El silencio de la noche me despertó. Paradójico, lo sé. Pero después de días en este encierro, mi cuerpo había aprendido a distinguir entre los diferentes tipos de silencio. El de la tarde, pesado y expectante. El del amanecer, frágil como cristal. Y el de la madrugada, ese vacío absoluto que parece tragarse hasta el más mínimo sonido.
Excepto esta noche.
Me incorporé en la cama, con el corazón acelerado sin motivo aparente. La habitación estaba sumida en penumbras, apenas iluminada por la luz de la luna que se filtraba entre las cortinas mal cerradas. Miré el reloj digital sobre la mesita: 3:27 a.m. La hora de los demonios, solía decir mi abuela. La hora en que el velo entre mundos se adelgaza y los fantasmas cobran forma.
Fue entonces cuando lo escuché. Un murmullo entrecortado que venía del pasillo. La voz de León.
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