Isabella
La bandeja de plata reluce como una promesa vacía. Hay candelabros con velas blancas, una botella de vino tinto abierta y dos copas perfectamente alineadas. El mantel no tiene ni una arruga. El comedor parece arrancado de una revista francesa de diseño. Pero yo estoy descalza, con las muñecas marcadas por los grilletes de esta mañana y la garganta seca de tanto gritarle a una pared que no me devolvió ni el eco.
Una cena.
¿Una jodida cena?
—¿Esto es una cita, o solo me estás cebando como a un cerdo antes de la matanza? —digo, sin moverme del umbral de la puerta.
Él ya está sentado. León. El secuestrador más elegante que he visto en mi vida. Traje negro impecable, reloj suizo, y ese aire de hombre que no solo sabe cómo ordenar una ejecución, sino también cómo combinar vino con filete.
Levanta la vista con una tranquilidad que me dan ganas de romperle algo en la cabeza.
—Es una cena —responde, sin más. Como si eso lo explicara todo.
No me muevo. Lo odio, pero mi estómago traicionero gruñe como un animal. Y el aroma de la comida no ayuda: mantequilla derretida, pan recién horneado, carne sazonada con ajo y romero. La bestia que llevo dentro empieza a despertarse. Pero no me rindo tan fácil. Me cruzo de brazos, clavándole la mirada como si pudiera quemarlo viva con ella.
Él sonríe. Claro que lo hace. Como si disfrutara ver cuánto me resisto.
—Puedes sentarte —añade, señalando la silla frente a la suya—. O seguir de pie hasta que se enfríe. Tu elección.
Me acerco despacio, sintiéndome como Caperucita sentándose a cenar con el lobo. Solo que esta vez, el lobo no se disfraza de abuela. Este se muestra tal cual es: afilado, oscuro, implacable.
La porcelana es fina, el vino es francés, y cada cubierto está en su lugar. Me siento y lo observo. Él sirve una porción en mi plato sin dejar de mirarme.
—¿No tienes miedo de que te apuñale con el cuchillo de mantequilla? —le pregunto.
Sus labios se curvan apenas, como si le divirtiera la idea.
—No.
—¿Así de confiado estás en tus músculos?
—Así de bien conozco tus límites.
Suelto una risa seca. Qué cabrón.
Tomo el cuchillo. No para apuñalarlo (todavía), sino para cortar un trozo de carne. La mastico con rabia, solo para no desmayarme por debilidad. El silencio se alarga entre nosotros, pero no es cómodo. Es denso. Duro. Lleno de cosas no dichas.
Lo observo mientras come. Lo hace con lentitud, sin desviar la mirada de mí. Como si yo fuera su plato principal y el filete, solo entretenimiento para la boca.
—¿Siempre secuestras mujeres y les das cenas de cinco estrellas? —pregunto, con una ceja alzada.
—Solo a ti.
Sus palabras caen como un chasquido seco.
Y de pronto, me duele la boca del estómago. No de miedo. De otra cosa. De esa sensación molesta que tengo desde que lo vi por primera vez: que este hombre no es solo un monstruo. Es algo peor. Es un monstruo con clase.
Después de la cena, exploro la habitación en la que me tiene. Él no me impide moverme. Me deja tocar los estantes, los libros, los cuadros. Quiere que lo vea todo. Como si eso también formara parte del juego.
Tomo uno de los libros. Es un ejemplar antiguo de Crimen y Castigo, con anotaciones en ruso y francés. Subrayados elegantes, letra meticulosa. Nada de eso encaja con un matón. Ni siquiera con un mafioso común.
—¿Qué eres? —murmuro, aunque sé que no me responderá.
Tomo otro libro. Balzac. Otro más. Kafka. Algunos pasajes están marcados con tinta roja. Una frase en particular me golpea: “El infierno está en no poder amar”.
Qué irónico.
Estoy tan distraída que no lo oigo entrar. Su voz me alcanza desde la puerta:
—¿Te gusta lo que ves?
Me doy vuelta como si me hubieran pinchado con una aguja. Él se apoya en el marco de la puerta, con las mangas del traje remangadas, mostrando las venas marcadas de los antebrazos. Hay algo brutalmente atractivo en su postura: esa mezcla entre civilización y amenaza.
—Así que además de secuestrador, ¿eres lector voraz? —digo, lanzándole el libro con suavidad. Lo atrapa sin inmutarse.
—¿Por qué no las dos cosas?
—¿Y eso te hace sentir menos bestia?
Se acerca. Muy lento. Y mi cuerpo empieza a gritarme que me mueva, que huya. Pero no lo hago.
—¿Eso es lo que ves? ¿Una bestia? —pregunta, deteniéndose frente a mí.
Su cercanía me abruma. Puedo olerlo: sándalo, madera, un leve toque de licor caro. Su mirada baja a mis labios cuando hablo, como si le costara no hacerlo.
—¿Y tú qué crees que eres? —le digo, desafiándolo.
Él no responde. Solo me observa. Y por primera vez, me doy cuenta de que hay algo más en sus ojos. No solo rabia. No solo deseo. Hay… dolor.
Y eso me desarma más que cualquier amenaza.
—¿Planeas matarme cuando termines de jugar? —suelto, sin filtro.
Él se queda quieto.
Un segundo.
Dos.
Y luego, sin apartar la mirada, saca algo del bolsillo interior de su chaqueta. Un sobre. Me lo lanza.
—¿Qué es esto? —pregunto.
—Una historia.
Lo abro con cautela. Dentro hay una foto vieja, en blanco y negro. Mi padre. Joven. Con el brazo sobre los hombros de otro hombre.
Ese otro hombre es León.
Congelo.
—Eso es imposible… —susurro. Él parece más joven ahora que en la foto. ¿Cómo demonios…?
—No todo es lo que parece, Isabella. Y tu padre tenía muchas más caras de las que tú conociste.
—Estás mintiendo.
—¿Lo estoy?
Saca un segundo papel. Esta vez, un documento amarillento, con el sello de algo llamado Operación Aurora. Clasificado. Firmado por Adolfo Mendoza.
Mi padre.
—¿Qué es esto?
—El principio —dice, con una sonrisa siniestra—. De tu historia. De la mía. Y del porqué estás aquí.
Mi garganta se cierra.
—¿Quién eres?
—Alguien que pagó caro por creer en el hombre que tú llamabas “papá”.
Silencio.
No por falta de palabras. Sino porque las que tengo se ahogan en mi pecho.
Él se acerca. Su voz es más baja ahora. Más íntima.
—No quiero matarte, Isabella.
Se inclina hacia mí. Su boca roza mi oído.
—Quiero que entiendas por qué lo mereces.
Y se aleja, dejándome temblando. No por miedo.
Sino por la certeza terrible de que todo lo que creía saber… era mentira.
Y la bestia no solo sabe leer.
También guarda memorias. Y venganzas.