Isabella
El aire olía a cuero, gasolina y miedo.
Intenté gritar, pero algo grueso y seco me apretaba la boca. Mis muñecas ardían, atadas con una fuerza innecesaria, y tenía la cabeza cubierta por lo que parecía una bolsa negra. No podía ver. No podía moverme. No podía pensar. Solo escuchar el motor del coche y las voces apagadas que venían del asiento delantero.
Todo esto no podía estar pasando.
Spoiler: no era el Uber.
El auto se detuvo de golpe. Un portón chirrió. Sentí que descendíamos. Un garaje.
—Haz un solo ruido, Isabella, y te juro que te vas a arrepentir de haber nacido.
Ese acento. Esa pronunciación perfecta. Como si me amenazara con poesía.
Me arrastraron unos pasos. El suelo crujía como madera vieja bajo mis tacones. Olía a incienso, a cigarro… y a peligro. Un olor que reconoces aunque nunca lo hayas olido antes.
Cuando por fin me quitaron la bolsa, la luz me cegó.
Tardé un segundo en enfocar… y lo que vi no tenía ningún sentido.
Estaba en una habitación elegante, con paredes de madera oscura, cortinas de terciopelo gris, un espejo inmenso con marco dorado y una cama demasiado lujosa para ser real. Ni barrotes. Ni sótano sucio. Ni colchón roído. Esto no era una película de terror. Era peor.
—¿Dónde... estoy? —logré decir con la voz rasgada, la boca aún seca por la cinta que recién me habían quitado.
Nadie contestó.
Él estaba parado frente a la puerta, como una sombra que siempre estuvo ahí y que recién ahora se dejaba notar. Alto, muy alto, con un abrigo oscuro sobre el traje, y esos malditos ojos. Fríos. Demasiado fríos. Como si nunca hubieran visto un amanecer.
No dijo nada al principio. Solo me observó. Como si estuviera decidiendo algo.
—¿Te duele algo? —preguntó por fin.
Lo miré, furiosa.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
Su mirada no se inmutó.
—Tu nombre es Isabella Mendoza. Veintidós años. Hija de Adolfo Mendoza. Estudiante de historia del arte. Fanática de la pintura francesa del siglo XIX. Pides siempre el mismo café en la facultad. Te gusta caminar sola.
Cada palabra fue una puñalada.
Tragué saliva. Las manos me temblaban. ¿Era esto personal? ¿Un secuestro al azar? ¿Un lunático con demasiado tiempo libre?
—¿Me vas a matar? —pregunté, con un nudo en el pecho y la voz más firme de lo que sentía.
Una sonrisa apenas se dibujó en su rostro. Fría. Burlona. Casi… triste.
—No. Al menos no por ahora.
Y salió.
Pasaron horas. O tal vez minutos. No lo sé. El tiempo se vuelve líquido cuando no tienes idea de dónde estás ni por qué.
Recorrí la habitación. Cada detalle era irreal. Había libros en francés, un piano de cola cerrado en la esquina, una lámpara art déco, y un ropero lleno de vestidos de mi talla.
La puerta estaba cerrada. Las ventanas también. Sin señal. Sin teléfono.
Y sin respuestas.
Me senté frente al espejo, temblando. El maquillaje corrido. El cabello enmarañado.
Mi reflejo me miraba como si fuera otra persona.
Entonces recordé algo.
Tenía siete años cuando escuché por accidente a mi padre hablar por teléfono en su despacho. Decía cosas que no entendía en ese momento, pero que ahora resonaban con otro sentido.
“No es mi culpa si el viejo se metió con los rusos. Que se pudra en prisión.”
Siempre pensé que era una frase exagerada. Un chisme de adulto. Pero ¿y si no?
¿Y si yo era solo la pieza en una venganza vieja?
La puerta se abrió. Mi cuerpo se tensó.
Esta vez sin abrigo. Solo el traje oscuro que le quedaba demasiado bien. Camisa sin corbata, puños arremangados. Su aroma lo precedía: cuero, sándalo, peligro.
Me puse de pie de golpe.
—¿Qué quieres de mí?
No respondió. Caminó lento hacia mí, como si no tuviera apuro.
—No eres muy paciente, ¿verdad?
—¡Eres un enfermo! —espeté, furiosa, temblando—. Si es por dinero, mi padre…
—Tu padre. —Repitió la palabra como si le diera asco—. No es por dinero. Él ya pagó. Ahora le toca a otra persona.
Dio un paso más. Yo retrocedí.
—No entiendo nada. ¿Quién eres?
Se detuvo frente a mí. A centímetros.
—No necesitas saber quién soy. Solo necesitas saber que tu vida, desde hoy… me pertenece.
La amenaza no estaba en el tono, sino en la certeza. Como si lo que decía fuera tan evidente como la gravedad.
No grité. No me moví. Solo lo miré.
Pero no.
Solo me apartó un mechón de cabello del rostro.
Sus dedos rozaron mi mejilla.
Y entonces lo dijo. Su voz fue apenas un susurro, pero retumbó en mi pecho como un disparo:
—Bienvenida a tu nueva vida, Isabella Mendoza.
Y yo supe, con un escalofrío, que lo peor aún no comenzaba.