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El despacho de la decana Montero siempre había sido un lugar intimidante para Clara. Los diplomas enmarcados, los libros perfectamente alineados y ese olor a madera pulida que parecía gritar "autoridad". Pero hoy, sentada frente al imponente escritorio de caoba, Clara sentía algo peor que intimidación. Sentía que su mundo se desmoronaba palabra por palabra.

—Señorita Vidal, no es una sugerencia —la voz de la decana era suave pero firme, como quien administra un medicamento amargo con guante de seda—. Es lo mejor para usted y para la institución.

Clara apretó los puños sobre su regazo, clavando las uñas en las palmas hasta sentir dolor. Un "descanso académico". Así lo habían llamado, como si fuera un premio y no lo que realmente era: una expulsión disfrazada.

—Con todo respeto, decana Montero, estoy a mitad del semestre. Mis calificaciones son excelentes y—

—Y los periodistas acampan en la entrada de la facultad —la interrumpió la mujer, quitándose las gafas con gesto cansado—. Los est
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