al despertar no fuera escapar… sino él.
Sobre el respaldo del sillón, un vestido negro colgaba, con su etiqueta aún puesta. Ceñido a la cintura, escote en V, tela tan suave que parecía una caricia. Por supuesto que me quedaba perfecto. Y por supuesto que él lo sabía. No era casualidad. Nada con León lo era.
Vestirme con lo que él había elegido para mí era como aceptar, tácitamente, que yo era una pieza más en su tablero. Una muñeca bien vestida para su circo privado.
Pero rechazarlo… no era opción.
Mi estómago rugía con desesperación. Llevaba más de un día comiendo poco más que migajas, y si algo tenía claro después de estar encerrada aquí, era que León sabía cómo quebrarte. No con golpes. Con estrategias. Con hambre, silencio y pequeñas concesiones que terminabas agradeciendo.
Así que me vestí. Me maquillé lo justo, peinándome con las manos frente al espejo. No por él, me repetí. Por mí. Porque cada vez que me miraba al reflejo y me reconocía, seguía recordando que no estaba rota.
Cuando bajé las escaleras, el olor a pan recién horneado y carne al romero me recibió como una trampa disfrazada de hogar. La mesa estaba puesta. Velas encendidas. Platos de porcelana blanca. Todo demasiado perfecto. Como si este hombre no fuera un mafioso con cicatrices en el alma… sino un anfitrión exquisito.
Él estaba sentado, copa de vino en mano, como si me esperara desde hacía siglos. Vestía una camisa negra, mangas arremangadas. Relajado. Insoportablemente seguro de sí mismo.
—Tardaste —dijo, sin levantar la vista.
—Podrías haberme dejado elegir la ropa —contesté, tomando asiento frente a él.
Nuestros ojos se encontraron y, por un segundo, su mandíbula se tensó apenas. ¿Culpa? ¿Deseo? No estaba segura. Pero no me gustaba lo que provocaba en mí ese maldito destello en su mirada.
—Podrías habértela quitado si no te gustaba —respondió, con una sonrisa ladeada que me hizo apretar los muslos bajo la mesa.
Un camarero —uno de los silenciosos, como estatuas entrenadas— sirvió los primeros platos. Sopa de calabaza, adornada con algo verde que no supe identificar pero que olía glorioso. Y no, no era veneno. León podía ser muchas cosas, pero no un asesino cobarde.
Comimos en silencio por un rato, el sonido de las cucharas sobre la cerámica llenando el aire con una falsa calma.
—Tu madre era alérgica a las almendras —dijo él de pronto, sin mirarme, como si estuviera hablando con su sombra.
El cubierto cayó de mis dedos. El choque del metal con el plato resonó como un disparo.
—¿Qué dijiste?
Él levantó la vista, tranquilo. Casi… nostálgico.
—La vi una vez, en un evento. Llevaba un vestido azul noche. Estaba radiante. Pero no dejaba de mirar el reloj… como si el mundo real estuviera esperándola lejos de esa fiesta de máscaras.
Sentí que el aire me faltaba. Mi madre había muerto cuando yo tenía cinco años. Cáncer, dijeron. Nunca le hablé de ella a nadie. Mi padre evitaba el tema como si su nombre le quemara la lengua. Y León... ¿cómo demonios sabía eso?
—¿La conociste?
Mi voz salió más temblorosa de lo que quise.
—Digamos que nuestros mundos se rozaron. En silencio. —Apretó los labios, luego bebió un trago de vino—. Ella no pertenecía al de tu padre. Nunca lo hizo.
El silencio volvió a caer, pero ya no era cómodo. Era una amenaza, suspendida en el aire. Mis manos temblaban sobre la mesa, pero no las oculté. Él lo notó. Claro que lo notó. Y en vez de disfrutarlo, como yo esperaba… suspiró.
—No deberías estar aquí —murmuró.
—Entonces déjame ir —desafié.
León se inclinó hacia adelante, cruzando los codos sobre la mesa. Sus ojos me recorrieron como si buscaran algo más allá de la ropa, de la carne, de la rabia. Algo que aún no se atrevía a nombrar.
—No puedo.
La forma en que lo dijo... como si se lo estuviera diciendo a sí mismo.
El segundo plato llegó —filete con mantequilla de hierbas, papas al horno, algo ridículamente delicioso que no pude disfrutar. Porque nuestras manos se rozaron cuando él pasó la canasta del pan.
Fue un roce mínimo.
Pero eléctrico.
Como si me hubieran metido los dedos en un enchufe.
Le retiré la mano como si me quemara. Él no. Él la dejó ahí. El dorso expuesto, relajado, como si me dijera sin palabras: "tócame". Y el fuego subió por mi garganta, por mis muslos, por el centro de mi vientre hasta dejarme sin aliento.
Era odio, ¿no?
O tal vez... no.
La forma en que me miraba no era la de un enemigo.
Era la de un hombre con hambre.
Y no de comida.
De repente, un estruendo sacudió la casa. La puerta principal se abrió de golpe y un grupo armado irrumpió con rapidez. No había tiempo para reaccionar.
—¡Al suelo! —ordenó una voz desconocida mientras sentí que algo frío se presionaba contra mi espalda.
León se levantó al instante, su expresión cambiando de anfitrión a protector.
—¡Isabella, detrás de mí! —gritó mientras sacaba un arma con destreza.
El caos explotó en segundos. Disparos resonaban, vasos rotos y gritos mezclados con el olor a pólvora.
Me quedé paralizada, pero entonces vi a León recibir un disparo en el brazo mientras se lanzaba hacia mí para protegerme. El sonido sordo del impacto y el calor de la sangre me hicieron temblar.
—No te muevas —jadeó, apretando el brazo herido, pero con una determinación feroz que no admitía duda.
Cuando por fin la balacera cesó, el grupo huyó tan rápido como llegó.
Con las manos temblorosas, me acerqué a León, quien apenas podía sostenerse de pie.
—¿Estás bien? —pregunté, la voz rota.
Él intentó sonreír, pero un hilo de sangre bajaba por su brazo.
—Nada que no pueda manejar —murmuró—. Pero esto cambia las reglas del juego.
Sacó un pequeño sobre que antes no había visto, y me lo entregó.
—Encontré esto en la escena. Tu nombre aparece ligado a algo llamado ‘Proyecto Aurora’. ¿Sabes qué es?
Abrí el sobre con dedos temblorosos. Dentro, documentos con códigos, fechas y mi nombre escrito en varios lugares.
El misterio que envolvía mi pasado parecía alcanzar un nuevo nivel oscuro.
León se apoyó en la pared, respirando con dificultad.
—Esto no es solo un juego, Isabella. Es una guerra.
Sentí que todo el peso del mundo se caía sobre mí.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurré, sintiendo que la línea entre víctima y aliada se desdibujaba para siempre.
Él me miró con esos ojos que, a pesar del dolor y la herida, brillaban con una intensidad que prometía que juntos enfrentaríamos lo que fuera.
—Ahora, peleamos.
Y en ese instante supe que romper el patrón significaba subir el riesgo… pero también que ya no había vuelta atrás.