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León

El informe llegó antes del amanecer, sellado con el símbolo que usaban en los días más sangrientos del Bratva. No necesitaba leer más allá de la primera línea para sentir la náusea: “El señor Devereux ha declarado oficialmente que su hija Isabella partió por voluntad propia. Rumores de escapatoria por problemas personales.”

Otra hija desechada. Otra jugada sucia.

—Cobarde de m****a —murmuré, antes de lanzar el informe al fuego. Las llamas lo devoraron con la misma velocidad con la que él me arrebató a mi familia.

La rabia subía como una fiebre vieja. Años atrás, ese bastardo vendió los nombres de mis hombres por un poco más de poder. A mi madre la enterramos sin rostro. A mi hermano, sin lengua. Y ahora, negaba a su única hija como quien tira basura.

Pero esto ya no era solo su traición. Era lo que venía detrás.

El mensaje cifrado que acompañaba el informe era más directo:

“Reclamo activo. El Bratva la quiere de vuelta. Preparan movimiento.”

El eco de esas palabras no me dejó en paz mientras cruzaba el pasillo hacia el salón.

La encontré en el sofá, aún dormida. Se había quedado allí por decisión propia, como si se negara a aceptar cualquier comodidad que yo ofreciera. Como si mantenerse firme, incómoda, vulnerable pero erguida, fuera su forma de resistirse.

No sabía que hasta el sueño la traicionaba. Que incluso en silencio, el cuerpo hablaba.

Y ella gritaba.

Estaba acurrucada, con los brazos cruzados sobre el abdomen, como si se protegiera de un golpe invisible. De mí. De su padre. De todos.

Me acerqué y, por un instante, me detuve. No por ternura. Por la punzada que sentí cuando vi una lágrima caer, muda, por su mejilla.

Maldita sea.

No era momento para emociones.

No cuando estaba por estallar una guerra.

Volví a mi estudio. Cerré la puerta. Marqué un número que tenía años sin usar.

—¿Vas a mover tropas o solo vas a ver cómo me prenden fuego el infierno? —dije sin esperar cortesías.

La voz al otro lado rió. Corta. Fría.

—Ya están en marcha. El viejo quiere a su hija. Entera… o muerta. Depende de cómo te portes tú.

—Que venga. Lo espero con los brazos abiertos —respondí, y corté.

No habían pasado cinco minutos cuando escuché pasos apresurados fuera de mi estudio.

Y una voz.

—¿Qué es esto, León?

Salí al pasillo y la vi. Isabella, con los papeles que yo había guardado en la caja fuerte entre sus manos. La puerta de la caja colgaba abierta, torcida, forzada con habilidad.

—¿Qué hiciste? —pregunté, con la voz baja pero cargada. Me acerqué, despacio, como un animal acechando.

—¿Qué es esto?

—¿Estabas espiándome? —pregunté. La ira se coló por mis grietas. No por el contenido, sino por lo que significaba que lo hubiera encontrado.

—No espiar. Buscar respuestas —respondió con un temblor apenas contenido—. Esto… esto demuestra que mi padre vendió gente. ¡Que tú sabías! Que tú me trajiste aquí para… ¿qué? ¿Vengarte?

Se le quebró la voz en esa última palabra. La sostuve con la mirada, helado por dentro.

—No —dije con los dientes apretados—. Te traje aquí porque él ya había firmado tu sentencia. Y tú no sabías ni en qué tablero estabas jugando.

—¿Y tú sí? ¿Qué eres entonces, León? ¿Un salvador? ¿O solo otro monstruo con una causa noble?

—Soy el tipo que te salvó de una ejecución segura. El que está conteniendo a los perros del Bratva mientras tú juegas a la detective con archivos que no entiendes.

Dio un paso atrás, los ojos brillando de rabia.

—¡No me hables como si no supiera lo que leo! Aquí están las coordenadas de esa reunión en Siberia… las grabaciones, los pagos. ¿Esto es lo que mató a tu familia?

—Sí —solté. La palabra salió como un disparo seco—. Esto fue lo que los mató. Y ahora tú estás en el centro del mismo mapa, Isabella. No por culpa mía. Por culpa de tu apellido.

Ella temblaba. No por frío. Por algo peor.

—Entonces… —murmuró—, ¿qué harás conmigo?

Silencio.

No tenía una respuesta limpia. Solo una serie de posibilidades oscuras. Todas sangrientas. Todas reales.

Entonces un disparo sonó afuera. Seco. Preciso. Un guardia, quizás.

Ambos reaccionamos al mismo tiempo.

Corrí hacia el monitor. Las cámaras mostraban una figura encapuchada saltando la valla perimetral. Otras dos por el flanco este. Coordinados. Profesionales. No era un robo.

Era un mensaje.

Isabella se acercó, blanca como la cal.

—¿Qué pasa?

—El Bratva acaba de tocar la puerta —dije. Y esta vez, no era una metáfora.

Saqué el arma del compartimento del escritorio. Le pasé otra. No tenía tiempo para explicaciones dulces.

—¿Sabes usarla?

—Mi padre me enseñó —respondió, sin mirarme.

—Por una vez, algo útil de ese hijo de puta.

Nos movimos por la casa como sombras. Ella me seguía con la respiración contenida, pero sin lloriquear, sin hacer preguntas innecesarias.

Atravesamos el pasillo hacia la cámara de seguridad. Dos hombres más en el jardín, acercándose por el costado oeste.

Activé el protocolo de bloqueo. Las persianas de acero bajaron con estrépito. El sistema defensivo se encendió con un zumbido.

Ella me miró entonces. No con miedo. Con algo más punzante.

—¿Esto era inevitable, verdad?

—Desde que cruzaste esa puerta —le dije sin suavidad.

Nos quedamos en silencio unos segundos, cubiertos por la tensión de lo que estaba por venir.

—No vas a matarme —dijo de repente, con una convicción inesperada.

—¿Y por qué estás tan segura?

—Porque me miras como si fuera lo último real que te queda.

Me tomó por sorpresa. Pero no lo dejé ver.

Me acerqué. Un paso. Otro.

—Cuidado, Isabella —le susurré al oído—. Las verdades a veces son más letales que las balas.

Ella no retrocedió.

—Y tú, León… ya no pareces tan invencible.

Se dio vuelta sin esperar respuesta y desapareció por el pasillo, mientras yo me quedaba allí, con el eco de sus palabras y el inminente ataque del Bratva como una cuenta regresiva en mis sienes.

Esta noche no habría paz.

Y mañana, tal vez, ya no habría refugio.

Pero una cosa era segura: la grieta ya estaba abierta.

Y no había vuelta atrás.

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