IsabellaEl aire olía a cuero, gasolina y miedo.Ese tipo de miedo pegajoso que se te cuela bajo la piel y se queda ahí, vibrando, recordándote que ya no tienes el control de nada.Intenté gritar, pero algo grueso y seco me apretaba la boca. Mis muñecas ardían, atadas con una fuerza innecesaria, y tenía la cabeza cubierta por lo que parecía una bolsa negra. No podía ver. No podía moverme. No podía pensar. Solo escuchar el motor del coche y las voces apagadas que venían del asiento delantero.Todo esto no podía estar pasando.Hace tres horas estaba riéndome con mis amigas, bailando en una fiesta universitaria ridículamente aburrida, con música fuerte, tragos baratos y tipos que solo sabían decir cosas patéticas como “tú no eres como las demás”. Tenía puesto un vestido rojo, ridículamente corto. Iba a tomar un Uber, lo juro. Pero alguien —un tipo alto, con una sonrisa tensa y ojos oscuros— se ofreció a acompañarme al coche.Spoiler: no era el Uber.El auto se detuvo de golpe. Un portón
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