2

León

Ella camina en círculos. Una y otra vez. Como una mariposa atrapada dentro de una campana de cristal, sin darse cuenta aún de que su libertad ya no es más que un espejismo en el retrovisor de su vida anterior.

La observo desde la sala de control, rodeado de pantallas que proyectan cada uno de sus movimientos con una nitidez que raya en la obsesión. Hay algo hipnótico en su fragilidad. En cómo intenta mantener la compostura con los labios temblando y el ceño fruncido. Se muerde la parte interna de la mejilla cada vez que sus pasos se detienen frente a la puerta cerrada. Busca una salida, un respiro. Pero no hay ninguno. Porque yo soy ambos: la reja… y el lobo.

Y ahora mismo, estoy sonriendo.

Así empieza.

Así se desarma un castillo de cristal.

No con gritos ni forcejeos.

Con silencio.

Con miedo contenido en la médula.

Con una verdad que se filtra como veneno lento.

Ella es Isabella Mendoza.

La hija del hombre que destruyó a mi familia con la frialdad de un cirujano. El mismo que estrechaba la mano de mi padre mientras lo entregaba por la espalda. Ese día yo tenía once años. Y fue la primera vez que escuché a mi madre gritar tan fuerte que los vidrios de casa vibraron como si también sintieran la traición.

Mi padre fue a prisión por un crimen que no cometió.

Mi madre no sobrevivió a la vergüenza.

Y yo aprendí una lección:

La justicia no existe para los que no pueden pagarla.

Así que me hice hombre con un objetivo: arruinar al que me arruinó.

Pero no desde el frente, no con armas ni escándalos.

Desde dentro.

Desde donde más duele.

Su hija.

Mi venganza empieza con su mirada confusa al despertar.

Con la ira mal contenida que esconde una vulnerabilidad dulce, jodidamente adictiva.

Y lo peor… lo peor es que no la imaginaba así.

Porque Isabella Mendoza no es la princesa superficial que las revistas pintaban. No es el brazo decorativo en las galas. No es la muñeca vacía que debería haber sido.

Es otra cosa.

Más peligrosa.

Bajo las escaleras con pasos firmes. La casa entera está en silencio. A propósito. Quiero que el eco de mis zapatos la advierta antes de que me vea. Quiero que su cuerpo reaccione primero… antes que su cerebro.

Cuando abro la puerta del cuarto y nuestros ojos se encuentran por primera vez cara a cara, sé que algo se rompe en ella. No es miedo. No todavía. Es desconcierto. Reconoce que no soy un extraño, aunque su memoria no logra atraparme del todo.

—¿Quién demonios eres? —su voz suena más valiente de lo que debería, pero sus pupilas no mienten—. ¿Qué quieres de mí?

Dios, qué manera de retarme.

El corazón le late tan fuerte que puedo oírlo desde donde estoy.

Y sin embargo, me desafía.

—Bonita forma de saludar a tu anfitrión —respondo, lento, como si masticara cada palabra.

Ella da un paso atrás cuando cierro la puerta detrás de mí.

No hace falta cerrarla con llave. Todavía no.

Aún no sabe que está atrapada.

—¿Me secuestraste para jugar a las adivinanzas? ¿Esto es algún fetiche retorcido tuyo?

Sus palabras van afiladas, pero su respiración la traiciona.

Está alterada. En alerta.

Hermosa.

No debería notarlo, pero lo hago.

La forma en que el cabello le cae sobre los hombros, el modo en que la bata blanca —que dejé intencionalmente sobre la cama— le roza las piernas desnudas.

M****a.

Esto no era parte del plan.

—No estoy aquí para complacerte, Isabella —susurro su nombre con una sonrisa torcida—. Estoy aquí para que pagues lo que tu familia me debe.

—No sé de qué hablas. ¡Mi padre jamás...!

—¿Jamás qué? ¿Traicionaría a alguien? ¿Fabricaría pruebas falsas para quitarse de en medio a un socio molesto?

Ella se detiene. No sabe qué contestar. Y eso me dice todo.

—¿Cómo sabes mi nombre? —murmura, bajando el tono—. ¿Me has estado vigilando?

—Durante años.

Se estremece.

Eso, preciosa. Empieza a entender.

—Estás enfermo.

—No. Estoy despierto. Después de muchos años dormido.

El silencio cae como un martillazo. La veo tragar saliva. Intenta mantenerse firme, pero sus ojos brillan. No de miedo. De furia.

—Podrías matarme y sería menos cruel que esto —dice.

Y lo creo.

Pero no pienso hacerlo.

Ella no morirá.

No tan fácil.

Me acerco. Un paso. Otro. Y otro.

Ella no retrocede esta vez. Se queda firme, como si necesitara demostrar algo.

Pero cuando estoy lo suficientemente cerca como para oler el jabón de su piel, el mundo se detiene.

Porque hay un destello en sus ojos que no pertenece a esta habitación. Un fuego que no encaja con la historia que me contaron de ella. No es víctima. No del todo.

Es un problema.

Y yo, por primera vez, me siento ligeramente… jodido.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta, con voz baja.

Mi risa es breve, seca.

—Te daré muchas cosas, Isabella. Pero mi nombre no es una de ellas.

Me giro, camino hacia la puerta. La rabia contenida en mis puños apenas es menor que la tensión en mi pecho.

Ella no es como la imaginaba.

No es una muñeca de porcelana.

Es dinamita.

Y yo ya encendí la mecha.

Pongo la llave en la cerradura, pero antes de girarla, me detengo. La miro por encima del hombro. Su silueta reflejada en el espejo del fondo me recuerda a un recuerdo que no sabía que tenía.

Una vida que pudo ser otra.

Una herida mal cerrada.

—Tu padre me quitó todo —digo, con voz grave, sin emoción—. Yo solo estoy devolviéndole el favor.

Y cierro la puerta.

El clic de la cerradura suena como una sentencia.

Pero en el fondo, algo en mi pecho también se cierra.

Y no sé si estoy listo para descubrir qué.

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