El sonido del taladro me despertó. Abrí los ojos de golpe, desorientada por unos segundos hasta que recordé dónde estaba: en mi prisión de lujo, en mi jaula dorada. Me incorporé en la cama y me froté los ojos. El ruido continuaba, metálico y persistente.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Desde allí podía ver a León en el jardín, con una escalera apoyada contra la pared de la casa. Llevaba una camiseta negra que se le pegaba al cuerpo por el sudor, a pesar de que la mañana era fresca. Sus músculos se tensaban con cada movimiento mientras instalaba algo en la esquina superior del edificio.
Una cámara.
Sentí que la sangre me hervía. Me puse rápidamente unos vaqueros y una camiseta y bajé las escaleras como una tromba. Cuando salí al jardín, él ya estaba descendiendo de la escalera.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le grité.
León se giró hacia mí con esa calma irritante que siempre mostraba, como si nada pudiera alterarlo.
—Buenos días a ti también, princesa —dijo, limpiándose las mano