León
Ella camina en círculos. Una y otra vez. Como una mariposa atrapada dentro de una campana de cristal, sin darse cuenta aún de que su libertad ya no es más que un espejismo en el retrovisor de su vida anterior.
La observo desde la sala de control, rodeado de pantallas que proyectan cada uno de sus movimientos con una nitidez que raya en la obsesión. Hay algo hipnótico en su fragilidad. En cómo intenta mantener la compostura con los labios temblando y el ceño fruncido. Se muerde la parte interna de la mejilla cada vez que sus pasos se detienen frente a la puerta cerrada. Busca una salida, un respiro. Pero no hay ninguno. Porque yo soy ambos: la reja… y el lobo.
Y ahora mismo, estoy sonriendo.
Así empieza.
Así se desarma un castillo de cristal.
No con gritos ni forcejeos.
Con silencio.
Ella es Isabella Mendoza.
Mi padre fue a prisión por un crimen que no cometió.
Mi madre no sobrevivió a la vergüenza.
Y yo aprendí una lección:
Así que me hice hombre con un objetivo: arruinar al que me arruinó.
Su hija.
Mi venganza empieza con su mirada confusa al despertar.
Y lo peor… lo peor es que no la imaginaba así.
Porque Isabella Mendoza no es la princesa superficial que las revistas pintaban. No es el brazo decorativo en las galas. No es la muñeca vacía que debería haber sido.
Es otra cosa.
Más peligrosa.
Bajo las escaleras con pasos firmes. La casa entera está en silencio. A propósito. Quiero que el eco de mis zapatos la advierta antes de que me vea. Quiero que su cuerpo reaccione primero… antes que su cerebro.
Cuando abro la puerta del cuarto y nuestros ojos se encuentran por primera vez cara a cara, sé que algo se rompe en ella. No es miedo. No todavía. Es desconcierto. Reconoce que no soy un extraño, aunque su memoria no logra atraparme del todo.
—¿Quién demonios eres? —su voz suena más valiente de lo que debería, pero sus pupilas no mienten—. ¿Qué quieres de mí?
Dios, qué manera de retarme.
—Bonita forma de saludar a tu anfitrión —respondo, lento, como si masticara cada palabra.
Ella da un paso atrás cuando cierro la puerta detrás de mí.
—¿Me secuestraste para jugar a las adivinanzas? ¿Esto es algún fetiche retorcido tuyo?
Sus palabras van afiladas, pero su respiración la traiciona.
No debería notarlo, pero lo hago.
M****a.
—No estoy aquí para complacerte, Isabella —susurro su nombre con una sonrisa torcida—. Estoy aquí para que pagues lo que tu familia me debe.
—No sé de qué hablas. ¡Mi padre jamás...!
—¿Jamás qué? ¿Traicionaría a alguien? ¿Fabricaría pruebas falsas para quitarse de en medio a un socio molesto?
Ella se detiene. No sabe qué contestar. Y eso me dice todo.
—¿Cómo sabes mi nombre? —murmura, bajando el tono—. ¿Me has estado vigilando?
—Durante años.
Se estremece.
Eso, preciosa. Empieza a entender.
—Estás enfermo.
—No. Estoy despierto. Después de muchos años dormido.
El silencio cae como un martillazo. La veo tragar saliva. Intenta mantenerse firme, pero sus ojos brillan. No de miedo. De furia.
—Podrías matarme y sería menos cruel que esto —dice.
Y lo creo.
Pero no pienso hacerlo.
Ella no morirá.
No tan fácil.
Me acerco. Un paso. Otro. Y otro.
Ella no retrocede esta vez. Se queda firme, como si necesitara demostrar algo.
Pero cuando estoy lo suficientemente cerca como para oler el jabón de su piel, el mundo se detiene.
Porque hay un destello en sus ojos que no pertenece a esta habitación. Un fuego que no encaja con la historia que me contaron de ella. No es víctima. No del todo.
Es un problema.
Y yo, por primera vez, me siento ligeramente… jodido.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunta, con voz baja.
Mi risa es breve, seca.
—Te daré muchas cosas, Isabella. Pero mi nombre no es una de ellas.
Me giro, camino hacia la puerta. La rabia contenida en mis puños apenas es menor que la tensión en mi pecho.
Ella no es como la imaginaba.
No es una muñeca de porcelana.
Es dinamita.
Y yo ya encendí la mecha.
Pongo la llave en la cerradura, pero antes de girarla, me detengo. La miro por encima del hombro. Su silueta reflejada en el espejo del fondo me recuerda a un recuerdo que no sabía que tenía.
Una vida que pudo ser otra.
—Tu padre me quitó todo —digo, con voz grave, sin emoción—. Yo solo estoy devolviéndole el favor.
Y cierro la puerta.
Pero en el fondo, algo en mi pecho también se cierra.